Este texto es el cap 6 de El sereno de Asilah
Cahiers de voyage
Ir al mercado
Ir al mercado, cada mañana, para comprar lo necesario. No es fácil porque estamos habituados a llenar la nevera o la despensa, a comprar para varios días, a aprovechar ese trabajo de tener que ir a hacer la compra. Ahí reside el problema, en que lo convertimos en un trabajo, en un tripalium, instrumento de tortura para los romanos y de donde hemos derivado la palabra trabajo que en español podría denominarse faena, un quehacer que comporta creación, poema. Y toda creación libera, expresa, alivia y consuela.
La tarea consiste en revisar nuestras tareas, hábitos adquiridos y que hemos transformado en costumbre a la que nos sentimos obligados, y cuyo incumplimiento desasosiega.
¿Quién nos obliga? ¿Quién ha tendido las redes de araña sino es la misma araña? Nos sentimos atados a cadenas que nadie nos ha puesto, que no existen más que en nuestra mente, como le sucedía al camellero del cuento.
En una de las largas caravanas que atravesaban el Sahara para ir desde El Cairo a Tombuctú, al llegar la amanecida, buscaban un lugar abrigado por las dunas y descargaban las cabalgaduras. Ponían las mercaderías en círculo y maniataban a los camellos atándolos a sendas estacas para que, después de haber comido y bebido, no escapasen en estampida ante los vientos del desierto. Después, las gentes de la expedición, se aliviaban, comían algo y se tumbaban dentro del círculo para intentar descansar y moverse lo menos posible mientras pasaba el día. Pero, una vez, llegó un camellero corriendo y asustado adonde estaba el jefe de la caravana sentado con sus amigos saboreando el té verde: “¡Sidi, Sidi! Ha ocurrido una desgracia. Se ha perdido la estaca a la que ataba mi camello y no quiere agacharse para poder atarlo y descargarlo”. “¿Entonces?” “Que no podré descargarlo, se agotará y se volverá loco bajo el sol y se echará a correr… ¡Ay, Sidi!” “Escucha: Agarra con tu mano derecha el martillo y adelanta la izquierda con firmeza como si llevaras una estaca. Al ver el martillo, el camello se agachará y podrás descargarlo y maniatarlo con firmeza a esa estaca”. El hombre no daba crédito a lo que oía de su jefe, pero en el desierto nunca se discute una orden porque va en ello la vida. Así, pues, se fue muy decidido ante el camello e hizo lo que el jefe le había dicho. Ante su asombro, el camello Xx relinchó, levantó la cabeza para aspirar con fuerza y se arrodilló como de costumbre. Su camellero lo descargó y lo maniató como le habían dicho. Al atardecer, y cuando ya toda la caravana se aprestaba para ponerse en camino para aprovechar el frescor de la noche, el camellero llegó corriendo ante su jefe. “¡Ay, Sidi!, ¡Ay, Sidi! ¡Qué desgracia!” “¿Y ahora que te ocurre?” “¡Que el camello no quiere levantarse a pesar de estar ya cargado y con toda la caravana ya lista para la marcha!” “Pero ¿tú los has desatado?” “¡Sidi, si la estaca se había perdido!” “Ahmed, Ahmed, ¿y qué sabe el camello?” El criado regresó y se puso ante el camello con el martillo en su mano derecha, se agachó y comenzó a golpear el suelo como si se tratase de una estaca. Miró con fiereza al camello y este se levantó, xx relinchó mientras le ajustaban las cinchas, y se puso en la retahíla, junto a los demás camellos de la caravana.
Así sucede con nosotros. Nos figuramos atados a estacas que no existen más que en nuestras mentes porque un día aprendimos una habilidad o un gesto adecuado a una circunstancia y nos colocamos dentro de un sistema.
Tendríamos que revisar todo cuanto hacemos desde que nos levantamos hasta que nos levantamos de nuevo, porque hasta en el descanso y durante los sueños nos producimos como si estuviéramos amarrados a normas que no existen más que en nuestra imaginación cosificadas por la costumbre.
Es preciso recuperar nuestra libertad mediante la toma de conciencia de nuestros actos más sencillos. No porque estos tengan importancia en sí mismos sino porque forman parte de una serie de condicionamientos encadenados que nos impiden distinguir lo urgente de lo importante y lo fundamental de lo accesorio. Y así nos va.
Despertarnos y maravillarnos de estar vivos. Respirar hondo como si fuera la primera respiración de nuestra vida, y lo es de la vida que nos resta porque sólo es lo que no es todavía. Como le dijo con ternura el poeta inglés John Milton a un discípulo de Galileo Galilei cuando se encontraba como huésped en la casa de éste en Florencia. “Maestro, ¿cuántos años tenéis?” “Tener, tener, unos siete u ocho, joven amigo” le respondió “porque no creeréis que tengo los que ya he vivido”.
Preparase para ir al mercado como si fuese lo único que tuviéramos que hacer en ese día y en el resto de nuestras vidas. Porque si hoy y ahora no vamos a hacer la compra en ese mercado, esa compra quedará sin hacer para siempre. Podremos efectuar otras compras, en otros días pero esa y ese gesto quedarán sin hacer porque tú ya nunca serás el mismo ni las cosas serán las mismas, ni las gentes con las que te encuentres serán idénticas, a pesar de las apariencias o de que no te importe esta pequeña anécdota. No es el hecho en sí lo que importa, ¿qué más da comprar que no comprar, hacerlo hoy u otro día?, sino que afecta a la actitud fundamental que informa tu conducta.
A veces, nos esforzamos por reparar o corregir nuestra conducta, éste o aquel hecho que nos disgusta. No está mal. Pero actuamos siempre sobre los efectos porque nos parece que las causas ya están fuera de nuestro control. Y no es así más que en ese caso concreto, y en la serie de hábitos que, no pocas veces, atribuimos a una supuesta “manera de ser” ante la que no podemos hacer nada. Es decir, actuamos como si se tratase de algo que escapa a nuestra voluntad y que, por lo tanto, he aquí la argucia, nos exime de responsabilidad alguna. Al menos en nuestra conciencia.
A parte de que esa supuesta conciencia, las culpas y responsabilidades bajo las que nos afligimos, son muchas menos de las que creemos, no es negandolas, ni ocultándolas, no es reprimiéndolas ni tergiversándolas sino asumiéndolas y encarándolas, desmontándolas y desmitificándolas cómo logramos liberarnos de ellas.
Quizás haya que comenzar por afirmar que todo es lícito, aunque no todo convenga. Quizás sea hora de reconocer que la moral es una creación de la especie humana, el término de un ascenso genético por un mecanismo de selección natural en el que el pez grande se come al chico y hace que el hombre aparezca en la cima de una pirámide de víctimas, porque el deber moral expresa una necesidad que no se encuentra en la naturaleza. La moral es desconocida para los animales pero los seres humanos, al haber perdido gran parte de los instintos, se han inventado una serie de códigos y de normas para que puedan sobrevivir, al menos, los más aptos y fuertes. Y este concepto de apto y de fuerte ha ido evolucionando con los tiempos en la medida en la que los hombres se han servido de las tecnologías como instrumentos de poder, de las armas y del dinero. Del conocimiento al servicio de los poderosos en nombre de una supuesta raza superior, de una genética determinada, de una religión, de un territorio o de una ideología. Elevaron las anécdotas del poder circunstancial a categorías, y éstas a dogmas.
Esa es la tragedia del hombre moderno que se sirve de la razón para ponerla al servicio de unos intereses, de una concepción de la vida que es contingente y transitoria, por definición, pero que el ansia de poder y el miedo a perderlo llegan a enajenar a los individuos y a los pueblos. En su locura los hombres inventaron dioses a su imagen y semejanza, y no al contrario. Les hicieron hablar y las castas sacerdotales interpretaron sus pretendidas revelaciones.
Así se alcanza la razón y, con palabras de Kant, esta no tiene por qué seguir el orden de las cosas ya que es capaz de configurar un marco de referencia ideal al cual deben adaptarse las condiciones empíricas de la existencia. Ese deber que no es sino un recurso útil para mantener el orden y las reglas del juego establecidas por los que mandan o deliradas por los profetas.
Así llegamos a contemplar a grandes dirigentes religiosos que se preguntan “¿Dónde estaba Dios cuando se producían estas cosas?” Este pontífice alemán se refería a los campos de concentración nazis, pero tenemos derecho a plantear la pregunta ante todas las guerras, injusticias, explotación de unos pueblos por otros, torturas, conquistas, genocidios, esclavitud, imperialismos y religiones fundamentalistas que en el mundo han sido y ante las ideologías que continúan dominando en el mundo. Entre ellas, la del pensamiento único, la del poder de los mercados financieros, la de la seguridad a cualquier precio y por los medios que sean.
No. No podemos admitir la existencia de un dios bondadoso, clemente y misericordioso para reparar todo el daño que en su nombre o, supuestamente, a sus espaldas se ha cometido y se comete.
Por eso, es más cuerdo y coherente tratar de vivir como si no existiera un más allá, ni un cielo ni un infierno, sino el aquí y ahora de una existencia contingente y efímera que dura hasta morir. Y vivir hasta morir es vivir lo suficiente. Despertarnos y caer en la cuenta de que ir al mercado es la cosa más importante que podemos hacer ese día y a esa hora. Es un auténtico acto eterno y trascendente, algo religioso, un sacrificio en el sentido etimológico del término. Una ofrenda y alabanza, una danza cósmica, un orden dentro del orden que rige el universo, no el orden establecido por los hombres instrumentalizando la razón y confundiendo la información con el conocimiento. Co-gnoscere es ver dentro, hacerse uno con las cosas, saberse en comunión, libre y responsable a la vez. Saberse eterno con todo cuanto es y existe. De ahí la importancia de ir o de no ir al mercado.
Pero yo también me pregunto por qué me he inventado la necesidad de huir, intentando romper con mi pasado cuando éste forma parte de mi mismo ser, pero de esto, otro día.
José Carlos Gª Fajardo. Emérito U.C.M.