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El sufrimiento del superior

Cierta clase de desigualdad -la intelectual, ¿la moral?- no siempre es grata para el superior, ni mucho menos. Es verdad que viene con una satisfacción  íntima de la propia superioridad, pero prevalece un saldo claramente negativo, si ponemos todos los pesos en la balanza. Contemos, de un lado, el fardo de la vaciedad, de la reiteración de lo más banal que el inferior a cada paso le echa encima, la irritación incontenible ante tanta estupidez que se ignora a sí misma.  Añádase, del otro, la exposición permanente a la agresión del mediocre, la tensión constante frente al reproche del envidioso o, en muchos casos, el sacrificio de la propia razón para disminuir la distancia y no herir al prójimo con ella. Y no se olvide la autocrítica del de arriba por su probable pecado de vanagloria ni, al final, la profunda soledad en que las más de las veces se halla.

 

Lo digo en réplica a los habituales ataques del resentido: que los de arriba disfrutan en su posición desdeñosa, que no quieren descender hasta los de abajo, que se creen destinados a destinos y placeres más exquisitos y en reserva exclusiva para un grupo de escogidos. El pequeño demanda tolerancia como autodefensa de su pequeñez y por despecho hacia todo lo superior. A éste le reprochará su aparente intolerancia y, en lo que cree una justa réplica, pedirá intolerancia contra él. Y dará por seguro el aplauso general, porque no hay pecado que en nuestros días concite más unánime condena  que ese de la desigualdad. Ni temor más extendido que el de que, creyéndonos desiguales, nos expulsen del grupo.

 

Claro que mejor puede “comprender” el mayor al menor que a la inversa. No sin esfuerzo, pero el superior puede penetrar en la mente del otro y reflexionar desde y sobre él. El inferior, por definición, no puede hacer lo propio respecto del superior. Es inferior precisamente por eso, porque no acierta a percibir lo superior ni al superior, porque no ve nada por encima de él mismo, porque hace a todo tan inferior como él… y a eso llama lo normal. Las más de las veces el de abajo rebaja cuanto toca, abaja a todos con quienes trata. Allá donde esté, la cortesía o la piedad obliga a los demás a ponerse a su altura y a suspender el ejercicio de la razón o del gusto. Donde se juntan varios, es cosa de ver cómo chapotean en los mismos charcos, cómo mediante el lugar común refuerzan entre sí la conciencia de estar en la clave de las cosas, y no ser como ésos que se tienen por tan listos. No es fácil que logren aceptar la distancia respecto de lo más valioso o incuben la voluntad de reducirla. El tópico nos pide ser nosotros mismos y nos impone el deber de no imitar a nadie. Si hubiera más admiración, no habría tanto resentimiento.

 

Ni siquiera sospechan, repito, que esos pocos pueden considerar su alejamiento no como una suerte, sino a menudo como una  desgracia. Lo que es peor, como una irremediable desgracia, porque no está en sus manos prevenir ni curar. Puesto que a esos seres selectos les es imposible renunciar a lo que son, o simplemente aspiran a ser, ni deben ni pueden querer regresar al estado de la mayoría y volverse como casi todos. Sólo habrían de querer que los otros sean como ellos para así convertirlos por fin en interlocutores y compañeros de travesía. Pero ese es un deseo impotente, que depende del deseo de los otros. El propósito mayoritario es justamente el opuesto: quiere nada más que eso poco que por lo general desea, precisamente porque ni intuye siquiera que exista nada más alto y pueda aspirarse a algo mejor. En el fondo, no es que esa mayoría se quiera demasiado a sí misma, sino demasiado poco.

 

La desigualdad del superior es dolorosa para el inferior… y también para el superior. Pero sólo puede superarse mediante una inmensa tarea de igualación política y moral hacia arriba y no por abajo. Esa igualdad que eleva a los inferiores hará desaparecer poco a poco a los superiores para aumentar el número de sus iguales. Con gran placer de los superiores, por cierto, si son en verdad tales.

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