Hace demasiados, no demasiados: ya de plano incontables años, ay memoria ya me volviste a dar, sostuve una extraña conversación con josé eugenio sánchez —un milenio antes de que se inventara el smartphone, la tele de plasma, el wifi, la maldición del Facebook, el iphone, un larguísimo etcétera— de la que muy poco recuerdo, siendo honesto, al interior de una especie de discoteca, una caverna apestosa de Xalapa, Veracruz, cuando ambos éramos jóvenes creadores, antes de la extinción de varios de esos correligionarios, antes, mucho antes de que algunos de nosotros, no fue el caso de josé eugenio, nos desvaneciéramos lentamente con el paso del tiempo, más o menos como el famoso Dust in the Wind de la canción, pero de manera mil veces más pinchurrienta, menos dramática y musical.
El fugaz e inconsecuente encuentro, en apariencia inconsecuente, nada más, ocurrió en los años en que Bill Clinton todavía era presidente de los Estados Unidos, el monigote barbudo de al-Qā’idah era apenas la sombra, el fantasma del gran susto newyorkino que entonces todavía estaba por venir, el doctor Zedillo era el mandamás nacional en turno… hablo de la segunda mitad de los noventa, cuando comenzaba a languidecer y a morir de inanición una década neurótica, la década de la cocaína, del relámpago y muchísimas películas malas que ahora reaparecen en versión remasterizada en HBO, Netflix, Disney, Amazon Prime. Jeff Bezos era un nerd que soñaba con tener novia, que vestía pantaloncitos kaki y suéteres de adolescente, nada qué ver con el creep que hoy sueña en conquistar para él solo la Luna y las estrellas. Los noventa, la década que terminaría con Bob Dylan, Neil Young y REM, cada uno por su lado, grabando memorables sesiones unplugged en MTV. Del otro lado del mundo, supongo, las polacas todavía eran igual de pobres que durante el comunismo, pero quizá más alegres, menos idiotizadas (ellos también: feministas, yo soy de trato parejo) por el iphone y el smartphone —que diosito me castigue si miento: ni siquiera en Tokio o Seúl, ciudades ultra y mega digitalizadas, habitadas por millones y millones de avatares humanos, he visto a tanta gente entregándose con tal frenesí a la dictadura de la diminuta pantalla, a todas horas del día y de la noche, en el cine, afuera del cine, en los parques y en las aceras, en los bares, en el baño de los bares, en el transporte público, bueno: incluso cuando te sientas a cenar y, con la inocencia propia de quien no ha sobrevivido a dos guerras mundiales ni ha vivido bajo el yugo de la bota soviética, tú te crees —ay ternurita— que vas a entablar una profunda y a la vez muy amena conversación con el amor de tu vida.
No sé en qué fechas, ¿importa acaso?, josé eugenio escribió un poema que dice todo —él me rebatiría: decir algo es decir nada— acerca de esos tiempos ya pasados, y aparece en su libro galaxy limited café y se titula “balada de las últimas bombas”:
ron es un viejo actor del blanco y negro
que hacía dinero con cualquiera vendiendo entrevistas
y pistolas
mientras
en el mundo caían varias bombas
george por su parte
es un ranchero petrolero que montaba una gran troka
con un longhorn
en el frente
junto a su mujer que masticaba una mazorca
y escupía los pellejitos por la ventanilla
y en el mundo caían más bombas
bill en cambio
fumaba mariguana y le encantaba que sus amigas se la
mamaran
no por eso dejaban de caer más y más bombas
pero era diferente a la época de georgie
—el hijo de george—
que buscaba afanosamente el cariño de su padre
entre las bombas que caían sobre el mundo
Supongo, tampoco de eso estoy seguro, que en esos mismos años que evoca este poema, josé eugenio acababa de terminar su libro (quizá lo hizo con el dinero de la beca que todos nos bebimos, fumamos e inhalamos aquel año) Physical graffiti y con el cual obtendría el décimo premio internacional de la Fundación Loewe en el ya precámbrico año de 1998. Hemos envejecido como pellejos expuestos al sol, no así aquel breve y calador libro de josé eugenio, ahora disponible con el título de escenas sagradas de oriente.
La sabiduría popular, que suele ser boba, no se diga la sabiduría intelectual, que suele ser criminal, sigue retratando al poeta y ensayista Octavio Paz, incluso a miles de años de muerto, sea como un viejo conservador y elitista, como un tipo amanerado, vendido a Televisa, poco hombre de voz afeminada —incluso existe un animal, escritor desde luego, que ha ganado amistades y canonjías durante décadas gracias a sus tediosas, ¡ash sí, dice pura pendejada pero ay que divertido es!, imitaciones de Paz—, el poeta mayor ridiculizado por los mismos canallas que estrangularían a su abuela con tal de ganarse sus respectivos quince minutos de fama en la pantalla chica, como se decía antes.
En ocasión del 50 aniversario del poema “Piedra de sol”, el propio josé eugenio ofreció una explicación implícita que no me parece en absoluto descabellada.
En cualquier caso, la herida del profundo —o superficial, ni idea— complejo de inferioridad respecto a la figura de Octavio Paz sigue tan abierta que un día, hace poco más de un año, durante una lectura en la biblioteca pública del Centro de Los Ángeles, me tocó escuchar a una gorda horripilanta y agresiva como un toro recién capado (sorry folks: todavía no regresa la persona humana que atiende la ventanilla de quejas de género y equidad y de la cultura del malestar: gran idea del malencarado Robert Hughes), ella tan dispuesta a cancelar a Paz sin siquiera ofrecer explicaciones. Un miembro -literal: peor para ella- del público que llenaba la pequeña sala se atrevió a hacer una pregunta acerca del poeta: yo de él no voy a hablar, respondió iracunda la rinoceronta, hipercabriada, casi que queriéndose almorzar ahí mismo al pobre preguntón, la ballena asesina de poetas y escritores, mitad orca y mitad cachalote.
Viene esto a cuento porque fue, precisamente, un jurado presidido por Paz, y entre cuyos integrantes estuvieron nada menos que Gonzalo Rojas, Luis Antonio de Villena y Jaime Siles, entre otros campeones de la poesía, quienes premiaron el libro de josé eugenio sánchez, como dije antes, con un galardón no menor para un poeta joven. Está difícil sostener la supuesta solemnidad, la imagen de efigie egipcia, de tétrica hiena calculadora, de un Octavio Paz que votó a favor de poemas como los que siguen:
far west will never can forget
qué somos
(ni polvo ni nube ni huella de herradura)
butch cassidy sundance kind tom mix
marshal dillon el llanero solitario
para el crack bursátil
o los anuncios de neón por todas partes
deprimiendo alegremente la ciudad
ayo silver
qué somos Billy the kid buffalo Bill tiroloco
el bueno el malo john wayne
los héroes de pana
para las minifaldas secretariales que te miran
con cara de ursula andress
(ni polvo ni nube ni huella de herradura)
ps:
los vaqueros famosos sólo somos
cabalgando las horas en el solar de tu espalda
hablan de un profundo rencor
hablan de un profundo rencor
de abandono
de un derrame interno
dicen que todo era relámpago de fuego
que dios salió corriendo
con un rebozo en la cabeza
el mar se fue despellejando
piel de caracoles
pero no
nosotros nos enteramos del suceso
hemos estado bailando
y andamos un poco perturbados
mis renteras
aunque las tres son señoritas
la más joven tiene 62
no me pidieron referencias:
una dijo que me parecía
a cristo
espero que no llegue el día
en que me pidan les arregle la puerta
el matamoscas la regadera
ya me imagino yo con una estilson entrando al baño
siendo testigo de una penosa tragedia:
una mujer con piel de trapo
y el cabello enjabonado diciendo:
vente chiquito
o si le tienes miedo al agua vamos a la alcoba
nada más pásame el bastón
sirve que me pegas con él
Diré una obviedad: josé eugenio no pertenece, para su buena fortuna y mejor estrella, a un medio habitado por señores de pipa y guante, finas damas de exaltada sensibilidad, voces impostadas, inteligencias a medias, personajes falsa o realmente decadentes, pequeños tiranos, brujas implacables, aspirantes todos —como dijo Roberto Bolaño acerca de los escritores latinoamericanos— a dejar la clase media y escalar por fin a la clase media alta. Se trata, desde luego, de una generalización, algún listillo me podría objetar lo siguiente: nadie conoce a los norcoreanos, se pueden conocer, eso sí, cinco, seis, siete norcoreanos.
Puro desayuno de hambruna, fina cuisine al estilo Pionyang para mis críticos.
Lo que sí puedo más o menos conjeturar es que josé eugenio proviene de ciertas ramas o raíces —evito expresamente hablar de tradición, aunque como argumentó Octavio Paz, también hay otra marcada por el instinto, pulsión, etcétera, de la ruptura, que apuntan o se hunden, mejor dicho: se confunden, en las voces más próximas del propio Paz, quizá —a partir de aquí todo es quizá— Efraín Huerta, Carlos Martínez Rivas, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Eduardo Lizalde, Enrique Lihn, cierto Huidobro, cierto Vallejo, cierto Mario Santiago Papasquiaro: yo qué sé; el (como se suele decir) injustamente olvidado (debería ser al revés: el olvido siempre es justo) Sergio Mondragón: apostaría que sí, si fuera necesario una prenda íntima de Marilyn Monroe que compré a precio de remate y que le dejaré a mi único heredero: mi gato el Mobi. Hay temas, experiencias, visiones, escenarios, que se entrecruzan entre ambos poetas, pero el delgado hilo del cual los dos penden con el oscuro y sideral abismo abriendo sus faces bajo ellos, es o podría ser, el asombro y la extrañeza perpetuas ante todo cuanto puede resultar familiar y cotidiano, y por el contrario, la familiaridad casi absoluta, la sensación de sosiego ante las circunstancias más desesperadas y calamitosas. Por eso sus poemas comparten, creo, una pulsión kool ―que no es lo mismo que tranquilizadora—, la confianza de mantener la calma incluso cuando suenan las alarmas advirtiendo la llegada del fin del mundo y de los tiempos. Algo parecido a decir: al final pasa lo que tiene que pasar, y eso es más que suficiente si mantienes los ojos y los sentidos, cada uno de ellos, bien despiertos así estés que te caes del cansancio, del tedio, de la tristeza, del pasón que te metiste porque querías celebrar algo trascendental que al otro día ya no recuerdas.
Para ponerlo en palabras del aprendiz de brujo, Sergio Mondragón:
«Noche de viernes en Bloomington, Indiana»
Es noche de viernes en Bloomington, Indiana. Ella, la que vine a buscar, no está más aquí. No importa. Yo estoy vivo, respiro, como, duermo, camino y puedo sentarme a descansar o a escribir poemas, o simplemente a mirar la lumbre del invierno. En las calles los muchachos y muchachas corren en sus autos, beben y apuran los besos y las copas, llenan la noche de los USA con sus preguntas sin respuesta, con sus respiraciones y transpiraciones, con sus alas hermosamente desplegadas y listas para ser despedazadas. La luz ilumina mi mesa de trabajo. En la cocina se pudre la espinaca y gime la refrigeradora. Más allá, en la alcoba, un piano y un saxo se desnudan el alma.
Yo siento el peso
de mi cuerpo, la presencia de mi ser, la impaciencia
del poema que no acaba de salir, siento el cansancio
de mi espalda y la dirección de mi mirada. He tomado
un baño caliente, he comido una sopa caliente; estoy
solo, enteramente solo, maravillosamente acompañado
por mí mismo en la mitad de esta noche de viernes en
Bloomington, Indiana.
Si en aquellos distantes años noventa Aurelio Asiain afirmaba “de qué modo se escriben los poemas, / no sabría decirlo”, cómo demonios voy a saber yo de dónde salen los poetas.
No queda más que conjeturar. Hasta donde puedo colegir, escribir es eso: levantar cortinas de humo entre el mundo y el espacio inestable, siempre en estado de crisis inminente, entre uno y el mundo, entre el mundo y uno. Intuyo para el caso de josé eugenio solamente a poetas, ciertos poemas: si vamos hasta la música, las películas, las actrices, los actores, las series y programas de televisión, los cielos nublados o despejados que nutren su poesía, surge de frente y aplastante el infinito, y aquí no paramos nunca.
¿De dónde viene el vaquero? Respuesta obvia: del norte y del oeste, pero también de la costa contraria, de donde surgió William Carlos Williams, o Charles Reznikoff, “el poeta más esquivo de la poesía norteamericana”, “una especie de santo de Nueva York”, según escribió Eliot Weinberger. En mi caso, lo primero que leí de Charles Reznikoff fue By The Waters of Manhattan, su bildungsroman acerca de las primeras experiencias judías en la famosa manzana podrida, lectura obligatoria que había que hacer o bien ir a escuchar los sermones infaustos de un rabino de cien años de edad. Se sabe que Reznikoff nunca salió de Estados Unidos, que pasó un tiempo en Los Ángeles trabajando para la Paramount Pictures, en donde se dedicó a escribir poemas acerca de las moscas que revoloteaban al interior de su estrecha oficina. Ignoro si llegó a pisar los territorios que josé eugenio conoce muy bien y de los cuales, casi podría jurarlo, apareció un buen día el propio josé eugenio, como de la Nada, cargando el Todo en sus alforjas. En su Testimony. The United States (1885-1915) Recitative, se lee o se vive, da lo mismo, lo siguiente:
MEXICANOS
2
Campbell medía más de un metro ochenta y era excepcionalmente fuerte;
Zapota era bajito y delgado.
Él y su mujer ordeñaban en el corral
cuando llegó Campbell
y ordenó a Zapota traer los caballos y salir a trabajar.
Zapota dijo que hacía mucho frío, además llovía.
Parado fuera de la cerca, a pocos metros de Zapota,
Campbell preguntó de nuevo si saldría a trabajar.
El mexicano se levantó ahí mismo donde esta ordeñando.
con apenas una lata de leche en su mano,
y se rehúso.
Campbell lo apuntó con su Winchester
y la mujer de Zapota agarró el arma
pero Campbell se lo arrebató y la golpeó en la cabeza con esta,
derribándola,
entonces giró y disparó a Zapota en el pecho.
[…]
El vecino dijo a Campbell que el mexicano estaba grave.
La casa de Campbell estaba a escasos cincuenta metros
pero ni Campbell ni su mujer
les enviaron comida, medicina o ropa a los Zapota.
El día después del disparo,
Campbell le pidió a un doctor que visitara a un hombre herido
pero el doctor nunca fue,
y entonces Campbell insistió que Zapota abandonara el lugar,
y fue tan insistente
que hubo un intento de mover al hombre en agonía.
Sin embargo, murió una o dos horas después.
(trad. Sarug Sarano)
Los poetas no vienen de ninguna parte, pero en algún punto del camino el lector conecta, a saber por qué y cuáles extrañas cadenas asociativas, a un autor con otro.
De tal manera que, al menos para mí, la obra de josé eugenio sánchez se engarza mejor con la de ciertos poetas, cantantes y compositores asentados en California, Texas, Nuevo México, en el desierto de Arizona. Johnny Cash, Bob Dylan, el newyorkino por antonomasia, Lou Reed, mantienen un vinculo más cercano con lo que escribe josé eugenio, antes que los señoritos y señoritas bien pensantes y esforzados de otras partes de ese país que lleva siglos, la vida entera, perra, cayéndose a pedazos. En Going Down de Lou Reed hay más poesía que toda la inteligencia prensada en plywood barato de más de cien poetas, ciento por ciento ciegos, que todavía siguen persiguiendo en pelotas a la muerte sin fin de Gorostiza:
Cuando estás en un sueño
Y crees que tienes tus problemas bien sujetos
Algunos pedazos de tu esquema
Empiezan a desmoronarse con gran estrépito
Y cuando empiezas a caer
Y tus pasos empiezan a desvanecerse
Entonces sabes que estás cayendo
Sí, sabes que esta será
Tú última caída
[…]
No es lo que parecía
Parece más larga cuando estás solo en el mundo
Todo podría ser más radiante
Si pasaras tus noches con alguna chica
Sí, caes por todas partes,
Sí, caes con gran estrépito
Oh, y sabes que esta será
Tu última caída
En la escritura de josé eugenio primero aparece un trans que un autor transfronterizo, primero dios. “noche de estreno” (fragmento):
y no podía cerrar su pantalón
no podía caminar
carajo
era una vida realmente triste la del hombre de la verga
grande
sufría: no tenía inspiración
ni un buen vino ni un buen paisaje en la ventana
por fortuna junto a una buena botella llegó bernardette
que no se aparecía desde aquella vez cuando la
abandonó
―con las reservaciones de un viaje a hawaii—
un ejecutivo que mordisqueaba la barbilla de otros
ejecutivos
bien afeitados con sacos de piel y radiolocalizadores
pero bernardette busca casos perdidos
por eso llegó aquí
y cada vez que bernardette visita al hombre de la verga
grande
se emborracha y se deja chupar las tetas pero nunca
penetrar
una eggwarmer resentida en busca de consuelo
que huye cuando ve a alguien tan necesitado como ella
y el macho egoísta que llora y patalea
se queda solo con su vergota
uf
: como muchos que nos hemos quedado con la vergota
así
solos solos
De donde sea que venga josé eugenio sánchez, en algún punto del camino se habrá encontrado con George Milburn (Un pueblo de Oklahoma), Sherwood Anderson (Winesburg, Ohio), igualmente con Sam Shepard (todos sus libros, inexplicables, distantes cosmo-explosiones que te inundan los ojos de una luz extraña y a la vez familiar). A ellos habría que sumar a todos los nietos y bisnietos de Whitman (la frase no es mía, es una aliteración alterada de Neeli Cherkovski): Charles Bukowski, Allen Ginsberg, John Wieners, Lawrence Ferlinghetti, James Broughton, Harold Norse, Phillip Lamantia, Bob Kaufman, William Everson, Gregory Corso y los demás beats que no menciono aquí por evidentes. También con otros poetas gringos, estos sí todavía en vida, que han traspasado la frontera, las fronteras, qué más da, sin poner atención en las líneas supuestamente divisorias donde empieza una literatura y termina otra: Kent Johnson (Because of Poetry I Have a Really Big House), Alan Catlin (Satan’s Kiss), Anthony Seidman (todos sus libros, desde Where Thirsts Intersect hasta That Beast in the Mirror y Black Balloons).
Podría transcribir, al parecer eso es lo que mejor me sale en esta vida, transcribir, esa reinvención de la mítica On the Road, que josé eugenio logró en jack boner and the rebellion, libro que se puede leer como una película, o que se puede ver también a todo lo largo como un interminable pergamino semejante a aquel en el cual se escribió originalmente la novela beat, la más manoseada de todas las novelas de todos los tiempos —comienzo a ser un viejo: siento que está cada vez más cerca el día en que nadie, y cuando digo nadie: es nadie, abrirá esa o cualquier otra novela que se halla escrito y que el mundo implosionará al interior de una furiosa pantallita de un smartphone, y que un bobo o una tarada enclochados a su iphone provocarán lo que hombres y mujeres de malas, culerillos y bitches sin mejor cosa que hacer, siempre han anhelado en el fondo: la súbita extinción de la especie.
“jeroglíficos para la eternidad”
al pie de un gran árbol
donde los viejos artesanos terminan el trabajo que
dejaron inacabados al morir
jack saca de su chaqueta un cigarrillo
y lo enciende
el próximo instante es apenas un destello de lo que
sucede ahora
y lo importante es no quedarse con nada
e ir por cosas distintas
que no tengan que ver con lo que has hecho
nada es nuevo
nada es eterno
sólo lo eterno es nuevo
vivimos en un lugar siniestro
***
Me quedan algunas, últimas certezas: estar cada vez más harto de mí, ser cada día, ya lo dije, más viejo pero, con un poco de suerte, ser menos solemne y un poco menos pendejo.