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El show de Harry Truman

Cada día barrunto más que Pablo Iglesias e Isabel Díaz Ayuso son dos personajes de ficción, que no existen aunque aparezcan en mi televisor. En mi fantasía los veo incluso formando pareja artística o hasta sentimental. Pero por desgracia, mi otro yo, el real, el verdadero, el auténtico me asegura que son de carne y hueso, que son como dos animadores antagónicos que jalean a las masas, que las crispan y exigen que se decanten por azules o rojos.

Y eso me gusta menos. Me disgusta que venza mi yo real: lo que veo, lo que me cuentan ellos dos -él, con el entrecejo fruncido y ella, con su deje castizo- me induce a pensar que vamos a tener una sociedad polarizada para rato. A ellos eso les importa menos. Prima su gloria, los focos del proscenio y que todos hablen de sus andanzas. Bien o mal. ¡Qué más da!

Iglesias nació con una cámara de televisión en su cabeza. Llega a creerse lo que afirma, aunque sean eslóganes de mitin, frases de salón. A mí siempre me queda la duda que en el fondo, muy en el fondo, cuando se apagan las luces del teatro piensa y reflexiona y concluye que todo es una gran farsa. Como, en realidad, lo es. Sabe perfectamente que no va a poder dar la vuelta al calcetín (a lo mejor ni lo pretende), porque el señor de La Moncloa le desconectará el micro cuando se ponga muy pesado y los del Ibex-35 le quitarán el balón como se lo quita un adulto a un niño cuando ha roto una ventana.

Ella, en cambio, es más irreflexiva aunque tal vez más cínica que su quimérica pareja de baile. Se ha encontrado de repente con un puesto de alta responsabilidad, como es dirigir la comunidad más rica del país. Ha gestionado la pandemia no tan pésimamente como algunos sostienen y ha bajado al recreo para enfrentarse al guapo monclovita. Éste al principio la ninguneaba, después comenzó a insultarla y ahora le tiene hasta miedo. Al igual que se lo tiene el quebradizo líder del principal partido de la oposición. Es un duelo de titanes: el guapo contra ella. Nunca coinciden, siempre discrepan, porque si lo hicieran tendrían poca razón de existir.

Confieso que a mí quien siempre me ha despertado mayor atención es el hasta ahora vicepresidente de gobierno y hasta un punto de ternura. ¿Me estaré volviendo loco? Quizá, porque mis orígenes políticos son de una izquierda radical, maoísta, que no tuvo más recorrido que el de mi juventud. Luego caí en las redes del periodismo progre pero burgués y ahora en la comodidad y serenidad de la senectud.

Iglesias es Truman Burbank, el protagonista de esa gran película de final del siglo pasado, The Truman Show. Vive en un mundo que no es real, quizás como yo, de ahí que me suscite interés. Le han construido las circunstancias, le han fabricado y se ha fabricado un ambiente artificial, ficticio. Hasta ficticios son sus sentimientos con las novias de las que se enamora. Se lo ha llegado a creer y cuando ya es tarde debe y necesita escapar para sobrevivir. ¿Cómo?  Con una de esas pataletas muy suyas a las que le lleva su desmedido ego.

Ella, Díaz Ayuso es monocorde. No suele levantar la voz, aunque al principio cuando empieza su discurso temo que se vaya a romper, porque hay inseguridad en sus primeras palabras. Pero luego no. Al contrario. Es buena alumna de su guerrero jefe de gabinete, que ha renacido de las cenizas del aznarismo después de estar un largo tiempo en el ostracismo.

Seguramente yerro al asemejar a la presidenta de la Comunidad de Madrid con Anna Magnani, la extraordinaria actriz del neorrealismo italiano. Qué más quisiera la política madrileña, que, además, seguramente ni siquiera tiene dotes de interpretación ni ganas de adquirirlas. Pero yo la veo en sueños vestida de luto como Magnani, rota de dolor, en Roma, ciudad abierta, el filme de Rosellini sobre la ocupación nazi de la capital italiana. Es espabilada. Aprende rápido. Su eslogan de campaña ahora es “comunismo o libertad”. Vaya, que los tibios ya pueden espabilar.

Pero también la veo subida al escenario formando un tándem con su acérrimo enemigo de Unidas Podemos en una comedia de enredo o, si prefieren, en algo más dramático. A lo mejor terminaría queriéndose ambos, porque quienes se odian mucho luego se comprenden y hasta incluso se aman.

Cuando emerjo del sueño y veo, escucho y leo lo del bombazo que ha generado el anuncio imprevisto de Iglesias trato de hacer un análisis algo más pausado. Pienso de entrada que es un gesto impulsivo, arriesgado, imprudente, lejos de lo que se supone debe ser un hombre de Estado, y con muchas probabilidades de que termine mal para él. Pero él en el fondo donde se mueve como pez en el agua es de animador, con el micro en la mano como en los tiempos de universidad o en las concentraciones del 15 M. El aviso se lo ha dado poco antes al señor de La Moncloa, que supuestamente nada sabía y que, según los cronistas, lo ha encajado positivamente. Natural. Era un incordio el suyo en las reuniones de ministros. No contento con ello hasta le ha dicho quién debe reemplazarlo en la vicepresidencia y en la cartera de Asuntos Sociales. De acuerdo: una coalición no es un gobierno monocolor, pero de ahí a imponer con un trágala los nombres de las ministras hay un trecho.

A lo mejor me equivoco, pero pienso que la carrera política de Iglesias termina hoy al igual que terminó la del ministro griego Varoufakis, que se largó del gobierno con un portazo cuando el primer ministro aceptó a regañadientes las órdenes de Bruselas y de la troika para poner orden a las finanzas de Grecia. Muy cinematográfico. No es tan sencillo derrotar al poder establecido.

Y mientras tanto, nosotros, los atónitos e irritados espectadores asistimos a este ruido de puertas en medio de la pandemia, que pensamos que ya la hemos vencido, con el ritmo de vacunación lento y el agravamiento de la crisis social y económica, así como la territorial sin que sean capaces nuestros gobernantes de poner freno al drama. En resumen: el 4 de mayo en el gran teatro del pueblo se anuncia una apasionante velada. ¡Es la política, amigo!

 

 

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