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Mientras tantoEl show de Williamsburg

El show de Williamsburg


 

Grabando La trova neoyorquina

 

Acá se graba. Es una pequeña habitación. Una de las paredes está cubierta de libros. Desde mi asiento veo una colección de crónicas de Caparrós, el A ustedes les consta de Monsiváis, dos novelas inglesas traducidas al español. Sobre un lado del estante están paradas las letras de LOVE: las mismas que encontré alguna vez en Filadelfia. Sobre una mesa de centro han servido mate y alfajores. 

 

Acá se graba. Empiezan las preguntas y guardamos silencio. Este es un programa de radio que se difunde sin radio. «Un programa de radio para que lo escuches por teléfono» pienso que hubiera sido un eslógan delirante allá por los 1990s cuando el teléfono era un aparato inmenso que dependía de un cable.

 

La entrevistada es una narradora mexicana. Ella dice que un premio literario le pagó un salario mensual para que se sentara dos años seguidos a escribir un libro. Gloria a las ideas brillantes de Octavio Paz. Luego nos lee un ensayo sobre lunares en el cielo y estrellas en la espalda. La entrevistadora, la productora y yo guardamos silencio. Acá se graba.

 

Termina la entrevista y nos sentamos alrededor de la mesa. A la conductora se le ve más relajada. «No se debe revolver la bombilla» me reprende. Al decírmelo, regresan a mi memoria las primeras instrucciones que recibí, saliendo de la feria La Rural en Buenos Aires con mi combo de mate plástico para principiantes, marca Taragüi. No cumplía los 20 años y ya estaba listo para jugar a ser argentino: bebiendo mate a los 40 grados centígrados, entre los relámpagos que asolaban mi verano en un cuarto diminuto en una azotea en Villa Luro. Ese mismo verano llegué a Río y ahí me enseñaron que para diferenciar a los uruguayos de los argentinos había que fijarse en si iban por la calle cargando un termo. «A los argentinos sólo nos gusta tomar el mate en casa» me explicó Paula, la morena de Ituzaingó que en Botafogo me mostró su pecho calcinado por el sol, me tomó de la mano y me condujo a un sambódromo.

 

Nadie me enseñó el amor radial. Mi profesor en la universidad era el más malo del planeta. Además, se precisaba de un técnico que supiera conectar unos cables que parecían mangueras, mover las palancas, ordenar el carrete de cinta que corría de un lado a otro. Encerrado en la cabina con mi grupo, tratando de leer un guión cuya escritura nos había costado varias trasnochadas, con el técnico dando instrucciones, no quedaba otra que confiar en él. Esta tarde, mientras dura la entrevista, observo que la productora cuenta con unos audífonos pequeños. Por momentos mueve ligeramente un micrófono portátil, los ojos verdes concentrados en la pantalla de su computadora portátil. Así yo también hubiera amado la radio. 


La habitación, este pequeño estudio, tiene luz y acústica. Mientras contengo la respiración y vigilo mis manos para que a los dedos no se les ocurra tamborilear contra la mesa, mi vista va hacia los libros en la pared. «Un libro te lleva a otro libro, una lectura te recomienda a tantas otras», dice la entrevistada. «La literatura es una red». Me da por creer que así también es la vida. Es una trama al principio de la cual soy un estudiante en Lima, intentando montar un programa de radio. Muchos años después, al final de esa trama estoy yo, observando detrás de las ventanas en una calle de Williamsburg con veredas soleadas, paredes de ladrillo color vino. Estoy siendo testigo de cómo se graba este mundo que pasa ante mis ojos.


Esta bitácora que usted lee─creo yo─también está hecha de ruido y de silencios. Estas frases que escribo pensando en tareas, en sueños y en eso que nos contamos con las sombras de la tarde que caen, tomando un mate, también registran un universo. Con estas líneas, de otra manera, también se graba.

 

Y lo que no, se pierde en el silencio.


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