Un pelotón de soldados avanza por un túnel. Marchan en formación, marcando el paso, con sus mochilas y su indumentaria de combate. Al frente va un oficial con un sable desenvainado. El oficial y sus hombres siguen avanzando por el túnel, y oímos sus pasos rítmicos como un eco de pezuñas de caballos, y de repente vemos que todos tienen el rostro cubierto de polvo blanco. Está claro que esos soldados llevan mucho tiempo caminando bajo el sol por caminos de tierra cubierta de algo parecido a la ceniza, de algo que es blanco y se eleva del suelo y se pega al rostro sudoroso, hasta que se han metido en el túnel, un túnel que parece muy largo, tan largo al menos como los caminos cubiertos de polvo blanco que se pega a la cara.
Pero ahora los soldados salen del túnel. Aunque está oscuro, vemos que sus caras son aún más blancas que cuando estaban dentro del túnel. Los uniformes parecen muy viejos, casi harapos. Los soldados siguen avanzando hasta que se detienen al borde de un barranco. A lo lejos se ven unas luces, luces dispersas, luces tímidas. Son las luces de un poblado. El capitán llama a un soldado.
-¡Soldado Mitsuhara!
-¡A sus órdenes!
-Vaya allá abajo a ver qué son esas luces.
-¡A sus órdenes!
El soldado desaparece. El capitán y sus soldados esperan sin romper la formación. No se quitan el fusil del hombro, ni descansan, ni se quitan la pesada indumentaria de combate. Y ahora vemos que sus uniformes, o más bien los harapos que son sus uniformes, también están llenos de ese polvo blanco que parece ceniza o yeso o quizá talco.
El soldado Mitsuhara regresa corriendo del pueblo. El capitán se dirige a él.
-¿Qué es eso, soldado Mitsuhara?
-Un pueblo.
-¿Qué pueblo?
–Nuestro pueblo.
-¿Ha encontrado su casa?
-Sí. Y he visto a mi mujer, al otro lado de la ventana, preparando una sopa de miso.
-¿Y ha encontrado mi casa, soldado Mitsuhara?
-Sí, he visto su casa, mi capitán. Y he visto desde la ventana a su mujer y a sus hijos. Estaban bien, mi capitán. Su mujer estaba leyendo un libro. Sus hijos ya estaban dormidos.
-Muy bien, soldado Mitsuhara. Ya podemos irnos.
El soldado Mitsuhara hace el saludo y regresa a la formación.
El capitán coge el sable y se pone de nuevo al frente de su pelotón.
-¡Soldados, media vuelta!
El pelotón da media vuelta.
-¡Pelotón, adelante!
Y el pelotón se pone en marcha hacia el túnel. Uno, dos, uno, dos, uno, dos. Cada vez está más oscuro. Cada vez los soldados se adentran más en el túnel. Uno, dos, uno, dos, uno, dos, hasta que desaparecen por completo.
Y entonces sabemos que nunca saldrán del túnel. Y que por mucho que regresen a la colina desde la que se ven las luces del poblado, el soldado Mitsuhara nunca podrá entrar en su casa, ni anunciarle su regreso a la mujer que prepara la sopa de miso. Y sabemos que el capitán tampoco podrá entrar en aquella casa en la que su mujer está leyendo un libro y sus dos hijos están dormidos, y nunca dirá: “Hola, he vuelto, ya estoy aquí”. No, nada de eso. Ninguno de los soldados podrá regresar al poblado que tiene las luces encendidas. Nunca. Porque todos están muertos. Y nunca saldrán del túnel.
(Así recuerdo uno de los episodios de “Los sueños de Akira Kurosawa”, el que más me gustó, el que me hubiera gustado escribir aunque sepa que nunca voy a escribir nada igual de bueno. No sé si en realidad es así, o si lo he cambiado a mi gusto durante una noche de insomnio provocada por el cambio de horario y el dolor de cabeza. No lo sé. Pero así lo he recordado. Y así lo cuento).