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‘El señor Presidente’, de Miguel Ángel Asturias, cumple setenta años

Recuerdo haberla oído mencionar cuando todavía era un chicuelo de pueblo: El señor Presidente. No era un título de fácil olvido; tan solemne y retumbador, pero tan corriente y habitual como para quedarse en un hueco de la memoria sin saber quién lo pronunció. Aunque no sería hasta mis años de universidad cuando se convirtió en un jalón imprescindible y previo al primer café de la mañana o a ajustarme los vaqueros con los que pisar la calle. Por entonces, en España, teníamos tanto por leer que parecía que no hiciésemos otra cosa; hasta en el cine nos devanábamos las pupilas persiguiendo réplicas. Eran días cuando los libreros se afanaban por exhibir la última entrega de cuentos de Borges o aquellos tomazos de semiótica o las tremebundas relatorias del boom, tan insólitas e intrigantes que su castellano ponía un timbre nuevo a nuestras vidas. Pero he aquí que El señor Presidente ya estaba ahí, como algo ineludiblemente previo y monumental, y no sólo para nuestras andanzas de zascandiles, sino para el mismísimo y luminoso boom, aunque Miguel Ángel Asturias ya se hubiese muerto, casi de la mano de Pablo Neruda.

 

¿Pero qué le debía el boom, tan deslumbrante, a El señor Presidente? Por lo pronto, una secuela de relatos que principiaba con Yo, el Supremo (1974), continuaba con El otoño del patriarca (1975) y que no terminó de completarse hasta La fiesta del chivo (2000), sin que me olvide, en este inventario de novelones, de las apuestas de los amigos parisinos de Asturias: El reino de este mundo (1949), de Alejo Carpentier, y Oficio de difuntos (1976), de Arturo Uslar Pietri. Memoriales todos empeñados en desentrañar a aquellos jerarcas, glorificados por la crueldad y enmohecidos por la leyenda, a los que García Márquez otorgó el certero mote de patriarcas de la patria. Una epidemia tan americana desde el fracaso mismo de Bolívar que aún colea.

 

Por esta razón, por el arraigo del arquetipo protagonista, pudiera ser que encontrase el primer germen literario de El señor Presidente en el Facundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, aunque, para dar con su más genuino antecedente, debo virar por redondo hasta la península y señalar sin dudarlo al Tirano Banderas (1926), de Valle-Inclán.

 

Sin embargo, por más similitud que haya entre los personajes que titulan ambas novelas y aun sabiendo –y no es detalle menor– que un jovencísimo Miguel Ángel Asturias conoció a Valle-Inclán, en México, durante una excursión para universitarios destacados, el trazo de nítido esperpento que presenta, al menos, el primer tercio de El señor Presidente no se debe a ninguna imitación de Tirano Banderas, sino a otras fuentes que se adunan durante la gestación del relato y que se van a convertir en el nutriente ubérrimo de la prosa de Asturias. Y es, por esa prosa y por los extremos prodigiosos a los que abocará, por lo que debemos seguir celebrando, setenta años después y con aspavientos de orate, la publicación de El señor Presidente.

 

 

Gestación de un relato

 

El señor Presidente no fue escrito en siete días, sino en siete años”, nos dice Asturias.1 Exactamente no fueron siete, sino diez. He aquí que cuando Miguel Ángel Asturias decidió instalarse, en octubre de 1924, en París, traía en su equipaje un cuento para concurso, titulado Los mendigos políticos y escrito un par de años antes. Sería la simiente del novelón que nos ocupa, tanto como para estar reproducido en su primer capítulo. Aunque, en efecto, será la septena de 1925 a 1932 cuando Los mendigos políticos cobrarán cuerpo en El señor Presidente,2 mientras, escribía y publicaba su primer libro de relumbre, Leyendas de Guatemala3. Siete años durante los que Miguel Ángel Asturias fraguó un estilo y una intención.

 

Había sucedido que sus padres, cuando lo tuvieron recién recibido en Leyes y con la tesis leída y publicada, lo enviaron a estudiar Economía a Inglaterra con un cierto alivio. Porque el jovenzuelo, por ce o por be, ya había pasado dos veces por la trena y, por supuesto, no era un desconocido en aquella ciudad de Guatemala, aún resquebrajada y sin consuelo desde el terremoto de 1917, por más que hubiese visto caer al patriarca de la patria, Estrada Cabrera. Pero resultó apenas un respiro, porque en cuestión de cuatro meses mal contados, lo sustituyó un espadón con bigotes y poca propensión a las liberalidades. Lo contrario que el joven Miguel Ángel, que se había dado a fundar revistas culturales, una Universidad Popular para alfabetizar menestrales y hasta componer un himno jocoso, La Chalana, que los universitarios entonaron por las calles para sublevar las vergüenzas de los balcones encopetados, el Viernes de Dolores de 1922.4 Vistas así las cosas, mejor estaba Miguel Ángel en Londres –pensaron sus padres–, ampliando horizontes y conocimientos mientras, y por esos imprevistos que suceden, quizás en Guatemala se morigerara un tanto el ambiente.

 

Pero he aquí que, apenas llegado a Londres, Miguel Ángel Asturias puso un pie en París para disfrutar del 14 de Julio, donde se encontró con un puñado de emigrantes de la Américas por causas casi semejantes a las suyas, y no hubo más que hablar; en tres meses se convirtió en otro de ellos.

 

Ignoraba cuánto le depararía aquella mudanza, aunque por lo pronto ya se había integrado en una generación que en nada se asemejaba a la de Rubén Darío y sus predecesores, que necesitaron lustrarse en el Sena para acreditarse como escritores de fuste. Al contrario, este puñado de insolentes, medio mestizos y desarreglados, miraban lo parisino “como una deslumbrante tienda de instrumentos –nos confiesa Uslar Pietri–, como una constante incitación a la creación propia, pero no para afrancesarse, sino para expresar lo americano con una autenticidad y una fe que era enteramente nueva”.5 Y ninguno como el propio Asturias que “llevaba sobre sus espaldas el inmenso hato de su mundo mestizo, con indios, conquistadores, frailes, ensalmos, brujos mágicos, leyendas y climas –continúa recordando Uslar Pietri–. Por todas las palabras y por todos los gestos le salía aquel inagotable cargamento. Empezaba a conversar sobre una noticia literaria de París, o los ballets rusos, y desembocaba sin remedio en una historia del Chilam Balam o en la artimaña del prisionero que se escapó en un barquito pintado en la pared”.6 Y no por otra razón sino para nutrir aquella inmensa fantasmagoría, se había matriculado en los cursos de Raynaud sobre Religiones precolombinas, de La Sorbona. Por lo demás, ya colaboraba con El Imparcial de Guatemala, con lo que, se pudo permitir visitar algo del centro de Europa, la Palestina inglesa, Grecia, Italia, Escandinavia y varias veces España, y hasta regresar, durante tres meses, a su país, vía La Habana; pero, sobre todo, respirar aquel París de prodigios al minuto. Basta con repasar sus artículos de la época7 para encontrarse con entrevistas a Joyce, a Unamuno, a Tzara, a Breton, a Picasso… Y teatros y cine, y tardes en La Coupole, donde alrededor de él, Uslar Pietri y Carpentier, van sentándose otros amigos como Alberti, o el panameño Demetrio Korsi, o el chileno Kotapos o los mexicanos Tanacho y Lara Pardo, o el nicaragüense Avilés Ramírez y, en ocasiones para celebrar, Alfonso Reyes, que ya vivía en Madrid. Mientras, vecinos de mesa eran Oliverio Girondo, Vicente Huidobro o César Vallejo. Tema único y constante de aquellas tenidas: el desdichado destino de sus Américas, de sátrapa en sátrapa y entre matazones de pronóstico, mientras el pueblo se ofuscaba en la miseria; y como desahogo: un empeño común; crear una cultura netamente americana como propugnaba Vasconcelos, al que, ciertamente, Miguel Ángel Asturias había conocido en la misma ocasión que a Valle-Inclán.

 

Así se fraguó El señor Presidente, en medio de una añoranza de berrinche, mientras Fujita, precedido de su miopía, entraba por la puerta y Picasso en la mesa contigua exhibía, con su malicia habitual, una de sus escandalosas corbatas. Y así le fueron creciendo, durante aquellos siete años, las ganas y la perseverancia a Miguel Ángel Asturias para desquitarse de Estrada Cabrera, y del destierro de su familia a Salamá cuando apenas comenzaba a caminar, y de la postergación de su padres para cualquier empleo público,8 y de aquel presentimiento oscuro que acuciaba sin tregua a todos, en aquella Guatemala aterida por la sospecha y el recelo, hasta que el terremoto no sólo derrumbó la mitad de sus muros sino, a la postre, al propio dictador. París le proporcionaba dos instrumentos para conseguirlo: el conocimiento, con sus traducciones para Raynaud,9 de un saber y un sentimiento que, aun desmazalado, latía en los incontables indios que le habían rodeado siempre y, en segundo lugar, aquel impudor tan saludable por innovar que exhalaba la ciudad. Sólo precisaba de un lenguaje que, nutrido por este par de enseñanzas, fuera capaz de cumplir sus propósitos.

 

 

Alumbramiento de un lenguaje

 

“El libro creció como una selva sin que el mismo Asturias supiera dónde iba a parar. Andaba dentro de aquella máquina asombrosa de palabras y de imágenes. Ya casi tanto como nosotros, sus contertulios cotidianos eran Cara de Ángel, la familia Canales, la Masacuata y su cohorte de esbirros y soplones10 y todos los fantasmas y leyendas que cuatro siglos de mestizaje cultural dejaron sueltos en las calles y las casa de la ciudad de Guatemala”,11 nos apunta Uslar Pietri. Ante lo que no cabe sino la disculpa de Asturias: “lo que yo buscaba era la forma guatemalteca, sin hacer literatura criolla.”12 Y ante tal brete, no hizo sino revivir aquellos decires y aquellas consejas de indio con las que lo acunaba, en Salamá, su nana Lola Reyes o los romances oclusivos y destartalados de los arrieros bárbaros que cargaban azúcar en el patio de su casa, cuando los Asturias ya pudieron regresar a Guatemala y abrir negocio. Por tanto, El señor Presidente no podía sino nacer obsesivamente recitado. “Y como al decirlo me oía –nos explica Asturias–, no quedaba satisfecho hasta que sonaba bien, y tantas veces lo hacía, para que cada vez se oyera mejor, que llegué a saber capítulos enteros de memoria. No fue escrito, al principio, sino hablado. Y esto es importante subrayarlo. Fue deletreado. Era la época del renacer de la palabra, como medio de expresión y de acción mágica. Ciertas palabras. Ciertos sonidos. Hasta producir el encantamiento, el estado hipnótico, el trance”.13

 

Y he aquí que tan formidable fue el descubrimiento de aquellas salmodias de ensueño que trazarían para siempre toda la narrativa de Asturias, al punto que no será en El señor Presidente, sino en Hombres de maíz (1949), cuando aquella forma hechizante de relatar –sumergida en su medio, la selva, y dicha por sus naturales, los indios– alcanzó su apogeo, y con tal fortaleza que, en América, ya no se podría escribir sino a través de su susurro transfigurador, porque Asturias había trabado, por fin, un español que le era propio y, a la vez, taumatúrgico. Y con él, su máximo y definitivo hallazgo: el realismo mágico. Ese trance que mencionaba Asturias como el culmen luminoso de sus relatorías, bisbiseadas sin descanso en un café de París.

 

Esto es, ni más ni menos, lo que le debía el boom a El señor Presidente; la obligación para cada escritor de rumiar hasta los cuezos el español que le era propio para convocar los embrujos que entrañaba.

 

Pero aún había más: El señor Presidente les legaba mitologizado, al casi rezarse en aquellas retahílas, la gran epidemia común: los patriarcas de patria, “seres que –como nos dice Asturias– no hacen sino mantener lo sagrado de la autoridad, lo primordial del mundo en cuanto a ser temidos y al mismo tiempo dispensadores de favores”.14 De ahí la gran tentación –cuando no, la obligación– para todo el resto de escritores de seguir conjurando a su patriarca de la patria particular y, como consecuencia, la secuela de novelas que cité al comienzo de estas líneas. 

 

Llegado a este punto, no sería justo escamotear que el mismo año que se alumbra en Buenos Aires Hombres maíz, Alejo Carpentier publicaba El reino de este mundo, en México,15 y para definir la suma de prodigios que se sucedían por sus páginas, creo el concepto de lo real maravilloso que, luego, se acuñará como realismo mágico. Ni tampoco sería conveniente que me olvidara que dieciséis años antes, en 1933, el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta publicaba, en Madrid, Don Goyo,16 cuyas últimas treinta páginas son un portentoso retablo que no podría definir sino con el primer gran destello de realismo mágico. Desgraciadamente, las páginas precedentes no armonizan con la majestuosa cola final y, por tanto, todavía debería aguardarse a que El señor Presidente viera la luz para que se comenzase a paladear aquel español de puro sortilegio.

 

 

Una novela impublicable

 

En julio de 1933, casi cuando Aguilera Malta publicaba su novela, Miguel Ángel Asturias ponía rumbo de regreso a Guatemala. No están claras las razones de su partida; tal vez fuera por aquel desengaño amoroso17 o, tal vez, por el consejo de Paul Valéry para que abandonara el país de Cartesio, antes de que éste le malbaratase el hechizo a su prosa.18 Fuera por una razón o por la otra, o por ambas juntas, el caso es que Asturias arribó a su tierra con el éxito de la traducción francesa de Leyendas de Guatemala zarandeándole las vanidades,19 alguna que otra de sus fantomimas teatrales publicada,20 un par de cuentos, que luego integrarán Hombres de maíz, ya impresos,21 y sus traducciones del Popul Vuh y de los Anales de los Xahil muy bien editadas;22 y, claro, dos novelas; una, Tohil 23 –que será rebautizada como El señor Presidente– y la otra, El Alhajadito; ambas, empero, se demorarán un buen puñado de años en ver la luz. 24

 

Por lo pronto, en su país, le aguardaba la dictadura de Jorge Ubico, el Ogro, como lo apodará luego en Los ojos de los enterrados (1960).25 Un soberbio con charreteras impuesto, como casi todo en Guatemala, por la United Fruit Co., que estaba extenuando a la nación, a cuenta de la caída de los precios del café y el banano. Así pues Miguel Ángel Asturias se sumergió en los llamados por algunos años de silencio, que en puridad no son tales; pues fundó un diario, Éxito,26 que apenas si duró unos meses; colaboró en El Liberal Progresista, periódico oficial, hasta 1937, y luego retornó a El Imparcial; impartió clases en la universidad; editó alguna que otra obra menor; 27 se casó y fue padre por dos veces,28 y hasta creó un programa de radio muy popular, el Diario del Aire. 29 Por lo demás, el panorama era tan desolador que le fue arruinado la impronta que se trajo de París sin dejarle más cobijo que el alcohol. Y carcomido por el quebranto de sus sueños y cercado aquella vacuidad hipocritona y atemorizada, llegó incluso a cambalachear con el Ogro y dejarse nombrar diputado.30 En cuanto a publicar Tohil en Guatemala o en México, ni por pienso. Era lo menos conveniente si quería seguir respirando; y pensar en su otro recurso, España, imposible; se acababa de enzarzar en una guerra civil y, luego, en una dictadura que había puesto en fuga a sus editores y amigos. De modo que llevaba camino de convertirse en una gloria local; o lo que es lo mismo, en un gran escritor fracasado de esos que se exhibían en los banquetes para que agasajasen, con su último soneto, a las damas pías; salvo que ocurriese un milagro… Y ocurrió.

 

En junio de 1944, primero los maestros y los universitarios y, luego, el pueblo en general, se tiraron a las calles. Hubo muertos –en especial, una muerta–31, y Jorge Ubico –que ya estaba mal visto por su sostén, la frutera yanqui– dijo “basta”, dio un puñetazo en la mesa y se fue para su casa, dejándole, de paso, el gobierno a tres de sus edecanes. Duraron hasta el otoño, cuando de nuevo arreciaron las manifestaciones y un grupo de jóvenes oficiales depuso a aquel triunvirato de chafarrinón con el firme propósito de instaurar la democracia. En esa coyuntura inflamada, Miguel Ángel Asturias atisbó de inmediato que suscitaba demasiadas ojerizas y cruzó la frontera hasta ver en qué lugar quedaba. Por fortuna, el nuevo presidente democrático, Juan José Arévalo, lo reclamó al año y pico, pero como agregado cultural en México.

 

Había recuperado el suficiente sosiego para hacer posible un sueño que llevaba catorce años en un cajón: publicar Tohil. Se presentó esperanzado en Fondo de Cultural Económica –ya saben: la editorial más prestigiosa de México–, donde la había enviado, para recoger el diagnóstico de lectura y:

 

—Aquí le devuelvo El señor Presidente –le respondió don Daniel Cosío Villegas sentencioso.

 

Por encima del chasco, fue otra iluminación más para la novela. Tanto que Miguel Ángel Asturias tachó Tohil en la misma baranda de la escalera de la editorial, y pasó a titularla de aquella manera tan tonante: El señor Presidente.32 Pero, claro, aún había que publicarla. Entonces recurrió a un editor catalán, Costa-Amic, que había andorreado por Guatemala. Lo malo es que le pedía 200 dólares por la edición, un pequeña fortuna para Miguel Ángel Asturias entonces. No tuvo otro remedio que recurrir a un pariente, Jorge Asturias. Sólo que cuando lo recibió, ignoraba que ese dinero había sido una aportación, a cencerros tapados, de su madre, doña María Rosales.

 

Así vio la luz, en México, El señor Presidente, catorce años después de haber sido concluida, y veinticuatro desde que se iniciase con aquel cuento de Los mendigos políticos. De toda esta peripecia se acaban de cumplir setenta años.

 

Claro que para que El señor Presidente fuera aupada al monumento que es, faltaba todavía un paso más: que Miguel Ángel Asturias fuera trasladado a la embajada de Buenos Aires, donde había de conocer a Gonzalo Losada, que la editará en diciembre de 1948. Su éxito por toda América fue fulgurante e incontestable, tanto que saltó de continente y, en 1952, recibió el premio Internacional del Club del Libro Francés, y en 1962, el de la William Faulkner Foundation y, luego, el Nobel, en 1967. Para entonces estaba sobradamente constatado que El señor Presidente había impuesto otra manera de escribir y de pensar América. 

 

 

Notas:

 

1              Asturias, Miguel Ángel, “El Señor Presidente como mito”, en Miguel Ángel Asturias, El señor Presidente, [ed. Gerarld Martin]; Madrid: ALLCA XX, 2000; p. 473.

 

2               Para fijar los siete famosos años, me atengo al punto y final de la copia, titulada Tohil, que Asturias legó a su amigo Georges Pillement al partir para Guatemala. Por lo demás, las variaciones entre este inédito Tohil y la primera edición de El señor presidente se hallan esencialmente en la redacción del Capítulo XII y la inclusión del Epílogo. Hay un par de curiosidades más: la desaparición del epígrafe inicial que decía: “…entonces se sacrificó a todas las tribus ante su rostro”, extraído del Popol Vuh en la traducción del propio Asturias y de J. M. González de Mendoza; y en la variación en la fecha del punto y final. Mientras en Tohil cita: “París, noviembre de 1925 y 8 de diciembre de 1932”; en la edición de El señor Presidente dice: “Guatemala, diciembre de 1922. París, noviembre de 1925, 8 de diciembre de 1932”. En cuanto a quién es Tohil, el propio Asturias nos dice: “La primera fuerza fue la del dios sanguinario, azteca, Huitzilopochtli, o “Guerrero que apunta su flecha hacia el Sur”. Este dios (y entre los maya-quichés, Tohil) exigía sacrificios humanos, pues la sangre de las víctimas era lo único que alimentaba al Sol. Si faltaban prisioneros a quienes sacrificar, el Sol dejaría de alumbrar, moriría y empezaría la noche y el frío eterno.” (Op. ctd. en 1ª, p. 477). Así pues el título Tohil ya exhibe la mitificación del patriarca de la patria que anima toda la escritura de la novela.

 

3              Asturias, Miguel Ángel, Leyendas de Guatemala, Madrid: Ediciones Oriente, 1930. Al año siguiente aparecerá la versión francesa, en Les cahiers du Sud, de Marsella, traducida por Francis de Miomandre; quien se la envía a Paul Valéry. La encomiástica respuesta de Valéry, desde entonces, ha prologado las sucesivas ediciones.

 

4               La peripecia de aquellos días universitarios está narrada en su última novela: Viernes de dolores; Buenos Aires: Losada, 1972.

 

5               Uslar Pietri, Arturo, “Yo asistí al nacimiento de El señor Presidente”, en Op. cdt. en 1ª, p. 510.

 

6               Ibídem. En cuanto al prisionero se trata de La leyenda de la Tatuana, incluida en Leyendas de Guatemala.

 

7              Se pueden consultar en Miguel Ángel Asturias, París 1924-1933. Periodismo y creación literaria, [ed. Amos Segala]; Madrid: ALLCA, 1988.

 

8              En 1904, tras una algarada contra el dictador Estrada Cabrera, los estudiantes de Medicina que la organizaron acabaron en la cárcel. Ernesto Asturias, padre de Miguel Ángel, que era juez, los puso en libertad, pues no halló delito alguno en aquel “bochinche”, como lo calificó el propio Asturias. A raíz de esto, don Ernesto fue llamado al despacho del dictador Estrada Cabrera, del que salió no sólo expulsado de su cargo y sin posibilidad alguna de ejercer el Derecho pública o privadamente, sino que su mujer, María Rosales, que trabajaba de maestra de primaria, también fue destituida de su empleo. En vista de lo cual y del peligro que corrían, el matrimonio Asturias decidió exiliarse al pueblo de Salamá, donde el padrastro de doña María, Gavino Gómez, disponía de una hacienda.

 

9              Son Los dioses, los héroes y los hombres de Guatemala Antigua o El libro del Consejo, Popol Vuh de los indios quichés; París: París-América, 1927 y Anales de los Xahil de los indios cakchiqueles; París: París-América, 1928. Ambas del francés –siguiendo las versiones en esta lengua del profesor Raynaud– y ambas en colaboración con el mexicano J. M. González de Mendoza.

 

10          Son personajes de El señor Presidente.

 

11          Op. ctd. en 5ª, p. 512.

 

12          Op. ctd. en 1ª, p. 474.

 

13          Ibídem, p. 473.

 

14          Ibídem, p. 475.

 

15          Carpentier, Alejo, El reino de este mundo; México: EDIAPSA, 1949.

 

16          Aguilera Malta, Demetrio, Don Goyo; Madrid: Cenit, 1933.

 

17          Parece ser que la familia rechazó a Miguel Ángel Asturias cuando pidió la mano de la joven Andrée Brossut, lo que supuso la dolorosa ruptura de la pareja.

 

18          Según recoge Marc Cheymol, Valéry le dijo: “No se quede en Francia; su lógica es diferente de la nuestra. Nosotros los franceses estamos encerrados en nuestro cartesianismo, en nuestro helenismo, como en una cárcel. Usted ya escapó: quédese libre en sus selvas”; en Miguel Ángel Asturias: El señor Presidente; París: Albin Michel, 1988, p. 850.

 

19          Légendes du Guatémala, en traducción de Francis de Miomandre, obtuvo en 1931, el mismo año de su edición, el premio Sylla Monsegur a la mejor traducción del español al francés. Más, claro, el encomiástico elogio que recibió por carta Miomandre de Paúl Valéry y que le transmitió de inmediato a M. Á. Asturias.

 

20          Rayito de estellas; París, 1929 y traía escritas Emulo Lipolidón (seguramente de 1932) y Adoración de los Reyes Magos (1933); ambas también fantomimas.

 

21          En 1931 publicó En la tiniebla del cañaveral en Imán, (París) y el 15 de agosto de ese año en El Imparcial de Guatemala; y en 1933, apareció Le sorcier aux mains noires, en Le Phare de Neully, nº 1, (París) y que traducirá y publicará en El Liberal Progresista de Guatemala, en 1934, con el título de El brujo de las manos negras.

 

22          Ver nota 9.

 

23          Las razones de este extraño título están expuestas en la nota 2ª.

 

24          Tohil será publicada por Costa-Amic en México, durante 1946, con el título que la hará célebre: El señor Presidente. En cuanto a El Alhajadito, será publicada por Losada, en Buenos Aires y en 1961. La lectura de esta segunda novela nos revela de inmediato las razones de su demora: toda la trama –si es que se puede admitir tal término para lo que sucede en el relato– queda suspendida por el propio fenómeno de lo mágico. Al punto que podríamos decir que es una novela de probatura de lo que Miguel Ángel Asturias estaba experimentando durante el recitado/escritura de El señor Presidente, el realismo mágico, y que todavía no llegaba a dominar en la dimensión que precisaba la posible acción de El Alhajadito, coetánea en redacción y muy influida por Leyendas de Guatemala (1928). Para alcanzar el dominio de ese estilo en plenitud debería ejecutar varios ensayos cuentísticos (ver nota 21) que culminarán, por fin, con la colosal Hombres de maíz, en 1949.

 

25          Su última edición, simultáneamente con sus dos hermanas de la Trilogía bananera (El viento fuerte y El Papa Verde), la ha publicado Drácena, en Madrid, este mismo año de 2016, con prólogo general para todas de Ramón Chao y mío.

 

26          Fundó Éxito el 1 mayo de 1934 y se cerró en febrero de 1935. Por lo que honor a su nombre, la verdad, hizo poco.

 

27          Desde su regresó a Guatemala en 1933 hasta la publicación por Costa-Amic de El señor Presidente, Asturias editó las fantominas Emulo Lipolidón (1925) y Alclasán (1940), un poemario, Sonetos (1936), y dos grandes poemas sueltos: Con el rehén en los dientes, el 14 julio de 1942, un lamento sobre la ocupación alemana de Francia; y Anoche, 10 de marzo de 1543 (1943), con motivo del Cuarto centenario de la fundación de Guatemala.

 

28          Se casó con Clemencia Amado en 1939, y nació su hijo Rodrigo ese mismo año. En 1941, nació Miguel Ángel, su segundo hijo.

 

29          En 1938 funda, con el español Francisco Soler y Pérez, el Diario del Aire. En sus inicios, era transmitido a las 12’45 y, dos años después, se amplió a dos emisiones: una, a las 7, y la otra, a las 19 horas. Se suspendió con la revolución de octubre de 1944, cuando Asturias percibió la hostilidad de sus paisanos. Tras estos sucesos, se volvió a emitir pero sin su participación.

 

30          Fue en 1942, para la legislatura que se iniciaba aquel año y representaba a la circunscripción de Huehuetenango.

 

31          Se trata de la maestra María Chinchilla, mártir y emblema de aquella revuelta. Y tanto que cada 25 de junio, fecha de su fallecimiento, todavía se celebra en Guatemala y en su honor el Día Nacional del Maestro.

 

32          Según recoge Otto-Raúl González en Miguel Ángel Asturias, el Gran Lengua: la voz más clara de Guatemala; Guatemala: Editorial Cultura, 2000, p. 44.

 

 

 

 

 

Gastón Segura (Villena, Valencia, 1961)es licenciado en Filosofía. Ha publicado las crónicas africanas A la sombra de Franco (2004) e Ifni: la guerra que silenció Franco (2006), el ensayo Gaudí o el clamor de la piedra (2011), y las novelas Stopper (2008), Los cuadernos de un amante ocioso (2012) y Las cuentas pendientes (2015).

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