I. La escritura de Paul Celan se tensa siempre en una casi imposible travesía, un pasar a través en medio de la incertidumbre. Sobre la página, contemplamos palabras flotantes, estalladas o en vuelo, como un remolinear en torno del espacio eclipsado que clama su fisura de luz en medio de infinitas tinieblas y tensiones. “Pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero” es lo que ha debido hacer la palabra poética, dice el poeta, por ejemplo, en la conferencia de Bremen[1]. Creemos que es ese mismo pasar, e incluso las sacudidas de ese paseo, lo que la pintura de Ignacio Oliva desea transmitir. El acto pictórico construye, por decir así, una paulatina transitividad, que al tiempo –o al paso– configura, también, el comienzo –al menos la posibilidad– de una relación: relación en la extensión. Las pinceladas marcan, como las letras de un poema, el rastro irreductible; el paisaje es el texto, levantado con el tejido gestual. El espectador, por su parte, ha de encontrarse ahí. En ese espacio rítmico.
Es cierto, igual que acontece en la poesía de Celan, apreciamos en la serie de óleos titulada Conversación en la montaña parecidas fisuras, similares arrasamientos, albores de iluminación y negación, compulsiones de luz: Lichtzwang. El gesto del pintor se despliega en enigmáticos bloques en tránsito, veladuras, cubrimientos, erráticas apariciones de tonalidades persistentes, pinceladas dispuestas paralelamente, como en la típica parataxis celaniana. En fin: humedades y cenizas, flujos, turba, ocres: madera a los bordes del camino, flores y plantas quizás agostadas por el estío, quemaduras, colores mojados que salvan a duras penas lo real. Como formas de una persistente invocación que busca lo que, parafraseando al poeta, tal vez ni siquiera (se) presiente; lo que no (se) puede ya (todavía) pensar.
He aquí un asunto que preocupó intensamente a Martin Heidegger, el del sujeto volcado hacia un afuera de conocimiento siempre aún por explorar, o meditar. El filósofo, como sabemos, consideraba que todo ser es un Da-sein. Esto es: que está en un ahí, y por ello va hacia y en la exterioridad. Respira. Con lo Otro y con los otros. Se trata de una experiencia que Celan resumió con una expresión memorable: cambio de aliento. Así pues, cada yo es (en) el acto de su relación tendida hacia el afuera y el mundo, hacia eso que llamamos lo otro. El poeta, gran lector de Heidegger, también lo dice a su manera, acaso más dramática:
“El poema quiere ir hacia algo Otro, necesita ese Otro, necesita un interlocutor. Se lo busca, se lo asigna.
Cada cosa, cada hombre es para el poema que mantiene el rumbo hacia ese Otro una forma de ese Otro.”[2] .
Mantener el rumbo hacia otro. Diríamos, pues, que el modelo poético de estas pinturas de Ignacio Oliva no es otro que el principio hermenéutico que Heidegger elaboró, y que Celan no dejó de rumiar y transpirar: la escucha. La escucha del Ser depositado en el lenguaje o en el gesto pictórico. El escrito poético, el trazo, constituyen el secreto de ese encuentro invocado del que Celan también habló:
“El poema está solo. Está solo y de camino. El que lo escribe queda entregado a él.
¿Y no está el poema precisamente por eso, es decir, ya aquí, en el encuentro, en el secreto del encuentro?”[3]
Como el poema, esta pintura. Los dos responden a una subjetividad que se ha abierto al otro. A un tú –interlocutor, lector, contemplador, incluso uno mismo en tanto que íntima extrañeza– que se vuelve organizador y activo participante en esa densa materia poética (ya sea signo lingüístico o gesto pictórico), ahora reactivada. La voz poética siempre está partida, repartida, en partida: en una infinita conversación. He aquí el auténtico principio de composición de la serie. No se comprenderá sin prestar atención a las diferentes voces, a las relaciones que ahí se entrelazan y pliegan. Todo ello bajo el punto de vista de que estas relaciones no son el objeto, sino el resultado de la lectura, de la interpretación –en su más hondo sentido, el que atañe, por ejemplo, al campo musical–. El texto, el tejido, consiste precisamente en la composición de las diferentes voces que forman las diversas participaciones del paisaje-pintura. El rastro de una cosa dentro de otra, al contacto con otra, plegándose o mezclándose, rozándose en otra. Hilo, rastro, rayo, red, hilado, velo, humedad, membrana, estría. Este es el campo semántico que define el territorio de Paul Celan. No está nada lejos del que delimitan los óleos de Conversación en la montaña.
De este modo, Conversación en la montaña, al igual que Los papeles del Mar Muerto, apunta una dimensión primigenia de la pintura, allí donde ésta no pretende ninguna representación, no quiere ser mímesis. Quiere ser realidad; pura facticidad plástica, claro está. Signo que ya no sigue a una realidad previamente definida, sino que se proyecta a sí mismo, y en ello aspira a constituirse en realidad. Contemplando estos óleos y estos papeles sentimos que estamos en el mundo aún sin las cosas. No hay el aislamiento orgulloso y triste del objeto. No se ha dado todavía (en) la distancia. Como si persiguiese las primeras presencias cifradas del mundo y nada más, o todavía nada más: una sombra, una fisura, la exaltación de una luz primitiva. En esta pintura respira la incertidumbre esencial que reposa en la profundidad del espacio. Y el fenómeno ilocalizable de la ubicuidad del mundo en la movilidad de la mirada. Se trata de una percepción aún no tematizada, sin perspectiva, sin contorno. Allí el espacio del mundo es un tejido lumínico y un contacto poroso, oscuro, un texto enigmático.
Hay un arte que quiere ser el retorno a este lugar perdido, a esta pureza central. Entre un incesante intercambio de gestos y pinceladas, de maneras que va trenzando el entrelazado visual. Retícula, celosía: cada mañana descubrir con la misma sorpresa el levantarse del día en el trazo ritmado de las luces y las sombras. “Ritmo incapturable, esbozo provisorio de todos los ritmos del mundo” (Henri Maldiney). Fuga perpetua del instante presente capturado en su instantaneidad, en su modo líquido y lumínico en las rejas del trazo plástico. Ambigüedad del impulso que la mano –y no el cerebro– dirige, en este su eterno recomenzar. Su ponerse en camino: su trazado. La única respuesta: el gesto ritmado, un cierto designio coreográfico. El contrapeso, el ritmo, modular la respiración. Dice Celan, en un poema titulado ‘Strette’: “Lies nicht mehr- schau!/ Schau nicht mehr –geh!” (“No leas más – ¡mira!/ No mires más – ¡ve!”). Solo queda avanzar en la extensión que es el texto o el cuadro. Las acciones de leer y mirar han de corresponderse con la ambigüedad de la extensión, que a la vez es signo escrito, trazo entrelazado: tejido, y paisaje.
Es este un movimiento –presente en las dos series que muestra Ignacio Oliva– en cierto modo sin arjé, sin principio ni fundamento. Movimiento abierto, ilimitado. No obedece en absoluto a ninguna voluntad de cierre o de definición. Más bien a la insinuación y las lejanías. Pasajes indivisibles y furtivos corren por él. Estallidos, emboscaduras y temblores. Emanaciones. Vibración, dispersión más allá –antes– de toda forma asignable. Fuga de vida. Momento trémulo de la aparición, y presencia turbadora. No es posible aquí la acción finalizada, perfecta, cerrada en sí misma; solo la escucha. La tensa atención, la vigilancia, la espera. Dice Celan: “Cuando hablamos así con las cosas estamos siempre preguntando también por su de dónde y su hacia dónde: en una pregunta ‘que queda abierta’, ‘que no llega nunca a su fin’, que apunta hacia un espacio abierto, vacío y libre; estamos muy afuera, lejos. El poema busca, creo, también ese lugar”[4].
Lo material sensible ha de buscar, pues, este su lugar; su habitación y hábito a través de la irradiación de aquella línea o límite de luz. Ha de clamar por su ventura y, una vez conseguida, concentrarse en su elocuencia y elogio. La oposición primordial es la que se da entre el fondo y el ritmo. Toda obra es un rítmico respirar, rítmico texto o tejido, o textura. Hecho ya única ola, onda única que avanza poco a poco. Pues la forma no existe más que en su perpetua formación. A ese espacio de presencias impalpables algunos lo consideraron sagrado. Con temor y estremecimiento trataron luego de imponer los hombres una otra presencia: sus signos, los trazos frágiles de sus gestos. Acaso el primer pacto en medio del desierto de las apariciones. Hacia aquí apuntan Los papeles del Mar Muerto.
Tal vez, también, en el fondo, se trate de una cuestión de escala, y toda materia sea, en fin, como un mar, un desierto o una montaña en potencia. Viejo tema, el del desierto y la montaña como símbolos de un obstáculo ante la conciencia, incluso como bloqueo de toda salida. Ambivalencia de la ayuda y del obstáculo que los espacios resistentes siempre trazan: entidades por dominar, dominios que nos dan también el ser de nuestra pericia, de nuestra energía. La arena infinita, la montaña insalvable encarnan la prohibición del tránsito hacia una presencia que ellos mismos ocultan o defienden, pero que, a la vez, incluso, sugieren; siquiera sea por vía negativa, como quien dice: en su reverso. Y, sin embargo, ese carácter liminar es de todo punto determinante, regulativo; constituye, en fin, el principio mismo –como dejó dicho Heidegger– de la posibilidad de habitar.
Porque el ojo hace el esfuerzo de buscar, sobre la duna de las cosas, enfrentado a esos volúmenes fugaces, a esas formas como pantallas o sombras aparentemente infranqueables, la oscura posibilidad de una falla, un punto de inserción; una brecha apta para dejar que se perfile la línea de la mirada. “La atención es la oración natural del alma”, declaró Celan en su discurso del premio Büchner: “La atención que el poema intenta dedicar a todo lo que viene a su encuentro, su agudo sentido para el detalle, para el perfil, para la estructura, para el color, pero también para ‘las convulsiones’ y las ‘insinuaciones’, esto no es, creo, ninguna conquista del ojo rival (o aval) de aparatos cada día más perfectos, es más bien una concentración que recuerda siempre todas nuestras fechas”[5].
Lo que aquí se forma es, entonces, un conjunto de proyecciones que no sólo no niegan la condición de lo real, sino que se disponen con el objeto de propiciar una vía que permita precisamente concebirlo, profundizarlo, sutilizarlo. Un encaminamiento y a la vez una atención extremadamente exigentes que consisten en un dejar acudir al lugar toda la complejidad de un territorio con fronteras indefinibles y que dispone de toda su ambigüedad en la misma medida en que se mantiene y nos mantiene al margen de cualquier certidumbre confortable. Allí, en fin, el (entre)ver plástico se vincula con la paciencia, con la presteza, la perseverancia y el ardor suficientes para mantener la mirada, el cuerpo y la mano en medio de una relación que presupone la reciprocidad y al tiempo la fluidez del sujeto y del mundo. Coreografía estricta de las formas emergentes. “El poema –sigue Celan– se convierte –¡bajo qué condiciones!– en poema de quien –todavía– percibe, está atento a lo que aparece, que pregunta y habla a eso que aparece. Se hace diálogo, a menudo es un diálogo desesperado”[6].
La obra también es, por ello, un llamamiento que invoca la presencia del dios del lugar, de los manes de tierra-cielo. Pasión de lo elemental. Y lo material sostiene así su vocación espiritual. Una obra, no hay duda, es un convocar ese espíritu, un clamar en el desierto antes del tiempo de la fecundación del material sensible por la idea del espíritu. Por eso la materia se tensa al máximo en esa espera en que ella misma fuerza sus lindes hasta la ruptura. La emanación de la forma forja el ritmo mismo de la materia, la articulación rítmica de sus potencias y sus resistencias.
El espacio, cualquier espacio, solo está, en suma, dibujado por las tensiones que lo constituyen. Cada fibra o flujo de espacio es el lugar de reencuentro o de reajuste de sus horizontes. Respiración, contrapeso. De un ritmo de resistencias y de potencias nace el espacio mismo de la obra, un mar de espacio, el más estricto de todos los posibles. La obra deviene, entonces, no solo la liberación de una apariencia, sino la aparición misma de una esencia que se muestra. Y cuando ella entra, por decir así –y usando una expresión ya conocida– en el mundo de la vida, no queda retenida en esto cotidiano. Sucede, más bien, que lo cotidiano se sobrepasa o se supera hacia una nueva y más alta dimensión de la presencia, alzada como en una única onda que todo lo abarca, interior y exterior, el yo, el ser, las cosas, su dibujo, su gesto. Los papeles del Mar Rojo nos ofrecen la visualidad como una variable infinita, duna errante. Haz de entrelazados potenciales, virtualidades que se consuman o no. Relaciones de función. Cuando la forma no es más que el estado precario de una movilidad fundamental. Y entonces, porque el movimiento es universal y diversamente variable, toda forma se muestra inconstante, inconsistente: fluida. No hay más ley que el cambio. Las relaciones determinantes adquieren juego, admiten una incertidumbre, se movilizan a su vez. Los mundos aparecen relajados, disueltos, desvanecidos. Impermanentes. La pintura es una desintegración, o una emergencia. Engendra una realidad segunda y escandalosa donde la lógica razonable se halla en falta, se siente desorientada, impotente. Un universo fluido y metalógico. Esta pintura favorece una orientación mental que nos alienta a pensar más allá del rigor racional. Nos incita a pensar en eclipse y ruptura de los signos convencionales –sean palabra o imagen–, tal como sucedía, por ejemplo, en la práctica mística, experiencia de la noche oscura y el desierto. Experiencia, pues, íntima y secreta (el adjetivo mistikos significaba en griego, precisamente, secreto). También, sustrato primigenio sentimental y mágico de las imágenes. Aquí solo el espacio (se) expresa. En sus pliegues resuena la fecunda violencia de la presencia y la presión. La materia inmensa prensada y radiante en un pequeño papel. El rostro geológico con mirada de sangre y fuego.
II. Pero lo sabemos también –Ignacio, asimismo, lo ha recordado–, Conversación en la montaña quiere ser la evocación de un encuentro real que se produjo en verano de 1967 entre el poeta y el filósofo Martin Heidegger. Ese encuentro está entrelazado, a su vez, con una serie de textos del propio Celan, que forman con el acontecimiento una constelación de significado verdaderamente intensa, y que nosotros trataremos de delimitar.
En el verano de 1967 el poeta, residente en Francia, es invitado por el germanista Gerhart Baumann a impartir una lectura en la universidad de Friburgo –de la que Heidegger había sido, en los años del nazismo, rector, por unos meses–. El organizador contacta con Heidegger y éste asiste al recital. En la charla posterior a la lectura, alguien sugiere una fotografía de ambos, que Celan –siempre muy reticente y sensible a dejarse involucrar en asuntos que procediesen del entorno alemán– rechaza. También, por cierto, había rechazado –anteriormente– la petición de Otto Pöggeler de hacerle a Heidegger una dedicatoria en su poemario Sprachgitter (Rejas de lenguaje), ya que consideraba inapropiado que su nombre se viese vinculado al del pensador, por la participación de éste en el periodo nacionalsocialista. De manera que, cuando Heidegger –lector de Celan– invita al poeta a visitar su retiro en la montaña de Todtnauberg, en la Selva Negra, pareciera que el poeta se arrepintiese de su anterior conducta y accede, por fin, a visitar la cabaña del filósofo. Va con Baumann, que es el único de los tres que conduce. Y por él sabemos que los dos escritores pasearon por un alto camino de turba y, finalmente, hablaron a solas delante de la cabaña de Heidegger, donde se halla una fuente con un ornamento en forma de estrella. Desconocemos el contenido de la conversación, tan solo tenemos la firma que Celan dejó en el libro de visitas, antes, por cierto, de emprender con el filósofo la caminata: “Al libro de la cabaña, con la mirada a la estrella de la fuente, con la esperanza de una palabra venidera del corazón”.
Mucho se ha especulado sobre el contenido de esa conversación. Rüdiger Safranski, en su biografía de Heidegger, cuando narra este hecho especula que esa palabra venidera podría significar muchas cosas y no solo, como se acostumbra interpretar, un gesto de arrepentimiento del filósofo, o una petición de perdón ante el poeta. A esto, es verdad, parece apuntar la correspondencia de Celan con su mujer, Gisêle, en la que se comenta que Heidegger habría contestado a su petición de una respuesta, de una palabra, con un largo silencio. Esto es, no habría contestado. Sin embargo, Safranski señala que Baumann encontró a Heidegger y Celan en animada y distendida charla. Comenta también que, cuando la poeta Marie Luise Kaschnitz se encuentra poco después a Celan, lo ve, frente a lo que ya era habitual en él –las crisis depresivas– en un estado de ánimo totalmente cambiado, ufano, expansivo. Y que precisamente en ese estado alegre es en el que compone, el 25 de julio de 1967, su poema titulado Todtnauberg. De hecho, el poema parece sugerir que, al menos, hubo algún tipo de respuesta, también escuchada por el tercero en cuestión: Baumann. Y es cierto que, a partir de este encuentro, Heidegger y Celan mantuvieron una relación epistolar y varias reuniones. La última cita entre ambos se produce en la primavera de 1970, en una lectura de poesía en la que Celan acusa a Heidgger de falta de atención. Cosa que, al parecer, no era cierta, pues –tal como lo recoge el propio Baumann– Heidegger sí se había mostrado bastante atento a la lectura de Celan. Pero el poeta, en este preciso asunto, se muestra muy sensible, tal como ya había hecho explícito en el discurso con motivo de la concesión del premio Büchner, en 1960. Es un asunto que le obsesiona, pues apunta al acto mismo de la escucha y el diálogo poéticos: “Pero cuando se habla de arte –declaró- hay siempre alguien que está presente y… no escucha como es debido. Más exactamente: alguien que oye, aplica el oído y mira… y después no sabe de qué se habló”[7]. Cuando, al final del día, Baumann comenta el incidente con Heidegger, éste apuntó: “Celan está enfermo, incurablemente enfermo”. Un mes más tarde, Celan se suicida arrojándose a las aguas del Sena. Al enterarse de su muerte, Heidegger, entre impasible y piadoso, comentó: “Era demasiado débil”.
¿Qué cuenta, en definitiva, Todtnauberg? Ofrecemos del poema la versión del filósofo Félix Duque[8]:
Árnica, consuelo de la vista, el
sorbo de la fuente con el
dado de estrellas encima,
en la
cabaña,
la escrita en el libro
–¿cuyo el nombre acogido
antes del mío?–
la escrita en este libro
línea acerca de
una esperanza, hoy,
a una palabra
en el corazón
que venga
(que venga sin tardar)
de alguien que piensa,
brañas del bosque, desniveladas,
orquídea y orquídea, solas,
lo crudo, más tarde, de camino,
evidente,
el que nos conduce, el hombre,
él lo ha escuchado también,
las sendas, con traviesas, a medio
transitar, en la alta ciénaga,
lo húmedo,
mucho.
Ahora ya podemos comprobar que lo que Ignacio Oliva evoca no es, en realidad, el contenido de la conversación, que solo puede estar sujeto a conjeturas (nosotros también daremos la nuestra). Sino, más bien, el paseo que, como un escenario paisajístico, enmarca esa conversación, o su silencio: la alta ciénaga, las sendas sin allanar protegidas del abismo mediante traviesas o troncos, lo crudo o tortuoso del camino, la braña y algunas flores concretas, la humedad reinante. Como siempre sucede en el poeta, las descripciones tendencialmente objetivas abren un campo de reverberación simbólica inaferrable, que cada lector habrá de interpretar, hacer resonar en su propia e íntima conversación.
Así, por ejemplo, las flores: Arnika, Augentrost, Orchis. La primera (arnica montana) es abundante en la Selva Negra, y se utiliza, igual que la segunda, como analgésico: se emplea para aliviar el dolor producido por golpes y contusiones. La otra planta es la Euphrasia, y sirve, tal como indica su nombre en alemán, para limpiar y curar los ojos. El trasfondo de todo este interés botánico es, pues, el dolor. Sucede como si la propia belleza de las flores que capta la atención del poeta se enraizase en el trauma. ¿Cómo olvidar las continuas referencias de la escritura de Celan a una mirada dañada, a una quemazón, a las estrías en los ojos que funcionan como cicatrices de una herida, un cegamiento, un dolor del pasado nunca, sin embargo, pasado? Luego están las orquídeas, solas, individualizadas, separadas con orgullo incluso, como los dos caminantes en medio de un silencio comprometedor; o en una conversación –una llamada, tal vez de auxilio, sabemos que la situación psíquica del poeta no era buena– sin respuesta.
Luego está la fuente, con esa estrella tallada sobre el grifo, y un tronco de árbol ahuecado al modo de un caño para recoger el agua de la montaña, pues en la cabaña no había agua corriente. Por más que, tal como hemos leído, en el lugar reina “lo húmedo”, y mucho. ¿Habrá que leer esto también en relación con el trasfondo del dolor? ¿Es lo húmedo una referencia a otros líquidos, como las lágrimas, o incluso la sangre? Desde luego, no puede no haber pensado Celan en el pueblo judío, a la vista de ese motivo que culmina la fuente, y quizás también hubiese podido recordar lo que el propio Heidegger afirmó –en uno de los aforismos poéticos escritos precisamente en la cabaña, en 1947[9]–, acerca de su vida y de su tarea: que era “ir hacia una estrella. Solo eso”. ¿Lo rememoraría el filósofo en la visita de Celan ante la propia fuente? En todo caso, Celan tuvo que haberse acordado en ese momento de uno de sus poemas más memorables, publicado en un libro de 1955 (De umbral en umbral). Se trata de un texto que habla precisamente del diálogo, que impele al uso de la palabra, que incita a la conversación como única posibilidad en medio de un paisaje verdaderamente devastado. Este poema, sin duda, también ha de operar como subtexto del paseo de 1967, ahora que sabemos que el tema capital de la caminata fue justamente ése: la procura, la incitación –no se sabe si correspondida, jamás accederemos al secreto del encuentro– a una palabra… ¿curadora? El poema dice así[10]:
Habla también tú,
sé el último en hablar,
di tu decir.
Habla –
pero no separes el No del Sí.
Y da a tu decir sentido:
dale sombra.
Dale sombra bastante,
dale tanta
cuanta en torno de ti tú sabes extendida entre
medianoche y mediodía y medianoche.
Mira en torno:
ve cómo alrededor todo se hace viviente.
¡En la muerte! ¡Viviente!
Dice la verdad quien dice sombra.
Pero se estrecha ahora el lugar donde estás:
¿Adónde ahora, despojado de sombra, adónde?
Asciende. Tanteante, asciende.
Te haces más sutil, más irreconocible, más fino.
Más fino: un hilo
por el que quiere descender la estrella
para abajo nadar, al fondo,
donde se ve brillar: sobre móviles dunas
de palabra errantes.
Después está el libro de visitas. La importancia –la preocupación– del nombre: ¿quiénes habrán firmado antes que lo haga él? Ya conocemos la desconfianza del poeta en relación con las dedicatorias en los libros, manifestada justamente frente a un requerimiento que tiene que ver con Heidegger, y con la visita a Todtnauberg. Tal vez nuevo recordatorio de un rechazo que, finalmente –acaso no sin remordimientos– se ha vencido, y por eso la visita culmina, de manera algo retórica, con la firma, la sentencia enigmática y el libro. El poema juega en este momento con diferencias sutiles: “die in das Buch”, la (línea escrita) en el libro. El contraste con la posterior “die in dies Buch”: la (línea escrita) en este libro, solo puede remitir, conociendo el pensamiento de Celan – en el primer caso– al libro, el libro entre los libros que sella el mundo con la escritura, pues será abierto en el Juicio Final (cf. Libro de Daniel). Por eso tiene sentido lo que el poeta escribe en el libro de visitas, que es de algún modo parafraseado en el poema: “Al libro de la cabaña, con la mirada a la estrella de la fuente, con la esperanza de una palabra venidera del corazón.” El poema, recordamos, habla de una “línea acerca de/ una esperanza, hoy”. Esa esperanza solo puede ser entonces, frente a un tiempo de devastación (colectivo y, desde luego, personal, individual) la palabra, otra vez. Enfrente, pues, del reinado apocalíptico –en el propio nombre del lugar Todtnauberg resuena el imperio de la muerte–, Celan aguarda, espera, solicita el surgimiento de “una palabra/ en el corazón/ que venga/ (que venga sin tardar) de alguien que piensa”. En el propio uso del paréntesis se nota la urgencia que el poeta tiene de recibir una respuesta. Una respuesta que ha de venir, que tiene que venir: “que venga/ (que venga sin tardar)”. El término en alemán es kommendes, “que venga”; donde resuena una conocida expresión –un deseo– de un gran poeta-pensador que los reunió a ambos: Hölderlin. Pues, al parecer, Heidegger había invitado a Celan a la cabaña para que pudiesen recorrer juntos los lugares en que se desarrolló parte de la vida del autor de Hiperión, venerado por los dos. Esta expresión de Hölderlin –muy conocida y citada– no es otra que der kommende Gott, “el dios venidero” (al que Hölderlin alude en su famosa elegía Brot und Wein, verso 54, el dios que, desde Grecia habrá de retornar para salvar a los mortales abandonados por los celestes).
He aquí la palabra que espera Celan. Pero es esto, precisamente, lo que Heidegger no puede hacer: dar la respuesta. Y por eso mismo, tal vez, el paseo –donde, tal como la firma del libro evidencia, Celan cifraba su esperanza– se hunde en la ciénaga, en lo crudo evidente, tanto que hasta el tercer hombre, Baumann, “el que nos conduce”, también lo ha escuchado, eso crudo, ¿el qué? ¿El silencio crudo ante la falta de respuesta? Quizás la confesión de que el filósofo se siente tan abandonado como él, y en cierta forma su desvalimiento es compartido. Es curioso, unos pocos meses antes, en 1966, los periodistas de Der Spiegel le habían hecho a Heidegger –“alguien que piensa” – la misma petición. ¿Puede actuar la palabra filosófica para contrarrestar el desvalimiento del mundo? Heidegger declaró en ese momento que la filosofía como tal, en su sentido tradicional, se había vuelto inútil para tratar de entender la situación, y que, en definitiva, “solo un dios puede salvarnos. La única posibilidad disponible para nosotros es que por el pensar y el poetizar preparemos una apertura para la aparición de un dios… nosotros no podemos darlo a luz por medio de nuestro pensar. En el mejor de los casos, podemos despertar una apertura para esperar(lo)”[11].
Bien podría el filósofo haber recordado o comentado esta respuesta reciente en medio del paseo por Todtnauberg con Celan, al hilo precisamente de los requerimientos del poeta. Tendríamos entonces ahí el tema auténtico de la conversación. De esta forma, esta respuesta, una declaración de impotencia y al tiempo una confianza suprema en el acto mismo de la palabra (poética, pensante), es lo que pudo haber provocado la alegría inmediata de Celan, y quizás un cierto desconsuelo. Al cabo, es exactamente eso lo que él pensaba. Lo escribió muchas veces, por ejemplo, en el discurso de Bremen: “los poemas están de camino; rumbo hacia algo. ¿Hacia qué? Hacia algo abierto, ocupable, tal vez hacia un tú asequible, hacia una realidad asequible a la palabra”[12]. Y, lo hemos visto, en el discurso de 1960: el poema está atento a lo que aparece, pregunta y habla a eso que aparece. Se hace diálogo, a menudo es un diálogo desesperado. Pero puede que, allí en Todtnauberg, en un periodo crítico de su existencia personal, él pidiese algo más, algo distinto, algo que le sirviese en ese preciso tiempo y lugar, en su cruda vida y no en una inminencia incierta y por siempre diferida. ¿No es acaso eso mismo lo que escribe, como en un gesto rememorante que a la vez sirve para sellar el diálogo y para marcar la urgencia que tiene el poeta, en el libro de la cabaña? “Al libro de la cabaña, con la mirada a la estrella de la fuente, con la esperanza de una palabra venidera del corazón”.
[1] “El meridiano”, Obras completas, Editorial Trotta, Madrid, 1999, trad. de José Luis Reina Palazón, p. 498.
[2]Ibid., p. 498.
[3] Ibid., p. 506. (Las cursivas pertenecen al original.)
[4] Ibid., p. 507.
[5] Ibid.
[6] Ibid.
[7] Paul Celan, ‘El Meridiano’, cit. ,p. 500.
[8] Aparecida en la revista Minerva, nº 25, Círculo de Bellas Artes de Madrid. La versión original dice así: “Arnika, Augentrost, der/ Trunk aus dem Brunnen mit dem/ Sternwürfel drauf,// in der /Hütte,// die in das Buch/ –wessen Namen nahms auf/ vor dem meinen?–,/ die in dies Buch/ geschriebene Zeile von/ einer Hoffnung, heute,/ auf eines Denkenden/ kommendes (un-/ gesäumt kommendes)/ Wort / im Herzen,// Waldwasen, uneingeebnet,/ Orchis und Orchis, einzeln,// Krudes, später, im Fahren,/ deutlich,// der uns fährt, der Mensch,/ der’s mit anhört,// die halb-/ beschrittenen Knüppel-/ pfade im Hochmoor,// Feuchtes,/ viel.”
[9] Están recogidos, y traducidos precisamente por Félix Duque, en el volumen titulado Desde la experiencia del pensar, Abada editores, Madrid, 2005.
[10] Citamos por la versión de José Ángel Valente, Lectura de Paul Celan. Fragmentos, ediciones de la. Rosa Cúbica, Barcelona, 1995, pp. 47-49.
[11] Entrevista del Spiegel a Martin Heidegger, traducción y notas de Ramón Rodríguez, Ed. Tecnos, Madrid, 1996.
[12] Paul Celan, Discurso de Bremen, cit., p. 498.