Y así, Lucio querido. Cuando vienen las imágenes de joven, aparezco yo, apurado, estacionando el auto, sacando la maleta, corriendo a la cancha. Y en la puerta tú, que ya tanto me conoces porque me has visto desde niño, con mi primera Head, de madera, y me dices:
–Buenos días, señor Gonzales.
¿Por qué señor, Lucio? Si apenas tenía ¿19, 20? Si era el mismo idiota que apenas si sabía manejar. Que lo digan los Horribles, que alguna vez se asustaron cuando me metí por la calle Shell en contra. O cuando reventé la llanta por la angosta bajada a la Panamericana, regresando de Punta Hermosa (era de noche, estaba muy tomado, solo diré eso en mi defensa).
Yo era un idiota mientras ponía el seguro en el parqueo, pero cuando cruzaba la caseta, al entrar al club, después de tu saludo, Lucio, yo ya no era un idiota, sino el Señor Gonzales.
A veces me preguntaban cuál era la mayor diferencia entre mi vida en el Perú y en los Estados Unidos. Yo siempre pensaba que era ésta.
Cuando me plantaba en las mañanas de Knollwod, con mi casaca verde de valet, a estacionar los autos de la gente que venía a jugar golf, yo ya no era (jamás) el señor Gonzales. Ellos eran señores (Míster, en realidad) y yo comprobaba, fascinado, eso de que el mundo da vueltas. En esos años aprendía a ser otro hombre. Uno –tal vez– mucho mejor.
Así es, Lucio querido: el idiota de siempre te manda saludos.