En un arroyo cercano se remojaban los hombres en busca de la frescura perdida que corría río abajo. La mano de Dios debutaba como cuidadora de mariposas, pero al divisar la sombra de la arboleda y la ocasión de abandonar sus esforzados quehaceres, se dejó caer con suavidad y sin alertar a los ingenieros, que estaban inventando la ahogadilla. El clamor de cencerros anunciaba la llegada de los vastos rebaños, que se arrojaron al arroyo y bebieron largamente. También aparecieron la gallina Mariana, que fue a reprender a la mano de Dios por su dejadez, y los polluelos, que aprovecharon el despiste de aquélla para asomarse peligrosamente y soñar con el chapoteo. Entre el silencio de las treinta bibliotecas y el eco de los cantos de lavadero, que sonaban un poco más abajo, la mano de Dios decretó una temporada de sosiego y encomendó a la corriente los afanes de los hombres.