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El signo y la piedra. Notas sobre la serie fotográfica ‘Roma’, de David Jiménez

 

David Jiménez: Roma
Centro José Guerrero de Granada
Comisario: Carlos Martín
Hasta el 12 de enero de 2025

Lo sabemos: Roma es un palimpsesto, y un enorme desecho. Ella incita los retornos, la recursividad, el montaje. Ciudad de las desapariciones y las fundaciones; o, según evidenció Quevedo: ciudad sepultada en sus ruinas. Como en una secreta variación de esos versos -ellos mismos, por cierto, ya reelaboración de otros textos dedicados a la urbe eterna (y, sin embargo, constantemente muriendo), desde el inaugural de Giovanni Vitali, del que se conocen al menos once versiones en cinco lenguas distintas, a una de las más célebres, la de Joachim du Bellay, anterior a la de Quevedo- quien busque a Roma en ROMA (la exposición y el libro de David Jiménez) la hallará y no la hallará. Roma está ahí, es cierto, pero fragmentada, exhausta y al tiempo poderosa, violenta y sagrada, hosca: brillando por su ausencia.

En la mirada de David Jiménez la ciudad es más una idea, un recurso para la ensoñación y el trasiego de una memoria divagante e incierta, que el conjunto de unos objetos monumentales o unos lugares reconocibles por haberse vuelto historia y pasto del turismo masivo. Roma es aquí antes que nada un mito, una fábula de fuentes y pozos, de penumbras y cifras enigmáticas.

Libro y exposición se abren y cierran con dos series de imágenes -digamos gemelas, tal Rómulo y Remo- que funcionan como los marcos a partir de los cuales correrá el curso de la ensoñación y la búsqueda, de la insinuación y el sentido, siempre ambiguo, inestable, remontable: transitorio. Como el Tíber mismo que amasa sin sosiego estas riberas.
Una de estas series está conformada por letras: el alfa que principia el viaje y la letra omega que lo cierra. La otra es un hueco de ausencia, tal vez un arco que delimita un vacío; igual que la entrada de una cueva – una hendidura en la tierra – clausura la muestra y la publicación.


En medio de las desapariciones y de la materia rota, mellada, disjunta, erosionada, entre signos de lenguaje entrecortados y borrados, circulará el rumor sin fin que es Roma, ciudad eterna, efectivamente: inmortal en tanto que muerta-viva.

Todo se ha vuelto, al cabo, piedra, tanto el elemento material como el inmaterial: todo se vuelve signo… de mortalidad. Roma, es cierto, no cesa de morir. La cámara de David Jiménez no deja tampoco de perseguir las señas de esta destrucción que ningún conocimiento histórico podrá impedir. No hay duda, Roma está afectada por el tiempo, la muerte le concierne, la destrucción la acosa.

Pero, a la vez, el fotógrafo no deja tampoco de perseguir los motivos originarios, los ecos fundacionales que la ciudad nunca dejó tampoco de necesitar y, por tanto, de recordar, a través de sus ritos, sus héroes y memorias. Por ejemplo, Tito Livio: Ab urbe condita.
La serie completa de fotografías que David Jiménez realizó durante su estancia en la Academia de España en Roma (años 2016-2017) se muestra, por ello, muy atenta a todo tipo de flujos y evanescencias, al curso mismo de lo elemental en forma de manchas, líquidos, humores, marañas, espesura, desgastes.

El mito del origen se funde aquí, pues, con el de los elementos. Entonces lo original de la constitución del lugar precede a lo original de la historia de la villa misma. De este lado, diríamos que la Roma que aparece -¿o desaparece?- no atiende en realidad todavía a ningún mito específico, si no es el de una (in)cierta cosmogonía siempre reiterándose.

Toda la combinación y sucesión de imágenes que se nos propone, transita por este ímpetu morfogenético, metaestable, pleno de cursos y recursos, de fluidos y petrificaciones, vacíos y llenos, oscuridades y fulgores, nubes, subterráneos, masas pétreas y manos que aprietan la ausencia.

La cámara de David Jiménez sabe, en el fondo, que Roma es algo ondulante, indefinido, que está privado de una determinación concreta. Ella es una mezcla, una constelación abigarrada, como un mosaico sin bordes fijos (lo que, dicho sea de paso, el diseño expositivo del Centro Guerrero enfatiza con mucho acierto) donde las líneas vibran como en un grabado o flotan al modo de destellos fantasmas en el mármol o semejando materia deformable, elástica. Roma, también lo sabemos, fue un melting-pot de parvenus. Pura multiplicidad, una confusión: la plebe, en fin, sin raíces.

 

 

Por eso, también, el motivo, tan recurrente en la serie, de la cueva o el de la maleza caótica o el bosque negro originario. Porque, se diría, cuanta más larga es la secuencia del tiempo, más oscura es la boca de sombra. ROMA está, así, llena de profundidad y de cavernas, de criptas y antros o negros corredores. He ahí los símbolos o las señales de su origen: fundación cegada, punto a partir del cual el curso ya no se puede remontar.

En ROMA se muestra además el mito de Roma como imperio, energía ciega (en contraposición a la luminosa inteligencia griega, o al evanescente y espermático espíritu judío): fuerza bruta, lengua opaca. Roma no es el logos, como Atenas, ni es del libro, o del aliento, como Jerusalén. Ella es dura y áspera como la piedra, sombría como las entrañas de una cueva, tenebrosa como un fuego en lo oscuro. Roma es roca o lápida arisca, mano adusta, gesto de severo rito ancestral. Allí los cuerpos son mudos, los rostros prestos a ser lacerados, el ademán imperioso es guerrero, cortante. Dura materialidad. Concentración o tensión de una materia que se apelmaza por introversión, por hundirse hacia su propio centro.

Las imágenes, por ejemplo, del Panteón que nos muestra David Jiménez expresan esta tensión: templo redondo, poco iluminado: no hay desde luego lugar a lo diáfano, a ninguna epifanía en medio de ese recinto penumbroso. Todo es sólido y encerrado en sí mismo, oscuro, en secreto, murmurado: velado. La luz tan solo puede ser gestada en un golpe frágil y minúsculo, como en un truco de magia espejeante, un mísero milagro surgiendo de un negro terciopelo.

Apreciamos entonces la relación que se puede intuir entre toda esta latencia, este paño mortal de tinieblas, y la suprema violencia, la imposición romana, esa bélica clausura que es fama de la villa que ostentó murallas. El ojo no encuentra, aunque se afane, ninguna transparencia que se pueda atravesar; tan solo el vacío, el hueco, la brecha de ausencia que finalmente ha horadado la piedra, o la ha quebrado en sus corazas, la ha deformado o alisado en sus pliegues y cadencias. Descenso de la vida hacia lo inerte, de lo vivo orgánico y elemental -vegetación, agua o volutas de humo- que se vuelve mármol, rudas estrías o muro de piedra, y ello desde su fundación misma: ab urbe condita.

En las nonas de Quintilis (7 de julio), mientras Rómulo pasaba revista al ejército en el Campo de Marte cerca del Palus Caprae, una tormenta estalló repentinamente (acompañada de un eclipse de sol) causando una inundación en el lugar. Al despejarse, cuando los aterrorizados romanos salieron de sus refugios, su rey no se encontraba ya por ningún lado. Se había literalmente esfumado, desintegrado. También, cuando Roma decidió construir el Capitolio, se descubrió en el fondo del terreno de cimentación una cabeza humana con el rostro aún entero.

Los ritos fundacionales de la urbe así se han manifestado siempre: madre inicial, vestal, criminal: desaparecida, sustituida su leche nutricia por la de una loba; asesinato ritual de Remo por su hermano gemelo; de Caco por Hércules; lapidación de Tarpeya -la que primero abrió la ciudad cerrada al enemigo (la roca sobre la que está enterrada será el lugar de sacrificios de la comunidad)-; rayo tenebroso que, furtivo entre las tinieblas, fulmina a Rómulo; y así hasta Julio César en el foro y aún más allá.

Naturaleza que estalla, cuerpos que se entierran en lugar inexpugnable, organismos que se deshacen o lapidan, miembros que desaparecen y se esparcen. Trozos de todas las especies emergen ya desde el mismo origen pantanoso en el lupanar del Palus Caprae: el pantano de la cabra: allí donde se ubicaba el santuario de Vulcano, el dios que bate el hierro con fuego; donde más tarde se construyó el Panteón.

Fraternidad de cuerpos y piedras. Ley también de fracturas; tal es lo que construye y constituye a Roma. Ciudad de refundaciones y comienzos continuos. Inmenso depósito de fragmentos que se reorganizan una vez tras otra, para luego volver a convertirse en polvo, en muñón, en despojo. En Roma (y ROMA), la carne siempre se torna fragmentos de cuerpos, la piedra: fragmentos de materia y mundo, los signos: fragmentos de lenguaje o borrones de escritura.

Tal es la leyenda del lugar. En el origen, en los sucesivos orígenes, se halla siempre una muerte, una destrucción, traumas y cadáveres: cuerpos lacerados, desapariciones. Son efectos de fuerza, de energía, de los elementos y de los estallidos, también de los hombres: del ruido y la furia. Luego habrá de hacerse cargo de ello el senado y el pueblo, el pueblo romano. Ese es el principio de su poder, la base -o la culpa, compartida- de su imperio. Igual que de tantos restos se hará cargo el fotógrafo, a lo largo de toda la serie que circunda sin sosiego, pero tal vez también sin esperanza, a Roma.

Este rumor turbio y confuso de los orígenes es como un aire o una atmósfera que en Roma y ROMA todo lo inunda, desde los suelos hasta los cielos, de las columnas a los muros, los pliegues negros de las togas y las patas de los caballos, de las aguas a las nubes. Son también los agujeros y las manchas como puñales que colorean las estatuas descabezadas o los rojos que se vuelven hipnóticos coágulos sanguíneos. Estos cuerpos son el mismo cuerpo del rey inmemorial o el del César que será acosado, sacrificado o linchado por la turba, por los conjurados que, en secreto, yerran solitarios bajo la oscura noche entre sombras, como nos avisa en verso inmortal Virgilio: Ibant obscuri sola sub nocte per umbram.

 

Ese aire fascinante y pútrido, rumor de heridas y traiciones, de crímenes y espectros, aliento de ambiciones en destrucción, circula de imagen en imagen, de cuerpo en cuerpo, de elemento en elemento por toda la serie fotográfica como por el espíritu de la ciudad. Formando, alimentando el sistema, el colectivo: la urbe y sus familias, su fuerza: el imperio. Fundándolo, impulsando su ánimo conquistador, su orgullo ebrio de poder y de violencia.

He ahí la cosa, la cosa que desde su entraña o raíz más íntima y secreta, desde la cueva originaria de Numa o de Caco en el Aventino, desde la fosa o el enterramiento sacrificial, se hace pública. Pasa como la leyenda o las letras o los fragmentos de mano en mano, de muro en muro: es la cosa pública. Res publica. Y es ROMA, la exposición. Incapaz de olvidar jamás su origen bárbaro, y por ello estremecedor, es decir, en el más pleno sentido de la palabra: sagrado.

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