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El Sereno de Assilah Cap 4 ¿Sueños?

Este texto pertenece a los Cuadernos de viaje
El Serenos de Assilah. Capítulo 4

Me desperté en medio del sueño, pero no quería despertarme del todo para que nada se perdiese. Sin abrir los ojos, iba fijando puntos recurrentes para no olvidarlo. Decidí levantarme, enfundarme un pantalón y un jersey y grabar lo soñado paseando por el jardín. Me preparé una taza de té verde y eché a la cesta de la ropa sucia la gandura de dormir. Me puse el sérual (pantalón muy ancho que no llega a los tobillos) y el tchamir blancos de los viernes, pues sabía que los iba a echar también a lavar, y endosé una amplia gandura verde claro que había comprado hacía años en Bagdad, poco antes de la criminal invasión anglo norteamericana por los intereses petrolíferos de las grandes corporaciones. (Tengo mucho escrito sobre estos maravillosos lugares de Oriente Medio que, quizás, debería rescatar, pulir y compartirlos. InchsAllah!)

En el sueño, aparecía una gran casa de granito resultado de una remodelación con una parte, a la derecha, añadida a una construcción antigua. Al parecer, yo había escogido una de ellas, pero un día descubrí que la otra era inmensa. Pertenecía a un carpintero o sastre, se trataba de un trabajo de artesano, no de uno intelectual o académico. Entré y descubrí una escalera inmensa cubierta por una cúpula desproporcionada, resto diurno de unas imágenes del día anterior (basílica de los desamparados de Valencia durante el viaje del Papa, con unos ángeles enormes rescatados de una pintura barroca posterior). Llegué a una terraza muy amplia, también resto diurno, desde la que se divisaba un campo seco en las afueras de una ciudad. De alguna manera, atravesé una estancia amplia, en la que trabajaban unas mujeres en el mostrador de una sastrería. Bajé unos escalones y había una piscina muy grande con el agua hasta la rodilla, como en los baños árabes, no en el hamman. En ella arrastraban a dos personas sin rostro, vestidas de blanco, como bultos informes, los arrastraban de un lado para otro y los hacían sufrir. Se trataba de locos sometidos a un tratamiento espantoso. Los llevaban a situaciones límites. Volví a subir y un profesor de universidad, bien trajeado con traje gris y chaleco, (parecido a aquel profesor de mi facultad que llevaba pistolón y que había intervenido para que me impusieran la cruz de Isabel la católica pero que ahora socio al nombre de Sánchez Marín, el responsable de la censura en el ministerio de Información y Turismo, a las órdenes de Robles Piquer, bajo el ministerio de Fraga, ahora lo veo). El profesor del sueño me regaló un jersey de cachemir de color avellana, muy bonito y elegante, que venía envuelto en celofán y con muchos alfileres. Me puse a desenvolverlo y cada vez había más alfileres que iba depositando sobre el mostrador de una tienda de ropa ante la atenta mirada de aquellas señoras. Eran como de los años cuarenta, con trajes sastre grises y el pelo con tupé y melena lisa. El profesor quería decirme algo sobre la historia de aquel edificio y sobre las prácticas que, al parecer, se había visto obligado a realizar. Quería decirme algo sobre un hospital o manicomio en Alemania, yo no entendía los nombres, pero él no se atrevía a repetírmelos. Se volvió de espaldas y cogió una especie de tarjeta que tenía grupos de letras en diferentes sentidos, como una trampilla para descodificar documentos. Había un escrito que él me quería dar para poder aliviar el peso de su secreto, pero no se atrevía. El sueño se mezcla con incursiones mías por el edificio. En una de ellas, la mujer del propietario me preguntó adónde iba y yo le dije que buscaba la salida. Entonces vi que las paredes estaban húmedas y desconchadas y que todo era triste, yo que lo había admirado y codiciado por no haberlo escogido antes para mí, en lugar de la otra parte del edificio.

Había una torre alta, cuadrada (resto diurno de la víspera). Encontré una puerta, bajé unos escalones, pero había un muro de cemento. Volví a subir y, en una especie de amplio portal, había una pared de cristal. Me dije que si yo viviese allí podría abrir una puerta, luego pensé que eso es lo que ahora tapiaba el cristal. Lo que en principio me había atraído de las escaleras y estancias ahora me parecía una cobertura, una trampa de actividades inconfesables (la palabra se me acaba de ocurrir y tiene que ver con la interpretación del sueño). Me dije que volvería al día siguiente y que entraría por uno de los pasadizos que imaginaba. Las señoras de gris me querían decir algo, como animándome a que lo descubriera, como si ellas supieran y no pudieran hablar. El profesor caminaba algo agitado y turbado y yo le dije que era escritor y que no iba a publicarlo, sino que me serviría como material para alguna novela. Que le aliviaría contármelo. (Ahora me viene a la mente la imagen del hermano de Niní Fontenla, en “La privada moderna”).

Me regaló un gran sombrero. Enorme, de piel de astrakán y un amplio abrigo largo, negro. Caminaba muy estirado y descubrí que el enorme sombrero (afgano o ruso) tenía debajo una especie de solideo marrón para ajustarlo mejor a la cabeza y poder sostenerlo. Salí acompañado de Emiliano guey y de Beatriz Clemente, él se apartó para orinar y yo hubiera querido imitarlo, pero no me atreví por la presencia de Bea. Me dije que al día siguiente regresaría para desentrañar el misterio.
Creo que entonces me desperté.

Comprendí que este sueño encerraba algo, que era preciso entrar en aquella torre de granito, que no tenía entrada. Había que entrar en aquella torre de granito y derribarla.

Me senté para escribir el sueño. Ahmed me había traído una taza de café y la había puesto a mi lado, sobre la mesa, en silencio. Así era siempre. Caminaba en silencio, aparecía cuando era preciso, nunca había que despertarlo ni que llamarlo. Sabía lo que tenía que hacer, y lo hacía. En la casa o en el jardín, en la terraza o baldeando la entrada de la casa. Yo no hablaba más que un árabe elemental, pero sí francés, y en esa lengua nos entendíamos. Tendría unos veintiocho o treinta años, era alto y fuerte, pelo ensortijado y una mirada siempre alerta. En la casa siempre vestía sérual y una amplia camisa, o gandura. Para salir a la calle siempre se ponía una chilaba. Yo sabía que tenía gran formación y que me había pedido trabajar para mí cuando supo que buscaba una casa para retirarme. A pesar de su edad, él también buscaba soledad y una vida retirada. Se me había acercado después de una intervención mía en el Mussem de Asilah sobre encuentro de culturas. Fue después de que yo denunciara, en tono algo festivo, la manía por “disfrazarse” de europeos que tenían todos los árabes, musulmanes y africanos que participaban en el Congreso. Les dije que con el calor que hacía en Marruecos, en aquella medina sin tráfico rodado, sin problemas para desplazarnos, no entendía por qué no utilizábamos la cómoda ropa tradicional: sérual, tchamir, chilabas, amplias y refrescantes ganduras, etc. Sonrieron, pero me miraron como a un extraño. Con aquel calor húmedo vestían con trajes europeos, camisas abotonadas con puños cerrados y hasta con corbata. Les recordé la obsesión que tenían los argelinos durante la colonia por poder calzar zapatos, y ser así ellos, también, “pies negros”, como los europeos. (ahora recuerdo el significado de manchar de polvo con tu pie calzado los zapatos de un “bravucón” mexicano….desafío intolerable e inexcusables, pero hac de re (de esto,) otro día que me dé por recuperar los escritos en mis largos y felizmente tantos viajes por los entrañables países de Hispano/Iberoamérica… de los que me faltó Haití, he pensado bastante sobre la razón, aunque podría explicarla, pero no ahora).
En África subsahariana, durante mi viaje por veinte países durante mi año sabático, me había impresionado la obsesión de los profesores de las universidades que visité por vestirse como la gente de Oxford, Sorbona o Cambridge. Algunos llevaban trajes de lana tweed como si estuvieran en la húmeda Inglaterra o en Escocia. Lo mismo me sucedió en Sudáfrica, en Angola o en Mozambique, en Kenia o en Tanzania, en Zimbabwe o en las calurosísimas ciudades de la antigua Francia de “ultramar”, como la habían denominado para mejor explotarla.

Les recordé a los asistentes que una de las cosas que más atraían a los europeos, (y todos ambicionaban abrir sus puertas al maná del turismo), era su dimensión tradicional, no que se pareciesen a nosotros. Para eso ya nos bastábamos en nuestros lugares de origen. Lo mismo que buscaban playas paradisíacas en el Caribe, a pesar de que conociesen la situación real de los habitantes del país. Se trataba de un trueque, unos ponían el ambiente reparador y mágico y nosotros pondríamos las divisas que tanto necesitaban. Nadie engañaba a nadie, salvo los estúpidos que pensaban que todavía se podían comprar los favores de una jinetera cubana con unos pantalones vaqueros o con una blusa. O la compañía de un negro fornido con una radio cassette, o con la promesa de escribirle desde Francia o desde Alemania. A estas alturas, ya nadie engañaba a nadie.

Cruzar el Estrecho significaba ir a otros lugares en donde había otra dimensión del tiempo. Otra cultura, otros usos y costumbres. Anhelaban perderse por los zocos y por las medinas, cansados de los supermercados que ahora ya proliferaban en los países del sur. Las gentes se desplazaban para saborear otros ambientes, otras comidas más auténticas que las servidas en los mil y un restaurantes orientales y étnicos que habían invadido las ciudades de Europa, y que ahora nos llevaban a buscar las comidas tradicionales de nuestros países, la cocina de la abuela. Estábamos hartos de cuscús y del arroz tres delicias, de las enchiladas y de las pizzas, de la cocina supuestamente Zen y de la música de los cóndores sobre las aceras de nuestras ciudades. No más empalago transterrado. Sabía que era duro lo que les decía, pero me escuchaban porque les hablaba desde el corazón. Ya estábamos los suficientemente informados como para saber que, muchas personas en los países del sur, compartían nuestros avances científicos, académicos, artísticos y culturales. Como muchos de los “nuestros” nos habíamos ocupado en descubrir sus riquezas naturales, sus culturas y sus mejores tradiciones yendo a las fuentes y obviando las interpretaciones de conquistadores, colonizadores, misioneros, y hasta de los mismos naturales transformados en occidentales revisionistas de su pasado. Este era el desafío, compartir lo nuevo, los avances científicos y culturales, las conquistas sociales y políticas, pero sin perder nuestras señas de identidad, nuestras mejores tradiciones, no las obsoletas y contrarias a los derechos humanos fundamentales, sino las que conservaban y transmitían saberes seculares. (¡Compartir saberes, qué maravilla!) Habían pasado los tiempos de la fascinación por los descubrimientos de lo que llamábamos exótico y de lo que ellos denominaban progreso. Ya había viajeros y estudiosos de ida y vuelta. Muchos ya compartíamos los medios de comunicación modernos y sabíamos discernir. El tema de la vestimenta y de la arquitectura, de las músicas y de las comidas, de las medicinas tradicionales y de los baños de multitudes en zocos y en ferias, en mussem y en festivales (mahrajane), en el hamman y en su distinta dimensión y uso del tiempo y del espacio, no eran más que anecdóticos. Lo sabíamos, pero encerraban un ansia de libertad, de despojarnos del uniforme encorsetado de cada día, de nuestros hábitos impuestos y de nuestra esclavitud urbana. Anhelábamos huir, aunque fuera por unas semanas, para disfrutar de aires nuevos. Ser otros por un tiempo que nos podría ayudar para comprender que la espléndida sociedad de consumo y de prisas que nos habían vendido los mercaderes y los publicistas, los políticos y hasta los profetas de la sumisión y del esfuerzo, no eran más que vendedores de viento a los veleros. (Vendre du vent aux bateaux, proverbio árabe)

De eso, pues, se trataba:

de abrir los ojos del corazón y no sólo los de la razón. Aprender de todos y de todo para quedarnos con lo mejor, con lo que más nos guste y convenga para el ensanchamiento y orden de nuestra vetusta y tantas veces anquilosada, “cultura” y hasta ¡civilización! Pues, aunque todo sea lícito, no todo conviene. Pero reconocer lo nuestro, lo que nos caracteriza, lo que expresa un hermoso poema árabe “si la branche veut fleurir qu’elle honore ses racines”. (Si la rama quiere florecer, que honre y respete sus raíces).

En Ouagadougou, ciudad tan amada y de tantos encuentros y saberes inolvidables, leí en un poster: “Tradition et modernité: emprunter à l’exterieur ce qui peut nous enrichir, sans alterer notre identité”.

Entonces, un joven cuya mirada sentí sobre mí mientras hablaba, aprovechó el descanso para acercarse a mí con un vaso de té y me dijo mirándome con respeto a los ojos: “Dónde tú vayas, iré yo; dónde tú mores, moraré yo; tu casa será mi casa y tu dios será mi dios”. Comprendí que también decía dios con minúscula.

Cuando me decidí a pasar mis últimos días aquí en Asilah, la bella y silenciosa medina amurallada, se me ocurrió convocarlo a él porque no sabía nada de mi pasado, excepto lo que aparece en las solapas de algunos libros o programas de congresos. Hasta quien me acompañase en este tiempo nuevo tenía que ser también nuevo. Nada de lo anterior, salvo la cuenta en el banco en donde me ingresan mi pensión de jubilado y los derechos por libros y artículos.

 

Prof. José Carlos Gª Fajardo, Emérito U.C.M.

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