Ahora que he descubierto que los días son míos, es cuando peor llevo que mi vida se altere por cualquier imprevisto. He construido una vida a mi medida, una vida costumbrista en la que trasnocho, me arrellano en el sofá los domingos frente a una película, y si el humor me acompaña, me permito el capricho de no escribir una tarde o de escribir tanto hasta quedarme vacía. Por eso, cuando presiento que mi tranquilidad puede volar por los aires, con un cambio de planes o con cualquier llegada inesperada me enfurruño como una niña pequeña, respiro hondo y me sujeto fuerte al sillón como el que se aferra a los mandos de una nave espacial a punto de salir volando.
Si difícil es abrirle la puerta a un huésped repentino al que has de dejarle tu cama y un hueco en el armario durante un fin de semana, mejor no pensar que sucederá si de lo que se trata es de compartir además de ese hueco en el armario, tu vida: manías y rutinas incluidas, con alguien a quien aunque quieres, te espanta la idea que robe tu espacio además de tu corazón. Es entonces cuando el sofá de los domingos, el que al principio te parecía enorme cuando estabas sola, se encoge tanto que solo escapando de ti misma encuentras el espacio que te falta para respirar. Los destellos de felicidad ya no se reducen a que te calienten los pies por la noche o beber una copa de vino a destiempo, necesitas más y ese más es tan fugaz, como quedar atrapada en las líneas de un poema de Gil de Biedma, o asomarte al precipicio de la escritura sin fin, porque el vértigo de otra cosa te da miedo.
Encender la televisión y ver las historias tumultuosas de convivencia de otros, peleas, platos que vuelan y discusiones de Gran Hermano, es menos cansado y más fácil, mucho más. Viendo lo complicada que es una vida compartida sin sobresaltos, me pregunto si algún día estaré preparada para repetir los mismos errores de siempre, la convivencia feliz más allá de un fin de semana o unas vacaciones idílicas. Si todavía no me he repuesto de los veranos en familia, ya imagino domingos de paella, meriendas, eventos de compromiso de los que escapar es imposible a menos que inventes un viaje a la Luna. Y aunque sea esto lo que ahora pienso, llegará el día en que no querré otra cosa que volver a compartir mi vida y el sofá, lo presiento. Yo soy así.
Por eso en tanto llega ese momento, el inevitable momento de transigir, algo me dice que tendré que acostumbrarme cual Bridget Jones a guardar en cajones los desengaños de experiencias pasadas como se guardan los calcetines desparejados o la última carta a los Reyes Magos; pasar el plumero y poner un poco de orden a tantos despropósitos y sino inventarme una vida distinta, comprarme un sofá más grande o un armario en el que quepa además de mi felicidad egoísta, las veinte cajas y maletas que suponen el inicio de lo que se espera sea una convivencia feliz. Ya estoy hiperventilando.
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Foto: Fotograma de la película Bridget Jones