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El sentido de la tragedia

 

Suena Run Run Run, de Velvet Underground

 

Es martes y acudo a la reposición de Rebelde sin causa (Rebel without a case, 1955), de Nicholas Ray, por gentileza de Cinegusta Treintaycinco, que en la Sala Augusta, aquí donde vivo, se dedica a proyectar semanalmente clásicos cinematográficos. Voy para vivir la experiencia de ver en pantalla grande el esplendor del CinemaScope y la explosión cromática del Warnercolor en una copia en 35 milímetros; para vivir la experiencia del cine clásico a la manera de los espectadores clásicos; pero también voy, reconozco no con cierta vergüenza, para encontrar un resquicio, algo que me convenza de que la película ha quedado obsoleta en ese retrato de los angry young men de la clase media de un condado de Estados Unidos, que su estética de adolescentes con jeans y cazadora que se retan a una chiken-run es un anacronismo que se estrella contra nuestra mirada contemporánea, que los conflictos generacionales entre padres e hijos ya no concuerdan con lo que vivimos, o al menos nos cuentan. Acudo, pues, con algunos prejuicios, con la temeridad que supone retar como espectador de esa manera atrevida e ingenua el cine de Nicholas Ray.

 

Tal vez espero que, de repente, algo me sirva para llevarle la contraria al “incuestionable” Jean-Luc Godard: “Si el cine dejara de existir, solo Nicholas Ray da la impresión de poderlo reinventar y, lo que es más, de querer hacerlo. […]. Un Logan, por ejemplo o un Tashlin, pueden triunfar en el teatro en el music-hall, un Preminger en la novela, un Brooks en la enseñanza primaria, un Fuller en la política, un Cukor en la publicidad, pero no un Nicholas Ray. Si de repente el cine desapareciera, la mayoría de los cineastas no quedarían desamparados; Nicholas Ray, sí.”. Y sin embargo toda esa predisposición negativa se va deshaciendo desde la primera secuencia, con un irritante y ebrio Jim Stark –James Dean demasiado consciente de poder convertirse en un mito-, una Judy (Natalie Wood) que huye de un padre incapaz de mostrar afecto y un Platón, desvalido y solitario, reunidos todos en la comisaria de Dawson. Allí la magistral concepción de la puesta en escena de Ray permite confeccionar el triángulo protagonista, definiendo cada uno de sus vértices de los cuales surgirán ambigüedades y contradicciones universales, conflictos eternos.

 

La proyección de la película avanza siguiendo las pautas de lo que podría ser una tragedia griega en la que el héroe es un antihéroe que por defender su honorabilidad ha participado en un accidente y al que no se le concede la posibilidad de asumir la culpabilidad y por lo tanto su opción de redimirse. Sin embargo, él no va a convertirse en mártir, sino el pobre Platón, su mejor y único amigo, su aspirante a ¿amante, tal vez, hijo? Es entonces cuando ocurre, como un chispazo. Es uno de aquellos momentos reveladores en el que es pura y esencialmente cine, en el que te das cuenta que solo Nicholas Ray puede haberlo hecho posible en ese caso. Platón sale del planetarium con una pistola descargada –anteriormente hemos visto a Jim quitarle las balas para que no cometa una locura-. La policía, ante su estado enajenado, no duda, y dispara. Entonces la vastedad del encuadre en CinemaScope quiebra la imagen estilizada y tan bien delineada en un plano en el que la cámara parece tropezarse. Todo se tambalea en cuestión de fotogramas.

 

Entonces podemos pensar en el debut cinematográfico de Nicholas Ray, Los amantes de la noche (They live by night, 1948) y ese plano inicial con una cámara suspendida en el aire que se va acercando a los rostros de los fugitivos, en un preludio de un destino sin escapatoria. Nos acordamos de las palabras del productor John Houseman quien confesaba que le había concedido el capricho de alquilar un helicóptero para que el director novel rodara sus primeras imágenes para el cine; esas imágenes que se corresponden, en palabras del propio cineasta, con “el largo brazo del destino”. Un plano que nos habla de un cineasta que concibe el cine como un arte visual y cuyas imágenes deben trascender lo que enuncian.  “La cámara es el microscopio que permite detectar la melodía de la mirada.

 

Ahora la mirada de Nicholas Ray nos transmite el impacto de la muerte. Esa cámara a punto de desplomarse, esa imagen repentina, inestable, es la constatación de que, efectivamente, Nicholas Ray es el cine. Terminada la proyección, contrariados los prejuicios iniciales, reconciliado uno consigo mismo, podemos volver a casa, recordando las palabras de Eric Rohmer, escritas en relación a Rebelde sin causa, con el peso y el alivio “de mantener siempre vivo en nosotros el sentido de la tragedia.”

 

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