Algunas noches, antes de apagar el último flexo, espero que la idea que había ido urdiendo cobre forma. A la hora de hablar de facciones poéticas, Roberto Bolaño se esmera en Los detectives salvajes en dejar claras qué corrientes campan por su mente en el gran teatro mexicano
“y ahora, me dijo Piel Divina, no había manera de no estar en uno de los dos bandos, ¿de qué bandos hablas?, susurré yo, mi pene subiendo por su escroto y tocando con la punta la raíz de su pene que ya empezaba a hincharse, el bando de los poetas campesinos o el bando de Octavio Paz, y justo cuando Piel Divina decía ‘el bando de Octavio Paz’ su mano subió de mi hombro a mi nuca, pues yo era sin ninguna duda uno de los que estaba en el bando de Octavio Paz, aunque el panorama tenía más matices, en cualquier caso los real visceralistas no estaban en ninguno de los dos bandos, ni con los neopriístas ni con la otredad, ni con los neoestalisnistas ni con los exquisitos, ni con los que vivían del erario público ni con los que vivían de la Universidad, ni con los que se vendían ni con los que compraban, ni con los que estaban en la tradición ni con los que convertían la ignorancia en arrogancia, ni con los blancos ni con los negros, ni con los latinoamericanistas ni con los cosmopolitas”.
Haga quien quiera un ejercicio de entomología y se sirva de este gran y malvado cedazo que Bolaño descolgó sobre el corral lírico mexicano y lo traslade al ranchito poético español contemporáneo: adscriba a cada escuela un vate que encaje con más o menos holgura en la etiqueta correspondiente.
Cinco páginas más adelante da cuenta Bolaño de la muerte en una reyerta del general Diego Carvajal justo después de haber cogido con Rosario Contreras, “una puta de vocación”, que también pasó a mejor vida en la balacera. Parece que la última cogida, por gracia de los dioses que se ocupan de estos menesteres, fue “larga y meticulosa”. Así lo narra el novelista chileno que se afincó en México antes de hacerlo en Cataluña: “así pasaron las horas, con Rosario y mi general enzarzados en lo que los jóvenes y no tan jóvenes llaman hoy una pisada o un guasgüis o un burrito o un palo o un clavo o un parcheo o un pa tus chicles o un pa tus tunas o un te voy a dar pa dentro de tres días, aunque ellos lo que se estaban dando era para el resto de la eternidad”.
Es lógico que tras enumerar corrientes poéticas el pinche autor se ponga a echarle un pulso al léxico y quiera atar por el rabo las formas de coger. ¿No se trata a fin de cuentas de chingar a la madre de la prosa con versos que enjarreten la deriva de la historia y nos hagan ver lo que no vemos, carajo?
Pero no acaban aquí las notas antes de apagar el flexo y perdernos por una carretera que corre a través de un bosque carbonizado, cuando buscábamos el de Jérica, en Valencia, donde un pequeño ejército de cipreses resistió el pasado verano el embate del fuego.
“Un día le pregunté en dónde había estado. Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de drogas y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría”.
Este río de Bolaño, como una vía férrea, como un camino de tierra roja, de polvo y escolopendras, de sufrimiento y sueño que seguir como se sigue una brújula inscrita misteriosamente en la sangre. Nos hemos dado un tiempo para encontrarlo. Apago la luz. Entro en el sueño.
Fotografía: Buscando el bosque de Jérica, por Corina Arranz