Con la victoria de Emmanuel Macron en la primera vuelta de las francesas que casi asegura su triunfo en la segunda vuelta se ha vuelto a poner de moda el término «social-liberalismo», heredero de la Tercera Vía de Tony Blair y de su padre intelectual, Anthony Giddens, que se propuso con sus teorías renovar la socialdemocracia. Fueron los años de Tony Blair y su New Labour, más cercano a las teorías y prácticas económicas de Margaret Thatcher que al Atlee del Espíritu del 45. También los de Gerhard Schroder y su ortodoxa Agenda 2000. Y a continuación, de José Luis Rodríguez Zapatero, que coincidió un poco con ambos en el tiempo, con sus rebajas de impuestos y las reformas laborales (España puede haber sido un país privilegiado: tuvo social-liberalismo antes que ningún otro país gracias al ministro Carlos Solchaga).
El «social-liberalismo» defiende la libertad del individuo (quizás como eufemismo de libertad del mercado) y, al mismo tiempo, en teoría, una potente política redistributiva, poniendo un especial énfasis en la educación y la sanidad como mecanismos igualadores. En definitiva: libertad para crear riqueza con la competencia como requisito para evitar abusos de mercado -por eso las leyes anti-monopolio cobran importancia- pero, a la vez, garantizar igualdad de oportunidades con políticas sociales ambiciosas, al menos en cuanto a sus objetivos. El Estado renuncia a intervenir en la economía y deja libertad a los agentes privados, para sólo garantizar la libre competencia y corregir sus ineficiencias en el terreno social.
La música «social-liberal» puede sonar muy bien, puede ser muy agradable a los oídos de todos. Los empresarios pueden dormir tranquilos porque podrán ganar dinero y los trabajadores tienen garantizada la educación y la sanidad de sus hijos. Pero recuperar ahora esta ideología llevada a la práctica a caballo entre el siglo XX y el siglo XXI tiene serias limitaciones.
En primer lugar, porque la renuncia a sus principios clásicos, su amistad con el mercado, puede ser una de las causas por las que los partidos socialdemócratas, desde Grecia hasta España, desde Dinamarca hasta Francia, pasando por el mismo Reino Unido o por Austria, estén cosechando pésimos resultados electorales. Y esos sufragios no han desaparecido, sino que han encontrado cobijo en fuerzas que reclaman el papel del Estado como protector más o menos benévolo, más o menos cerrado, más universalista o más comunitarista. La indiferenciación entre el Pasok y Nueva Democracia en Grecia fue lo que aupó a Syriza al poder, aunque ahora no repetiría en el Gobierno. En España, Podemos conectó con la sensibilidad de los antiguos votantes socialistas. O con los de sus hijos. En Francia, Mélenchon ha pescado en el caladero que antes fue suyo: el Partido Socialista Francés. En otros casos, son los partidos ecologistas. Pero también los partidos neo-fascistas, xenófobos, racistas y de ultra-derecha.
Pero los problemas más importantes y más inquietantes no tienen que ver con la estrategia electoral que escojan unos partidos u otros. La cuestión está en que en esta coyuntura, el discurso «social-liberal» tiene peor encaje que en su primera temporada, hace ya veinte años.
El «social-liberalismo» parte de una visión idealizada del mercado, de su libertad y de su bondad. También optimista, porque su política social va dirigida a aumentar la empleabilidad de la mano de obra que corra el riesgo de quedarse en la cuneta cada vez más poblada del mercado de trabajo, como si confiara en que un mundo con niveles cercanos al pleno empleo fuera posible, como si todos los que encuentran un puesto de trabajo lograran una remuneración que les permitiera la supervivencia. Como si la educación, tal como plantean algunos teóricos, no hubiera llegado ya a dar los máximos frutos que pudiera esperarse de ella. Pero, quizás, en un mundo laboral con una mayor oferta de trabajadores y una menor demanda de manos, lo necesario sea una mayor regulación y no un Estado débil y retirado para acometer otras labores para favorecer la libre competencia empresarial. Probablemente, en este contexto, sea más necesario que nunca marcar un buen salario mínimo, reducir las jornadas para repartir el trabajo, e idear fórmulas para elevar el poder negociador del factor trabajo, que nunca ha sido tan reducido como ahora.
Un mercado de trabajo cada vez más dual, con actividades excesivamente bien pagadas y otras cuya remuneración no garantiza una vida digna, hacen imprescindible no sólo salarios mínimos dignos, sino también el establecimiento de salarios máximos, teniendo en cuenta, por supuesto, que ello no lleve a la pérdida de talento.
Un mundo con rentas del trabajo a la baja y rentas del capital al alza, no necesita menos Estado, sino más. Por un lado, con medidas como las anteriores, que mejorarían la posición de partida, es decir, que reducirían la desigualdad, que tanta insatisfacción genera, pero también vía impositiva. Circula el mantra de que los impuestos no son útiles para redistribuir, que la utilidad está en el gasto, pero para que el Estado gaste lo requerido por las necesidades sociales, tiene que ingresar lo suficiente. También hay dudas respecto a qué nivel de impuestos es socialmente aceptable, pero es algo que se educa y que se lucha, como demostró Estados Unidos desde finales del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX, cuando el tipo marginal sobre la renta se situaba por encima del 90%. Ahora es más difícil, por supuesto, las rentas altas se empoderaron hace mucho tiempo y el «sentido común» imperante en nuestra época les da la razón.
En cuanto a las plusvalías empresariales, si la tecnología y el menor uso del factor trabajo se convierte en un margen de beneficio más elevado, de alguna manera (impositiva) hay que resolver la falta de recursos con que ya y aún más a la larga se encontrará la Seguridad Social. ¿Quién se beneficia de la robotización? Será quien tenga que contribuir a la sociedad por los beneficios que se generan gracias a la nueva revolución industrial.
Cargar las nuevas necesidades financieras del Estado a la imposición indirecta es más que injusto, contraproducente con los objetivos igualitarios que se quieren conseguir. La propensión al consumo de las clases con rentas más bajas es superior a las de rentas más altas. No porque sean gastadoras e irresponsables, sino porque para cubrir sus necesidades básicas de alimento, vestido, vivienda y servicios básicos se ven obligadas a arañar más porcentaje de su renta, mientras que las rentas altas invierten y obtienen rendimientos que deberían ser gravados con tipos superiores a los actuales, que son más parecidos a los del IVA que a sus tipos marginales de IRPF. (No es una locura: numerosos fiscalistas ven más que razonable que los tipos sobre el capital vayan igualándose al IRPF).
Pero, volviendo a nuestra nueva revolución industrial, porque ése es el escenario: el de una nueva revolución industrial que van a dirigir los dueños de las máquinas, como ocurrió en las previas, en las que quienes marcaban las reglas eran los dueños de las minas de carbón, los de las fábricas de carbón o los constructores del ferrocarril. Si se quiere afrontar la nueva revolución de manera socialmente justa, es necesario no confiar tanto en el libre mercado y hacerlo más en la intervención democrática (=estatal) (¿hay que recuperar ideas socializantes?), evaluando los riesgos y los males sociales que ocasiona para ponerles pronto remedio, analizando los bienes y las oportunidades y midiendo si su tendencia natural es a la concentración en pocas manos o hay que redistribuir. ¿O es que queremos repetir los traumas sociales de los siglos XVIII y XIX?
El realismo y la ambición debe acompañar a los líderes políticos del siglo XXI. Y tampoco nos vendría mal un poco de pesimismo, un poco ponerse en lo peor, para diseñar las prestaciones más ambiciosas con las que se podría contar (rentas garantizadas, rentas básicas, complementos salariales…), para hacer bien los números, lo que se necesita gastar y lo que se necesita ingresar, sin que nadie pierda el sentido de la responsabilidad de contribuir al bien común. Pero que sea de verdad un bien común.
Sin esa ambición, el «social-liberalismo» se queda en liberalismo, como lamentablemente ocurrió en su primera puesta en práctica. Con otras recetas, renace la socialdemocracia. Por eso el «social-liberalismo» parece un espíritu al que se oye, pero al que nunca se le ve.
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