La guerra no es un cuento para niños
En el mundo arquetípico de John Wayne, el héroe clásico americano y adalid de la virilidad, representante de valores morales absolutos como el coraje, la tenacidad y el sentido del honor, solo hay tres personajes protagonistas: los malos, los buenos, y las victimas que necesitan ser rescatados de los malos. Una forma simple de ordenar la complejidad de la existencia, ya que provee una forma explícita y clara de comportamiento. La perfecta representación de la masculinidad clásica del superhéroe.
Hay personas que confrontan con bastante asiduidad situaciones amenazadoras en las que su vida se pone en riesgo, que están sometidos a experiencias fuera del rango normal de la existencia humana: las personas en el ejército, técnicos de emergencias médicas, policías y bomberos. Estas personas son susceptibles de sufrir lo que se conoce como el síndrome de John Wayne, un estrés postraumático cuyos síntomas son siempre los mismos: flashbacks, pesadillas, recuerdos dolorosos, incapacidad para concentrarse, irritabilidad y problemas para relacionarse. Los que sufren este síndrome tienden a guardarse para sí los sentimientos y solucionan sus problemas sin contar con la ayuda de nadie.
Según dice Richard Slotkin en su libro Gunfighter nation: The myth of the frontier in twentieth-century America, el síndrome de John Wayne origina un complejo desorden de estrés similar al que sufrían los veteranos de Vietnam. Y lo que sucede es que la persona internaliza el ideal de alguien que es valiente e invulnerable a la culpa y el sufrimiento, pero se trata de un imposible, ya que no se puede estar a la altura de tamaño ideal, así que –paradójicamente– el resultado es que la persona desarrolla un intenso sentimiento de culpa y sufrimiento.
Una guerra silenciada
El pasado 18 de septiembre de 2018 el ex presidente español José María Aznar compareció ante el congreso, requerido por la Comisión de Investigación sobre la Financiación del Partido Popular que solicitó la mayoría de los grupos parlamentarios, a excepción del PP y el PNV. En dicha comparecencia negó literalmente que España hubiera mandado soldados a la guerra de Irak y que se hubiese librado allá batalla alguna. Sin embargo, la guerra de Irak comenzó el 19 de marzo de 2003, liderada por tropas estadounidenses y británicas y acompañadas de efectivos de una coalición de países, entre ellos España. Los primeros soldados españoles llegaron el 30 de julio. El 18 de abril de 2004, un día después de su toma de posesión como nuevo presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero (que había ganado las elecciones nacionales el 14 de marzo con casi 11 millones de votos) informa de la retirada de las tropas españolas de Irak. En mayo se completa el repliegue. Coincidiendo con el vacío de poder que se produce entre la salida del gobierno anterior y la toma de posesión del nuevo, sucede la batalla de Najaf, el 4 de abril de 2004: la más importante librada por el ejército español desde el asedio de Sidi Ifni (1957-1958). Dicho vacío de poder provocó la parálisis del ejército español, que apenas entró en combate, lo que le valió la reprimenda y burla del resto de sus compañeros de la coalición.
Esta batalla la recrea ficcionalmente el escritor y periodista Álvaro Colomer en su novela Aunque caminen por el valle de la muerte (Literatura Random House, 2017).
Una batalla que fue una auténtica carnicería.
El escritor de no ficción imagina y el escritor de ficción inventa
“En realidad no buscaba esta historia ni una historia bélica”, me dice Álvaro Colomer en una tarde barcelonesa de finales de agosto, sentados en una bulliciosa terraza. Lo que quería Colomer era contar la historia de un mercenario barcelonés que regresaba a su ciudad porque su hermano había estado involucrado en un asunto menor de drogas. Éste fue el germen. Contactó con un mercenario y fue a visitarlo. Éste se sorprendió por las intenciones de Colomer; le dijo: “para qué quieres inventar una historia si ya tienes una real, con mercenarios, y además hay españoles”. Ahí es cuando por primera vez escuchó la historia de la batalla de Najaf. Y se puso a investigar. Viajó a Estados Unidos, El Salvador, a diferentes puntos de España y a Irak. Y también algún viaje a Alemania. Estuvo en el tejado de la base Al-Andalus, un recinto universitario donde se había establecido la coalición, en la ciudad santa de Najaf, compartiendo el punto de vista de algunos de los combatientes de aquel lejano 4 de abril de 2004. Entrevistó a más de doscientas personas.
En primera instancia, Colomer tuvo la idea de hacer una novela de no-ficción, que fuese la propia investigación, pues esta estuvo tan plagada de cosas raras que pensó que ya per se valía la pena. Sin embargo, según la fue escribiendo se dio cuenta de que, a pesar de que había matices diferentes según el enfoque utilizado, la historia más o menos venía a ser la misma. Y el esquema no funcionaba. Fue cuando decidió que su libro tenía que ser una novela, que se fijara “en los lugares en los que estaban pasando cosas”. Una novela que fuese “más de hechos narrados que de hechos verídicos”.
Una batalla que duró ocho horas
“La Batalla de Najaf (4 de abril de 2004) enfrentó a trescientos soldados españoles contra un millar de insurgentes del autoproclamado Ejército del Mahdi. Fue una carnicería. Las cifras de iraquíes muertos en combate oscilan según la fuente: desde 30 hasta 400. En el campus universitario, rebautizado para la invasión como Base Al-Andalus, también había militares salvadoreños, hondureños y estadounidenses, así como mercenarios de la compañía privada militar Blackwater. Un miembro del Batallón Cuscatlán II, Natividad Méndez Ramos, falleció en acto de servicio y trece compañeros de su misma nacionalidad, así como tres norteamericanos, resultaron heridos de diversa gravedad. La unidad mecanizada de la Brigada Plus Ultra II, compuesta por cuatro blindados BMR, tuvo que abandonar el acuartelamiento en pleno fragor de la batalla para rescatar a un pelotón salvadoreño que había quedado aislado en el exterior. Sus ocupantes se jugaron la vida, fueron acribillados, tuvieron que defenderse. Hoy muchos de ellos siguen sufriendo pesadillas”.
El miedo
“El miedo solo es una forma de reaccionar ante una situación de peligro. Hay quien considera que es más inteligente atacar para que se acabe la situación de peligro y hay quien considera que es más inteligente huir”, dice Colomer. Quien sentencia que “en realidad en los dos casos se reacciona ante lo mismo, se está intentando que se acabe el peligro. Pero el nivel de estrés y miedo es el mismo”. Colomer, después de haberse entrevistado con muchos militares que estuvieron destinados en Irak, en la base Al-Andalus, en Najaf, comenta que tratando con ellos el tema de la cobardía, “ninguno de ellos decía que se considerara un valiente. Decían que en el momento en el que estás en una batalla no piensas en nada, simplemente ves un montón de gente que te quiere matar y tu cerebro reacciona de una manera u otra”. Todos le repetían, eso sí, con una insistencia machacona que “un hombre tiene que hacer lo que tiene que hacer”. La paradoja, sin embargo, es que se trata de una frase absurda, ya que “realmente no dices lo que ese hombre tiene que hacer. Y es algo que se repite mucho en la literatura bélica y la literatura del far west”. El sempiterno John Wayne, pues. La sensación del deber. Que se cifra en un comportamiento viril, porque “yo no digo que esté a favor –comenta Colomer–, pero la guerra hoy todavía es un hecho masculino”. Es cierto que hay un porcentaje –mínimo de mujeres en el ejército (12,6%, un porcentaje que se ha estancado en la última década), pero aun hoy es marginal. En la batalla de Najaf hubo mujeres, pero ninguna de ellas en primera línea, en los lugares decisivos.
Yo (no) soy el otro
“En ocho horas de batalla uno puede ser bueno y malo, hacer acciones nobles y nefastas, nunca se sabe cómo vamos a ser en una circunstancia, y eso se traslada a la vida real. Tengo la sensación de que ninguno de los combatientes de Najaf se reconoce en lo que fue en la batalla”, dice Álvaro Colomer. Y es que una de los convencimientos que más se repetía al entrevistar a los implicados en la batalla, cuenta el escritor barcelonés, es que muchos de ellos eran conscientes de que, durante la refriega salió una parte de sí mismos desconocida, una personalidad que nunca antes ni después volvieron a ver. Comenta Colomer que quizá eso se deba a que hay “unos ciertos constructos morales que nos han enseñado que rigen nuestra conducta en la guerra”. Más que de heroicidad, sugiere Colomer, “se trata de una cuestión de mera supervivencia”.
Todos los participantes en el conflicto bélico, sin excepción, “tienen traumas importantísimos de la guerra, y andan con psiquiatras y psicólogos. Con pesadillas por la noche. Tienen la vida destrozada”, continua Colomer, a quien le transmito mi perplejidad por haber sido capaz de hablar con tanta gente, por haber conseguido que bastantes excombatientes le confiaran sus recuerdos, memorias y pensamientos más profundos. La respuesta para ello es que, dice el escritor, “tienen una necesidad real de sacarse de encima el dolor. La mayoría de la gente con la que me encontré no era fanfarrona, alguno había, pero eran pocos y eso es creo yo porque la gente no es fanfarrona”. Y sentencia: “Estos tíos me regalaron pensamientos muy difíciles de encontrar en la vida cotidiana. Nadie te habla con tanta profundidad como alguien que ha matado”. Estaban ansiosos por contarlo, en especial los españoles, porque “apenas se les permitió intervenir y al volver aquí se encuentran con un silencio brutal”. Hombres de hierro constreñidos en una férrea disciplina castrense que se topan con la inacción de sus superiores y con el vacío de la población, a quien denodadamente se le ha tratado de ocultar una batalla feroz, la más importante del ejército español en más de cincuenta años.