Yo trabajaba de guionista en Antena 3 TV cuando la cadena pertenecía a Mario Conde. La consigna era que en nuestros sketches (nombre cosmopolita que les dábamos a nuestros sainetes y astracanadas) podíamos meternos con todo el mundo, “salvo con el Rey, el Papa y Mario Conde”. Bien mirado, era una selección impecable: el máximo representante estatal, el máximo representante religioso y el dueño de la empresa. En el transcurso de aquella temporada, un 28 de diciembre como hoy, cayó Conde, y a vuelta de vacaciones preguntamos si ya podíamos meternos también con él. No recuerdo la respuesta, pero sí que tuvimos piedad: no terminamos haciendo leña del dueño caído.
Han pasado dieciséis años y los tres han tenido su peripecia. Mario Conde ha experimentado la cárcel y ha salido de ella transformado en una mezcla de Paulo Coelho y el Lute. El anterior Papa murió y su hábito (aunque más cortito, y con zapatos rojos) lo ocupa otra persona. Por su parte, el Rey se ha ido desvaneciendo en su trono y han empezado a crecerle los enanos republicanos (el guionista chusco que sigo llevando dentro me empuja a precisar que nuestro primer antimonárquico de facto, Jiménez Losantos, es la excepción que no crece; a él, por cierto, Mario Conde lo echó de su radio, igual que ahora los representantes españoles del Papa).
Puede apreciarse que, a partir de la llegada de Zapatero al poder y de la muerte de Juan Pablo II, ha decrecido la presencia mediática del Rey y el (nuevo) Papa. Benedicto XVI, sin duda, es menos mediático que su predecesor; y menos mediático también que él mismo en su versión Ratzinger. La gran sorpresa de este papado (el gran milagro, podríamos decir) ha sido ver la sonrisilla bondadosa que el Guardián de la Fe ocultaba. En tal sentido, le ha pasado lo mismo que a Pepiño Blanco, que ahora es un hombre feliz como ministro de Fomento. En cuanto al Rey, le ha sucedido que el actual presidente del Gobierno tiende a ocupar su espacio mediático, exhibiéndose con el lirismo del viento y con ese atributo que la Constitución le reservaba al monarca: la irresponsabilidad.
Esta Navidad, sin embargo, el Rey y el Papa han sido noticia: el Rey, porque por primera vez se ha emitido su discurso por la televisión autonómica vasca; y el Papa, porque una perturbada lo tiró al suelo en la Misa del Gallo. Por su parte, Mario Conde vende como rosquillas sus Memorias de un preso, que se habrá regalado en abundancia. Mario Conde era un hombre serio y se ha convertido en un hombre más serio (puede apreciarse en la espléndida entrevista que le hizo mi compañero Jabois). Vale para simbolizar lo que ha pasado en estos años: de la tríada, se ha abierto la veda humorística con el Rey y el Papa; pero con los Mario Conde de turno, es decir, los dueños, se bromea menos que nunca.
Sobre lo primero, no conviene engañarse. Me parece higiénico que hayan proliferado los chistes sobre el Rey y el Papa (incluso cuando los hace el cargante Wyoming); pero sus respectivas vacantes han sido ocupadas por otros tabúes: la estatal, por el pesado imperio de la corrección política; y la religiosa, por el Islam (o el miedo al Islam). Algo de ambos se ha incorporado también a los dueños. Lo que en principio es mera propiedad, mero negocio, se ha ungido de ideología; de modo que el sectarismo que padecemos es una escenificación ideológica del reparto del pastel.