El doctor Johnson dejó dicho que el Burdeos era no más que una bebida de muchachos, pero basta una ojeada al nomenclátor bordelés para apreciar la huella de la pasión británica. Ahí hallaremos el Château Palmer de un general inglés, el Smith Haut Lafitte de un escocés, los Barton –Lagoa y Léoville- de una familia irlandesa, los ventanales tudor de Cantenac-Brown… En 1945, año de la Victoria, el barón de Rotschild encargó una etiqueta para llevar a su Mouton la “uve” triunfal del gran Winston Churchill. “Por capricho de Dios”, aquella fue la cosecha del siglo[1].
No es fácil decidir cuál es el vino más inglés -¿Burdeos, jerez, madeira, oporto?-; en cambio, sí es fácil recordar, con Alec Waugh, que el Burdeos fue el más antiguo de los vinos de Inglaterra. No en vano, durante trescientos años, desde 1152, aquellas tierras gasconas pertenecieron a la corona inglesa, preciada dote de Leonor de Aquitania al casarse con Enrique Plantagenet. Por supuesto, a fuer de puntillosos, habría que decir que el primer vino inglés fue en realidad el de la propia Inglaterra: como informa Desmond Seward en su tratado sobre el monacato y la vid, las órdenes religiosas llegaron a cultivar en las islas cientos de viñedos, y de ahí, quizá, la fama de borrachos que tuvieron los ingleses en Europa ya desde tiempos del Medievo.
De vuelta al otro lado del Canal, el Burdeos representa una mezcla de afanes tradicionalmente ingleses, del comercio al esnobismo, de las rutas marítimas al amor por el alcohol o esa excentricidad de seguir llamando claret a vinos cerrados, que pueden tardar décadas en alcanzar su momento de amabilidad, su mediodía de placer. En la presunción de que es denominación elegante y de bon ton en tierras británicas, no pocos embotelladores bordeleses incluyen aún la palabra claret en las cajas consignadas a Inglaterra.
Las guerras y las restricciones comerciales asfixiaron con frecuencia las exportaciones de Burdeos; sin embargo, nunca lograron aminorar su fama, su reputación de calidad. Consideremos que los vinos de Alicante o los cigarrillos turcos, por ejemplo, causaron furores puntuales, pero nunca superaron los vaivenes de las modas. El Burdeos sí lo hizo: tanto, que Swift confiesa tener “apetitos tristemente vulgares” por preferir el blanco portugués antes que el claret.
Si los ingleses habían bebido Burdeos de modo inmemorial, es sin embargo a finales del XVII cuando el vino del Médoc empieza a parecerse al que bebemos hoy, el mismo que hizo arrobarse a un John Keats. Antes, el querido Samuel Pepys alaba el Ho Bryan, nada menos que el Haut Brion, de la parte de Graves, uno de los grandes crus de hoy y de siempre. Y si bien las guerras recurrentes con Francia llevaron al Oporto a la consideración de vino patriótico, el mismo primer ministro Walpole gastó fortunas en traficar –cabe alabarle el gusto- con Lafitte y Margaux. El amor del Burdeos unió lo incompatible: románticamente, los jacobitas escoceses alzaban la copa por encima del lavamanos, y bebían a la salud de su rey, exiliado al otro lado del mar.
Ya a mediados del XIX, en plena clasificación de los pagos bordeleses, Inglaterra contribuyó a fijar los precios que a su vez fijaron la distinción entre los distintos crus, motivo principal por el cual hoy se sigue pagando mucho más por una botella de Haut Brion, Latour, Lafite o Margaux, pongamos, que por una de Rauzan-Ségla o Léoville-Poyferré. Con todo, hubo un momento en que la fama de calidad del Burdeos perdió fuerza: Gladstone contribuyó a crear el Gladstone claret como vino de pasto en detrimento del suministro imperial de Sudáfrica, y la familia Gilbey –célebre por sus ginebras y su cura- logró en pocos años inundar literalmente de Burdeos las casas de la clase media. Ante esta irritable constatación, la clase alta volvió a su hock alemán y a su champaña. Por sorprendente o dégoutant que parezca, la reina Victoria tomaba su claret con whisky, como su hijo lo tomaría con stout. A esa altura estaba su finura. Tanto cambiaron las cosas que el esnobazo Alan Clark, sólo hace unas décadas, dejó dicho que ningún Burdeos valdrá la pena si cuesta menos de cien libras. En fin, el Lord Marchmain de Brideshead cree que podrá evitar la muerte porque siempre ha bebido fine claret.
Curiosamente, y pese a su raíz bordelesa, los vinos blancos dulces del Sauternais nunca lograron la misma golosinería en Inglaterra que sus hermanos tintos: fueron una y otra vez –como lamenta Alec Waugh- vencidos por el oporto al final de las comidas. Pero en todo hay justicia: el brindis de la boda entre Carlos de Inglaterra y Diana de Gales se hizo con el baño de lágrimas doradas de un espléndido Château d’Yquem. Fue el trago más dulce de su matrimonio.
[1] Hay una cierta tradición de heroísmo en la viticultura francesa. Cuando Alan Clark quiso seducir a Lord Owen para arribar a las orillas del partido tory, abrió en su honor un Latour de 1916. Otros testigos aseguran que fue un La Mission Haut Brion de la misma cosecha. La fecha es relevante: con media Francia a punto de morir en Verdún, vinificar era un propósito tan impropio como “componer una sinfonía en pleno dolor de muelas”.