El silencio siempre
es antesala y creación. En el origen hubo silencio; y sigue presente en tantos
y tantos orígenes. El silencio crea y ordena porque, como anunciaba san
Buenaventura, el hombre cuando calla, piensa en sus caminos.
El silencio es el
principal mirador de nuestra conciencia, la forma más honda que tenemos de reconocer
nuestros pasos y de observar cuanto nos rodea. Sin embargo, nos incomoda y
perturba. Tenemos la malsana costumbre de no apreciarlo. La modernidad, y todo
lo que vino después, ha conseguido que el silencio haya adquirido multitud de
etiquetas peyorativas. No es considerado precisamente una virtud y para muchos
es una cárcel. Pero el silencio libera y colma.
Nos estamos dando
cuenta de lo que perdemos con esta actitud tan frecuente que parece encerrar al
silencio en un edificio repleto de escombros y temor. Y en la actualidad
buscamos inquietamente aprender métodos que nos permitan convertir al silencio
en una accesible vía de escape. Pero el silencio nunca deber ser una huida de lo
cotidiano, sino una entrada a nuestro interior.
El silencio no habla,
nos habla. El silencio comunica, solo hay que saber escucharlo. Es lección de
vida. A veces, uno no pude dejar de dar la razón a Emily Dickinson cuando
aseguraba que el silencio es todo lo que tenemos. El silencio es vocación y
antídoto. Por ello, Kierkegaard pensó que el silencio podría ser el gran
fármaco que remediaría todos los males.
El silencio es
paisaje y narración, acceso a nuestra realidad, es la puerta que debemos abrir
cada día.
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“Hace tres noches, mi
hija M., de tres años, me llama desde la cama: Papá, ¿escuchas el silencio?”
Daniel CAPÓ