Agapito Marazuela Albornos fue un ser poco común. Tocaba la dulzaina –“este pequeño instrumento primitivo”, como él lo denominó- en las celebraciones de los pueblos, acompañando a un tamboritero, para pagarse las clases de guitarra a cuyo aprendizaje dedicaba ocho horas diarias. La guitarra fue el soul de Agapito Marazuela y hasta la Niña de los Peines, que lo escuchó rasgar en un tablao de Madrid, quiso convertirlo en tocaor.
Gracias a las redes virtuales tejidas y retejidas, que me invitan a escenarios, palabras, fechas y sucedidos que de otra manera sería imposible averiguar, sé de las tonadas de mi discretísimo maestro de guitarra, conozco el verbo cotidiano de ese hombre de la Castilla profunda que nació cuando se extinguía el siglo XIX, que engarzaba sin petulancia en su relato palabras como “melismas”, “grupetos”, “revoladas”, “tresillos”, y que proclamaba para la música castellana esencias berberiscas.
Era un discurso el suyo que nada tenía que ver con el de un hombre de pueblo, que es lo que él era, en realidad: un segoviano de Valverde del Majano que desde muy niño viajó con su padre, un arriero que comerciaba por los pueblos castellanos tirando de un burro y su carro. Agapito no tenía miedo al frío ni a los perros de las aldeas que visitaban y en las que se empapaba de los cantos de arada, de matanzas o de bodas que los campesinos entonaban aquí y allá. En las jornadas de esquileo, en las romerías, en las ferias, mi maestro aguzaba su privilegiado oído de niño casi ciego para sentir las dulzainas y oír cantar al trigo, de modo que a los 13 años sabía tocar esa especie de chirimía segoviana y trasteaba con la guitarra. A los 14, don Joaquín, el profesor de la Banda de la Academia de Artillería de Segovia, le enseñó el solfeo, los métodos musicales de conservatorio y el pentagrama y, cuando hubo aprendido, Agapito extrajo de su prodigiosa memoria aquellas cadencias y las depositó tal cual, con pequeñas composturas, en la pauta musical.
Voces, vientos y rumores
Las voces y los vientos de Castilla sonaron en su dulzaina con su propio acento, como un relato de custodia, pero el amor del maestro fue la guitarra clásica, de la que extraía rumores y cadencias, ecos y silencios de Falla, Albéniz, Turina, Moreno Torroba, y de sus preferidos: Fernando Soler y Francisco Tárrega. En su repertorio de sesenta obras Marazuela se retrotraía hasta los vihuelistas del siglo XVI.
Sus paisanos lo descubrieron y aclamaron en 1924, en un concierto que se celebró en el teatro Juan Bravo de Segovia. Un año después, en el café del Casino de La Unión –célebre enclave de tertulias de la ciudad- deleitó a una selecta concurrencia que observó que el instrumento que rasgaba Marazuela no estaba a la altura del maestro. A partir de ese momento, el periodista José Rodao se encargó de sacudir conciencias y, gracias a una crónica que publicó en el diario El Adelantado de Segovia, consiguió que la corporación provincial se comprometiera con una dádiva de 600 pesetas, poco más de la mitad de su precio, para la compra de una nueva guitarra.
Esa guitarra acompañaría a Agapito Marazuela hasta los últimos días de sus 91 años, dirigió el rumbo musical de sus jóvenes alumnos y fue el sustento económico de este hombre que se defendió en la vida sin renta alguna. La estrenó con un concierto privado en el taller de los Zuloaga con asistencia del pintor Ignacio y del poeta Antonio Machado, catedrático de francés en el instituto de Segovia.
Cumplidos los 40 años, ya afincado en Madrid desde hacía tiempo, Marazuela era un concertista de prestigio que había demostrado su virtuosismo a la guitarra en el Palacio de la Granja, invitado por los Reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia en los últimos años de su reinado, y que también daba recitales en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, en el Ateneo –donde obtuvo se ganó el respeto de escritores como Miguel de Unamuno y de Ramón María del Valle-Inclán- y en la sala Pleyel de París.
Los salones, los reconocimientos y la guitarra clásica –su amor- no ofuscaron, sin embargo, el propósito de Marazuela de continuar recorriendo los villorrios castellanos para hallar los cantos del pueblo originales, rústicos, sin mácula de refinamiento. Con ellos preparó su intervención en el Concurso Nacional de Folclore de España, que organizó el Ministerio de Instrucción Pública del Gobierno de la República y para el que contó con el apoyo de sus amigos del mundo de la cultura. Agapito Marazuela presentó en 1932 su Cancionero de Castilla la Vieja y ganó el primer premio del certamen. Formaban parte del jurado, entre otros, Oscar Esplá, Gerardo Diego y Ramón Menéndez Pidal.
La lectura del Cancionero da una idea remota del esfuerzo y el tesón que significó ese trabajo para el músico segoviano medio ciego. Musicólogos de Viena, Bruselas y Estados Unidos supieron de su importancia y se interesaron por su obra. Aquellos cantos de siega y esquileo, aquellas rondas que compiló, le hicieron merecedor del premio y del aprecio internacional. En 1933, el músico y folclorista fue pensionado por el Centro de Estudios Artísticos, presidido por Menéndez Pidal, para que siguiera sus investigaciones sobre la música popular, que compaginó con su devoción por la guitarra.
Personajes de todas las tendencias ideológicas reconocieron el trabajo de Marazuela: desde Alfredo Marquerie y el marqués de Lozoya, que alabaron públicamente la riqueza de su trabajo, hasta amigos progresistas como los compositores Conrado del Campo y Salvador Bacarisse. Pero hubo que esperar hasta el año 1964 para ver publicado su inmenso trabajo patrocinado, sorprendentemente, por la Jefatura Provincial del Movimiento de Segovia bajo el título de Cancionero segoviano. Asentada la democracia en España, la Diputación de Madrid lo reeditó en 1981 con el título de Cancionero de Castilla.
Esta recopilación atesora 337 documentos musicales, canciones y composiciones de dulzaina y tamboril de más de 50 pueblos y aldeas de Segovia y alrededores. Es música popular, en fin, recogida de los testimonios cantados, silbados, tarareados o canturreados por aquellas aldeanas y ancianas gargantas que recordaban (la música del corazón no se olvida) rondas, enramadas, despedidas de quintos, cantos de boda y de cuna; cantos religiosos y de oficio, tonadas, romances, juegos y cantos infantiles; jotas, fandangos, paloteos y melodías de dulzaina; reboladas, dianas, pasacalles, bailes de procesión, entradas de baile y bailes corridos… El Cancionero revela el trabajo sistemático de Marazuela, la exploración de caminos sin fin de Castilla, duros como el hielo y dúctiles como el barro.
El maestro, mi maestro, a veces se sentaba a la cabecera de la cama de un hombre centenario para hacerle cantar, o montaba un parlao con los labriegos de boina calada y colilla en la comisura de la boca para que le recordaran los cantos de sus antepasados. La mayoría de los testigos musicales eran ancianos y por eso Agapito tenía prisa por encontrarse con ellos, para que no se fueran de esta vida sin dejarle su copla, quizá desafinada, para la posteridad. Y no era por la gloria o el reconocimiento, sino por la consideración de legado que para el maestro tenían todas esas reliquias de identidad castellana.
La documentación que recogió Marazuela lo convirtió en un referente cultural al que consultaban hasta para poner banda sonora a películas como El libro de buen amor, para el que necesitaron temas musicales de los siglos XIV y XV.
El alma no se serena
Agapito Marazuela había descubierto a muy temprana edad que él nunca sería trajinante de lanas como su padre porque una enfermedad y un oftalmólogo de prestigio le habían dejado medio ciego. También sintió en sus carnes que la miseria y la injusticia iban de la mano en esa Castilla suya que él tantas veces recorría.
El alma de Marazuela quedó marcada por sus largas experiencias con los desheredados y por aquellos encuentros en Madrid y Segovia con amistades intelectuales de la Universidad Popular y de las Misiones Pedagógicas de la República, como Ignacio Carral, periodista; Mariano Quintanilla, catedrático del Instituto; Julián María Otero, escritor; Mariano Grau, poeta; el escultor Emiliano Barral o el ceramista Fernando Arranz. Historias de vida que lo condujeron a la militancia política, al Partido Comunista en 1932, a la Asociación de Amigos de la Unión Soviética y a las Milicias Antifascistas Segovianas que el anarquista Emiliano Barral y él organizaron en el Centro Segoviano de Madrid en 1936. A punto de acabar la Guerra Civil, Agapito Marazuela ocupaba la presidencia de la Junta de este centro operativo, donde se enrolaban las milicias de la República, y allí fueron a buscarlo para llevarlo a prisión… con su guitarra.
Marazuela estuvo más de seis años encarcelado (en dos plazos: uno de 27 meses y otro de 4 años) en abarrotados penales de Madrid, Vitoria, Ávila, Burgos y Ocaña. Allí le permitieron interpretar a los clásicos para gozo de los presos y de sus carceleros. Pero nunca imaginó lo que se convertiría para él en un tormento: tocar la guitarra para los condenados a muerte.
Meses antes del cautiverio, el vasto conocimiento de la cultura popular y la militancia comunista de Marazuela habían persuadido al ministro de Instrucción Pública, Jesús Hernández, para que participara en la Exposición Universal de París de 1937 tutelando el folclore español. Aquel fue un encuentro intelectual en el que se presentó en sociedad el Guernica de Picasso. Luis Buñuel fue responsable de la programación cinematográfica del pabellón español; Joan Miró pintó allí mismo, subido en andamios, su mural El payés catalán en revolución, de enormes dimensiones, y Federico García Lorca, recién asesinado, recibió un homenaje con la colocación de un retrato gigantesco de su rostro junto a ejemplares de su obra Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías.
De vinilos y ‘entradillas’
Tres discos grabó Agapito Marazuela: dos en 1930 para la casa alemana Parlophone (tesoro de coleccionistas), y uno en 1969 por la discográfica española Columbia: un LP (larga duración) con 22 temas, titulado Folklore castellano. Poco dinero ganó Marazuela con este último ya que, como él mismo se quejaría después, firmó el contrato sin apercibirse de una cláusula según la cual la casa discográfica se convertía en propietaria de lo grabado y de lo inédito. Y ya no les quiso regalar nada más.
Diez años después, bajo la iniciativa del cantante y folclorista segoviano Ismael, se editó un disco colectivo titulado Segovia viva con interpretaciones del maestro, de Facundo Blanco, Ismael, La Banda del Mirlitón, el Nuevo Mester de Juglaría, Hadit y Joaquín González Herrero. Este último, su mejor discípulo, no olvida a su maestro ni su dulzaina allá en Bruselas donde es fiscal jefe de la Unidad del Consejo Judicial y Legal de la Oficina Europea de Lucha Antifraude.
Buena parte de los reconocimientos para Agapito Marazuela fueron póstumos: Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, instauración del Premio Europeo del Folclore y Nueva Creación Agapito Marazuela, estatua en la Plaza del Socorro de la capital segoviana y homenajes en recuerdo del maestro… siempre al son de la entradilla, esa especie de aurresku castellano, a la que Agapito Marazuela logró sacarle el sonido de su propia voz de hombre de pueblo, que es lo que sobre todo fue.
Ahora que lo pienso, maestro
Lo que realmente ocurrió o cómo yo sentía su presencia pueden ser cosas diferentes, pero sé cómo se dibujan en mi memoria sus manos delgadas, sus dedos largos y finos, y sus uñas limpísimas, redondeadas y brillantes. Lo recuerdo acomodándose la guitarra entre sus piernas, sentado en su bajita silla de enea y yo, enfrente, dispuesta a aprender.
Agapito Marazuela siempre sonreía, quizá por la inercia de su desdentado rostro, o porque era feliz escuchando las pulsaciones de mis desafinados bordones cuando me enseñaba a sostener ese cuerpo de madera, o porque mis minúsculos y regordetes dedos pisaban a duras penas los trastes y conseguían la nota ensayada porque, como le decía a mi madre, yo tenía buen oído.
Su sonrisa silenciosa me daba confianza y me permitía asomarme con curiosidad y disimulo tras el cristal opaco de sus gafas con intención de ver el ojo derecho que le faltaba. Y descubría siempre lo mismo: que allí solo había piel fina de párpado sellando un enigmático agujero que me conmovía. Yo sentía fascinación por ese ojo no ojo y todos los días quería ver la insondable ventana orbital. Aquella niña de diez años de finales de los 60 se preguntaba cómo Agapito podía vivir sin un ojo y por qué no le dolía.
Ahora que lo pienso, a Agapito Marazuela le hacía gracia mi curiosidad malsana y por eso sonreía, o eso me parecía a mí viendo su barbilla sobresaliente. Su mueca alegre solo se desdibujaba cuando sacaba de su guitarra la primera, la segunda y se sucedían las notas y todo él se transfiguraba adentrado en acústicas veredas, y el maestro se me escapaba de aquel local tan frío, incluso su ojo ausente brotaba de la nada para extraviarse en una lejanía musical, y yo ya no estaba para él.
Era desalentador aquel local yermo, solo amueblado con la estufa de butano que Agapito encendía nada más llegar, con la auténtica dificultad del frío extremo, los tres cuerpos casi escarchados. Mamá me acompañaba a la clase y se quedaba allí la hora entera helada de frío, sin desprenderse del abrigo, para no dejarme sola con aquel anciano del que las malas lenguas de aquella Segovia recalcitrante y profunda bisbiseaban las peores maldades (comunista, presidiario, separado). Cuando me enteré de su verdad, mucho después, creció mi admiración por ese adorable, enjuto y discreto viejito que se cruzó en mi camino con su guitarra y me enseñó los acordes del Romance anónimo y los secretos de las granaínas en aquel invierno segoviano de calles ausentes como su luz de noche cerrada.
Mercedes Lledó Patiño es periodista y profesora universitaria. Fue alumna de guitarra de Agapito Marazuela