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AcordeónEl ‘San Telmo’ en la literatura y en el imaginario español

El ‘San Telmo’ en la literatura y en el imaginario español

El «San Telmo» navegando entre los témpanos a remolque de sus botes de remos. Pintura de Carlos Parrilla Penagos. Fuente: www.diariosur.es

1.- San Telmo, un santo marinero

La ciudad pontevedresa de Tui, pulcra y risueña, alardea de un apego especial al mar y a nuestra Armada que airea a los cuatro vientos en cuanta ocasión se le presenta. Urbe de configuración medieval declarada conjunto histórico artístico, se alza sobre una colina en la orilla septentrional del Miño, a unos 30 kilómetros de su desembocadura. Sus viejas calles ascienden tortuosamente hasta el casco antiguo, donde la catedral de Santa María, una de las más célebres de Galicia, construida durante el siglo XIII a modo de fortaleza con torres, almenas y murallas, corona el altozano, oficiando como atalaya fronteriza de la tierra portuguesa, extendida al otro costado del río.

Próxima al edificio catedralicio hallamos la iglesia de San Telmo, dedicada al patrono de los navegantes y pescadores –que lo es también de Tui, de su diócesis y de Frómista (Palencia), localidad donde éste vino al mundo hacia 1190 en el seno de una familia acomodada–. Considerada un ejemplar único del estilo barroco lusitano, fue levantada originalmente sobre la casa donde murió dicho santo, un fraile dominico que respondía al nombre de Pedro González Téllez. Algunos historiadores nos llaman la atención sobre el hecho de que el tal fraile “no es ni santo ni Telmo”. Lo cual, aunque de entrada pueda provocarnos estupor, no deja de ser cierto. Respecto a la santidad, nos consta su beatificación en 1741 por Benedicto XIV, pero al día de hoy su canonización oficial sigue pendiente, si bien la Iglesia reconoce el culto universal a San Telmo. En cuanto al seudónimo, la confusión proviene de la propia gente de la mar, que le atribuyó idéntico patrocinio que en el sur de Italia ostentaba el protector de los marineros, San Erasmo de Formia, cuyo nombre derivó, por corrupción lingüística, en el de Sant-Elmo.

Bajo la tutela de su tío y preceptor, don Tello Téllez de Meneses –quien pocos años después llegaría a ser el obispo de Palencia–, Pedro González cursó estudios científicos y humanidades en el que sería el germen de las primeras universidades en la cristiandad latina, el Studium Generale de la metrópoli palentina. Luego de graduarse, abrazó el estado eclesiástico. Puede afirmarse que era un hombre al que el mundo y la suerte le acompañaban. Por entonces, no obstante, el carácter del joven distaba mucho de ser el que se atribuye a quien ordinariamente se identifica como un hombre de Dios. Su vanidad y su pasión por la vida frívola y placentera la recogían las crónicas de la época al describirle como “un mancebo gentil y donairoso de fresco temple y muy dado a la ostentación”. Pero el Destino, como a Saulo de Tarso camino de Damasco, le estaba aguardando para alterar de raíz el rumbo de su existencia. Fue un día de Navidad, justo aquel en el que celebraba su nombramiento como deán de la catedral de Palencia. Marchando sobre un caballo pomposamente enjaezado, Pedro avanzaba en medio del fervor popular, cuando al picar espuelas, su montura resbaló en la nieve, dando con él y sus galanos arreos en el lodazal callejero, ante la hilaridad y las burlas de quienes minutos antes le ovacionaban y adulaban.

Este golpe fortuito a su arrogancia fue el punto de inflexión para dar a su vida un giro de 180º. En busca de la humildad, renunció a su cargo de deán e ingresó como novicio en la Orden de los Predicadores fundada por Santo Domingo de Guzmán. La tradición cuenta que pronunciaba a menudo una frase, a modo de jaculatoria: “Gracias Señor, qué bueno eres conmigo, porque me has humillado”. Convertido en predicador y misionero, inició su apostolado visitando los pueblos de Castilla, Aragón y Portugal. Su nombre empezó a ser conocido y arropado en una aureola de santidad, hasta tal punto que doña Berenguela lo hizo llamar para ejercer de confesor de su hijo Fernando III. Sólo que el Rey Santo, inmerso en las campañas de Andalucía contra los moros, fue más allá y le nombró también capellán de sus ejércitos. En 1234, todavía entre soldados, Pedro fue testigo del sitio de Córdoba, capital del califato homónimo.

Al concluir su servicio en las milicias cristianas y después de una nueva estancia en Portugal, decidió dirigirse a Asturias y Galicia para predicar entre la gente sencilla, ayudando a campesinos y pescadores. Estos últimos no dudaban en recurrir a él para que intercediese ante el Altísimo a la hora de soslayar los peligros de las tormentas. Sensible a sus penalidades y a la angustia de sus familias cuando salían a faenar, Pedro les consiguió subsidios de las arcas reales, instaurando así las primeras cofradías de gentes de la mar. Ya anciano, asentado en Tui tras su tan largo como virtuoso recorrido vital, quiso peregrinar a Compostela, donde deseaba exhalar su aliento postrero. Pero la fiebre le venció en Santa Coloma, obligándole a retornar sin conseguir su objetivo. Agotado, falleció el 15 de abril de 1246 y su cuerpo fue enterrado en la catedral de Santa María de Tui. En su sepulcro, reconstruido en 1579, se lee: “Aquí reposa San Telmo, el patrón de los navegantes”.

La fama de su ejemplar andadura por este mundo trascendió más allá de su muerte, alimentada por la devoción popular de gallegos y portugueses, siempre dispuesta a presumirle milagros, especialmente aquellos que se concretaban en escapar ilesos de tormentas marinas y naufragios. La tradición dominica recoge incluso relatos de prodigios ocurridos en vida del fraile beato. Así al menos reflejan los pliegos de la diócesis de Tui la vida y la obra de Pedro González, tenido por santo ya antes de su óbito. Los marineros, que decían ver su figura entre las ráfagas luminosas sobrevenidas en los mástiles durante los temporales, le invocaban con reverentes promesas a fin de sortear el peligro y llegar a buen puerto. Una costumbre, por cierto, que se ha perpetuado hasta nuestros días extendida por todo el orbe. Para muestra de ello, un botón: en la mayoría de los puertos de mar existe un barrio marinero cuya parroquia está consagrada a la veneración de Pedro González Téllez, el dominico de Frómista, alias Telmo.

 

2.- El acervo literario del ‘San Telmo’

En la estatuaria, San Telmo es representado a menudo envuelto en el hábito de la orden dominica, portando sus atributos: un largo cirio en la mano diestra y un barco en la izquierda, con los cuales ofrece respectivamente luz y protección a los navegantes. Así lo exhibe también el museo Naval de Madrid en la recreación de un posible mascarón de proa del San Telmo, nave capitana de la llamada División del Mar del Sur, una flota de cuatro unidades náuticas que partió de Cádiz el 11 de mayo de 1819 hacia El Callao (Perú) con la misión de reforzar a las tropas realistas que batallaban contra los insurgentes criollos de ultramar. A la postre, los cuatro buques enfrentarían por separado azares diferentes, de los cuales el único de consecuencias insospechadamente fatales fue precisamente el sufrido por el San Telmo, dado por perdido en las tormentosas aguas del cabo de Hornos a finales del invierno austral de aquel mismo año.

Y así, perdido y velado por las brumas del tiempo, continúa hasta el día de hoy. En la prensa local de Cádiz tan sólo hallamos una alusión a aquella escuadra naval. Una semana después de su partida, el Diario Mercantil publicó una oda titulada A la expedición de ultramar. Transcurrieron las semanas, los meses y los años. Y, ante la ausencia de noticias sobre el San Telmo, el imaginario popular no halló mejor entretenimiento que especular con el –a todas luces funesto– destino del navío, cuyo casco negro había provocado antes de su partida lúgubres pensamientos, fantaseando con sus apariciones sin cuento aquí y allá, equiparables, en sentido lato, a las del célebre holandés errante, el barco fantasma de la pavorosa leyenda, condenado a vagar para siempre por los océanos del mundo sin poder volver a puerto.

Actualmente, a punto de cumplirse los dos siglos de su desaparición, el cúmulo de hipótesis, conjeturas, cábalas, sospechas y suposiciones no hace otra cosa que aumentar infructuosamente. Su último derrotero, al menos oficialmente, permanece sin esclarecer. De modo que, a falta de resultados concluyentes, el campo queda libre a la imaginación de cada cual. Un reto que la literatura, aunque con cuentagotas, no ha desdeñado. “¡Para el marino que, yendo embarcado, pierde la existencia, no hay más tumba que el mar!”, apunta Antonio de San Martín, quién a continuación se descuelga con la interrogante crucial: “¿Cuál ha sido el final del Buque Negro?”. Y, claro está, la subsiguiente pregunta prioritaria es: ¿quién fue este Antonio de San Martín?

Hagamos, para responderla, un poco de historia. El 2 de febrero de 1954 apareció en el periódico La Vanguardia (entonces Española) un artículo de Pío Baroja que el escritor donostiarra había incluido veinte años atrás en su obra Siluetas románticas, donde compilaba 37 semblanzas de personajes decimonónicos. Se trata, sin duda, de un documento de primera mano para comprender el enmarañado e interesante siglo XIX español. Todos los retratos son excelentes y quizá el más llamativo de la serie sea el publicado por La Vanguardia, el único que no se refiere a un ser humano, sino a un buque: El final del navío San Telmo, título que figura en este repertorio barojiano con fecha del 4 de enero de 1934.

Sucede que, en el Madrid de los años 30 de la pasada centuria, Baroja frecuentaba la tertulia literaria de una librería de la calle Jacometrezo, donde coincidió en cierta ocasión con el ingeniero Luis Valderrama. Fue éste quien, a renglón seguido, le puso al tanto de la historia con final inconcluso del San Telmo, aviniéndose a prestarle un libro de referencia: Glorias de la Marina española. Episodios históricos. Su autor no era otro que Antonio de San Martín, novelista de notable tirón popular durante el último tercio del siglo XIX, a quien el propio Baroja conocía de sobra por haber leído algunos de sus folletines 40 años atrás, en su época de estudiante de medicina. Entre los episodios en cuestión figuraba el denominado Viaje a la eternidad, en el cual San Martín elucubraba sobre lo ocurrido con la nave capitana de la División del Mar del Sur, vista por última vez mientras libraba su postrer combate contra los elementos naturales desatados, entre el frío inclemente y la tenebrosa oscuridad del invierno en las aguas antárticas.

Nacido en La Coruña en 1841, Antonio de San Martín cuenta con una vastísima producción de narraciones de corte histórico (alrededor de doscientas) siempre ajustadas al marco del folletín, un género dramático de ficción caracterizado por los argumentos poco verosímiles, la simplicidad psicológica y un ritmo de producción intenso, elementos todos ellos reconocibles en las novelas por entregas, las cuales se pagaban a los autores por folio escrito. Consecuentemente, éstos hinchaban el estilo hasta caer en la prosopopeya, recurriendo, por otra parte, a las frases sucintas y separadas con punto y aparte para ganar espacio. Esto último es ostensible de modo permanente en el Viaje a la eternidad. En cuanto a la narrativa, sobre todo en la segunda mitad de su obra, el autor tampoco escapa de los tópicos folletinescos: dramatismo y truculencia a raudales, no exentos de escabrosidad macabra en la descripción de los cuerpos momificados por el frío.

Interesado a su vez en el misterio del San Telmo, Baroja comenzó sus propias investigaciones. Pronto llegó a la conclusión de que, en su primera parte, donde San Martín aborda los antecedentes históricos, el Viaje a la eternidad estaba sólo medianamente documentado. En consecuencia, decidió recoger el guante y referir sus averiguaciones acerca de tales antecedentes, los cuales “podrían servir para un romance elegíaco”, nos advierte en la introducción de El final del navío San Telmo. Pues bien: siguiendo la tradición de algunas de sus obras circunscritas a los ambientes marítimos, el eximio escritor vasco acomete la tarea con su habitual maestría, regalándonos su prosa sobria y concisa sin que le tiemble el pulso. Cabe, eso sí, hacer un apunte final: que en Don Pío no atisbamos sombras de duda acerca del infortunio y la malaventura del Buque Negro, toda vez que a este respecto se limita a transcribir, resumiéndolo, el texto de San Martín, por lo cual concluimos que da por verídico el tétrico desenlace que el novelista gallego describe en su Viaje a la eternidad.

Pero, en definitiva, ¿qué es lo que éste nos cuenta? Pues que dos años después de la desaparición del San Telmo, un buque italiano de pasajeros, el Volturno, procedente de El Callao con destino a Europa, navegaba en aguas del cabo de Hornos cuando en lontananza apareció un gigantesco banco flotante de hielo en el cual, a medida que se reducía la distancia, se iba destacando una masa negra de contornos inciertos que resultaron ser los de un navío siniestrado, cuya proa estaba empotrada en aquella tumba gélida. En su popa podía distinguirse el escudo de España y su nombre: San Telmo. El capitán del Volturno, Pietro Foggia, acompañado por cuatro marineros y uno de los pasajeros, un español llamado Andrés de Arévalo, accedieron a la cubierta trepando por los cadenotes de la banda de estribor. Allí hallaron el cuerpo sin vida de un hombre acurrucado y momificado por el frío. Seguidamente bajaron a la cámara del comandante, donde les aguardaba un nuevo espectáculo mortuorio: dos cadáveres más congelados, el de otro hombre, tendido sobre un diván, y el de un sabueso corpulento en el suelo junto a su presunto amo.

Haciéndose con el cuaderno de bitácora, Foggia y Arévalo pudieron desentrañar más adelante lo sucedido. Visto que era imposible librarse del abrazo mortal de aquel témpano imponente, la tripulación y los oficiales del San Telmo optaron por correr el albur de atravesar el océano a bordo de las lanchas de salvamento. Algo a lo que el comandante y el condestable se habían negado rotundamente, al entender que era su deber no abandonar el barco. Finalmente, dejándoles a ambos víveres para dos meses, el resto de la dotación se hizo a la mar en los botes y nunca más se tuvieron noticias de ella. Baroja deduce, con lógica incontestable, que ninguno llegó a tocar tierra conocida, pues en tal caso su odisea hubiera tenido una vasta resonancia pública. Y Antonio de San Martín concluye así su relato: “El condestable se llamaba Matías Álvarez. ¿Quién era el comandante? ¿Porlier, Toreno o don Blas de Arana? No se supo”.

Una aportación reciente, de todo punto digna de mención, al acervo literario generado por la pérdida del San Telmo, es la que lleva por título Sudario de hielo, primer premio en el concurso Relatos del Mar convocado por el ayuntamiento de Carreño (Asturias) en su edición de 2010. Su autor, Luis Mollá Ayuso, militar de carrera –es capitán de navío de la Armada, especialista en comunicaciones navales– desarrolla su ya extensa producción narrativa dentro de la temática marinera con obras de argumento real, de ficción o a medio camino entre ambos, bien sea mediante la novela histórica, la biografía novelada, el ensayo o la pura recreación fantástica.

Los valores literarios de Sudario de hielo son indiscutibles. Heredero, sin pretender disimularlo, de los relatos de Antonio de San Martín y de Pío Baroja –su línea argumental es, esencialmente, un calco de la de ambos–, traspasa su órbita al introducir  un elemento, el de los cazadores de lobos marinos, extraño por completo en la historia oficial del descubrimiento de la Antártida.

Con un ojo en el dato real y otro en el inventado, Mollá opta por la narración en primera persona a través del capitán del clíper Esperanza, el canadiense Cornelius Megan, cuyo hilo discursivo trenza el autor con un conocimiento de causa implícito en su condición de marino de nuestra Armada, sirviéndose a la par de un verbo fluido y una notable erudición histórica. Megan, personaje homólogo de Andrés de Arévalo, acaba, como éste, hallando al San Telmo envuelto en su sudario de hielo, pero mediando una diferencia significativa: que, al contrario que el español, el canadiense conoce de antemano lo sucedido al buque hispano siniestrado por una conversación de taberna casual en Puerto Balarce, Argentina, con un viejo lobo de mar, quien, mucho tiempo atrás, había socorrido en su propia casa a un superviviente del navío insignia de la División del Mar del Sur.

Ahora bien: ¿cuál había sido la peripecia corrida por el mencionado superviviente? Pues, ni más ni menos, la de haber logrado llegar a tierra firme marchando a pie sobre la helada banquisa hasta apropiarse de un bote perteneciente a los cazadores de focas, después de desobedecer la orden de permanecer en el navío y desertar. Y ésta última es, precisamente, la propuesta más audaz del breve relato de Mollá, aunque lo haga muy de refilón: descorrer el denso velo de una historia antártica no reconocida o, en el mejor de los casos, francamente nebulosa. A saber: la de la presencia de indígenas fueguinos en las tierras del continente blanco con anterioridad a su descubrimiento oficial.

 

Este texto, con algunas variaciones, es el capítulo 8 del catálogo de la exposición En memoria del San Telmo, el navío desaparecido en el hielo (1819-2019). Inaugurada el 11 de abril, estará abierta hasta el 31 de agosto en el museo Naval de San Fernando, Cádiz, España.

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