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Universo eleganteSaludEl suicidio y sus huellas. Una conversación con María A. Oquendo

El suicidio y sus huellas. Una conversación con María A. Oquendo

María A. Oquendo es presidenta de la Asociación Americana de Psiquiatría y especialista en suicidio, trastorno bipolar y depresión mayor. Hija de compostelana y puertorriqueño, rondaba la veintena cuando llegó a Nueva York para estudiar en Columbia. Su mandato caduca en San Diego en 2017. Hasta entonces, quiere reforzar el tratamiento comunitario y la prevención, y conmina a republicanos y demócratas a sacar adelante la Ley de Reforma de la Salud Mental. El asesino silencioso y sus múltiples derivaciones fueron el principal recodo de esta conversación.

 

—¿Cómo llega a la psiquiatría? ¿Por qué decide hacerse psiquiatra?

—Pues la verdad es que no tenía la más mínima idea de lo que era la psiquiatría ni tenía intención de hacerme psiquiatra, pero cuando hice las prácticas clínicas me encontré con que lo que más me llamaba la atención, lo que más me interesaba, era la psiquiatría. Pero básicamente porque es una rama de la medicina donde uno aún tiene la oportunidad de pasar mucho tiempo hablando con los pacientes y llegar a conocerles a fondo, y de alguna forma, encajaba muy bien con el lado humanista de la medicina, que para mí, a pesar de que me encanta la ciencia, siempre ha sido muy importante.

 

—¿Tenía algún antecedente en la familia, alguien cercano que se hubiera dedicado a la psiquiatría o fue una decisión exclusivamente personal?

—Fue personal. Mi padre es pediatra, pero a él le sorprendió muchísimo que yo eligiera la psiquiatría.

 

—Sin embargo, la pediatría y la psiquiatría tampoco están tan alejadas…

—Es verdad.

 

—¿Es la primera mujer presidenta de la APA (American Psychiatric Association)?

—No, soy la primera mujer latina presidenta de la APA. La primera fue Carol Nadelson, que fue elegida en 1985, y, desde entonces, siete mujeres han sido presidentas de la APA. De 147, eso sí…

 

—¿De dónde es?

—Nací en Santiago de Compostela, de madre compostelana y padre puertorriqueño. Llevo viviendo más de tres décadas en Nueva York. Llegué para estudiar medicina y me enamoré de la ciudad. Así que me quedé en Nueva York.

 

—¿Estudió en España?

—No. Después de que mi padre terminara la carrera de medicina, nos instalamos en Puerto Rico. También viví una temporada en el sur de Estados Unidos, por eso hablo inglés sin acento, pero mayormente me crié en Puerto Rico. Primero vine a estudiar en una universidad de las afueras de Boston y luego fui a la Universidad de Columbia a estudiar medicina. Y en Nueva York me quedé.

 

—Pero ahora, además de la presidencia de la APA, da el salto a la Universidad de Pensilvania, un paso muy importante, teniendo en cuenta que está considerada como una de las mejores escuelas de medicina de los Estados Unidos…

—Sí, paso a ser la catedrática y la directora del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Pensilvania, en Filadelfia. Es un gran reto.

 

—Por lo que hemos leído, sus propuestas de futuro como presidenta de la APA siguen la línea de lo que ha expuesto Tom Frieden, director del Centro de Control de Enfermedades (CDC) de Atlanta, cuando hablaba de acercar la salud pública a la salud mental. ¿Es la idea central de su mandato?

—Yo diría que sí. De alguna manera, mi experiencia en el campo de la formación y la investigación en salud mental global ha cambiado mi punto de vista hacia la psiquiatría y la praxis clínica. Por ejemplo, en países subsaharianos –he tenido la oportunidad de trabajar mucho, en Mozambique concretamente– se utilizan estrategias muy diferentes para poder hacer llegar la psiquiatría a la población. En Mozambique, un país en el que hay 13 psiquiatras para una población de 24 millones de habitantes, forzosamente tienen que utilizar otros métodos. En países como Estados Unidos o España contamos con muchos más psiquiatras, pero, aún así, con la necesidad que existe de la psiquiatría, los profesionales de la salud mental no vamos a dar abasto. Aunque dobláramos el número de psiquiatras que se gradúan cada año, nunca vamos a dar abasto. En particular porque se estima, al menos en Estados Unidos, que entre el 20 y el 25 por ciento de la población sufre algún trastorno psiquiátrico. O sea que si hacemos una extrapolación de los psiquiatras que vamos a necesitar, pues es mucho.

 

—También creo que entre los puntos básicos de su mandato está el de buscar modelos de salud mental más comunitarios, que tengan en cuenta mucho más el trabajo con la comunidad, con las asociaciones, con la cercanía al paciente, la continuidad de cuidados, el garantizar el dispositivo que requiera el paciente en el estadio que esté de su enfermedad…

—Sí, un enfoque comunitario, basado en un partenariado entre todos los campos que confluyen en la asistencia psiquiátrica, pero un poco diferente al modelo europeo porque, al menos en Estados Unidos, la psiquiatría comunitaria que se practica lo hace en un cierto aislamiento, como una disciplina alejada del resto de especialidades y no se trabaja en equipo junto con la medicina interna, la medicina de familia, la obstetricia o la pediatría. Creo que ahora vamos a tener que cambiar esta forma de abordar la psiquiatría. En algunas comunidades se podrá hacer así, pero en otras, el psiquiatra tendrá que ser un miembro clave del equipo de atención sanitaria que funcione como supervisor del asistente social o el psicólogo, que van a proveer los tratamientos conductuales, de comportamiento o psicológicos para aquellas personas que tengan síntomas menos pronunciados. En cambio, la atención del psiquiatra se reserva para los casos más complejos o que no respondan a intervenciones menos intensivas.

 

—Hablamos entonces de enfatizar la visión de teóricos como Atul Gawande, que también insiste en la necesidad de tener en cuenta los resultados de los tratamientos en la globalidad de la población y no solo en un individuo concreto, y en la importancia del trabajo en equipo de los profesionales de la salud, así como de recuperar el valor del diálogo y la escucha con el enfermo.

—Exactamente.

 

—En una entrevista reciente decía que “lo primero aplicar y hacer cumplir la Mental Health Parity and Addiction Equity Act”. Eso es fundamental, ¿verdad? Da la impresión de que hay un marco legal pero que no se aplica.

—Es impresionante. Sin ir más lejos, recientemente celebramos una reunión con los secretarios de salud de la Casa Blanca para explicarles cuáles son los obstáculos que ponen las aseguradoras para que los psiquiatras puedan atender a los pacientes y se les pague por la atención. Son cosas fundamentales. Y un psiquiatra que se encuentre con estos obstáculos no va a poder tener conciencia de la diferencia que hay entre la forma en que la aseguradora trata a un psiquiatra y la forma en que trata, por ejemplo, a un internista o un cirujano. Por ejemplo, a un paciente que tiene ideas suicidas cuya mujer lo encuentra con una pistola y lo trae al hospital hay que pedir permiso para ingresarlo. Usualmente se tarda una hora en conseguir ese permiso. Quiere decir que el psiquiatra tiene que estar una hora hablando por teléfono para pedir el permiso y poder ingresar a esa persona. Hasta ha habido ocasiones en las que le han preguntado al psiquiatra cuántas balas tenía la pistola, como si un individuo que estuviera en una situación tan extrema no se mereciera la hospitalización. Y luego ocurre que con un permiso para una hospitalización de 7 o 10 días, que es la media en Estados Unidos, al segundo día ya están llamando al psiquiatra para preguntarle por qué no ha dado todavía de alta al paciente. Eso no pasa en otras especialidades.

 

—Nos parecen muy importantes los puntos que señala en su programa de actuación: asegurar un papel clave de los psiquiatras en el marco legal del sistema sanitario, reforzar su importancia, la colaboración con la atención primaria, reforzar la formación… Sin embargo hay una palabra clave que destaca: la prevención. ¿Cree que en Estados Unidos y en Europa estamos preparados para abordar la prevención? ¿Hemos dado suficiente repuesta a la prevención secundaria y terciaria como para asegurar un buen abordaje de la prevención integral?

—Creo que estamos preparados para hacerlo, pero no se ha hecho suficiente hincapié en la prevención tanto en la psiquiatría como en la medicina en general. En parte porque hay una obsesión con los marcadores que nos van a poder ayudar a identificar al individuo que está en riesgo. Y esos marcadores llegarán, pero estimo que se tardará entre 7 y 15 años, tal vez en 10 años tengamos resultados tangibles en este punto. Mientras tanto tenemos muchas oportunidades para la prevención, que puede ser sumamente sencilla. Por ejemplo, sabemos que con las técnicas de screening se pueden identificar los casos de depresión cuando el paciente visita la atención primaria. Y al identificar personas que padecen depresión, ansiedad, abuso de sustancias, detectamos el riesgo de desarrollar ideas suicidas. Interviniendo sobre esos individuos se puede prevenir este tipo de resultados. De igual manera, pienso que podrían también identificarse personas que no cumplen un diagnóstico concreto, como la ansiedad o el trastorno depresivo mayor, pero que de todas maneras están sufriendo. ¿Y por qué tenemos que esperar a que la persona desarrolle un cuadro clínico más grave? Una persona con preparación universitaria en salud mental podría muy fácilmente aprender a hacer intervenciones como Behavioral activation o Motivational interviewing para ayudar a la persona que está abusando de sustancias a identificar las razones y aliarse con las ideas positivas.

 

—En el caso del suicidio, ¿de qué manera podríamos trabajar? En España, la corriente mayoritaria a nivel social es que hace falta realizar un plan nacional de prevención del suicidio, pero también han aparecido dos grupos críticos: uno, los propios psiquiatras que piensan que van a ser señalados si se produce algún suicidio por causa de un fracaso en la cadena de prevención; y por otra parte, surgen voces críticas que acusan a la industria farmacéutica o a los lobbys de la psicoterapia de estar detrás de este tipo de iniciativas para vender nuevos fármacos o nuevas intervenciones dirigidos a las ideas de suicidio.

—Tengo una perspectiva muy particular sobre el suicidio porque es uno de los campos en los cuales estoy especializada. Muchas veces se considera el suicidio como el resultado de una crisis externa, ya sea financiera, emocional, relacional… Y a pesar de que muchos individuos exhiban o tengan comportamientos suicidas a partir de esos detonantes, en verdad muchos pasamos por esas cosas en la vida y no se nos ocurre pensar en el suicidio. O sea que hay una predisposición en el individuo que le motiva a responder a una crisis de esa manera determinada. Y una de las cosas que me parece de suma importancia es que sabemos que el suicidio tiene un fuerte componente hereditario. Y al igual que en las familias se habla de la herencia en casos como la tensión arterial o el cáncer de mama, también deberíamos tener conversaciones sobre el suicidio cuando se ha producido en una familia determinada. Por otra parte, también sabemos que el medio ambiente tiene influencia, porque en gemelos idénticos no hay concordancia al cien por cien en el caso del suicidio. Así que las experiencias individuales tienen un impacto importante. Pero de todas formas, sí sabemos que no es una cuestión de imitación, sino que hay una predisposición genética. Es interesante que los psiquiatras en España teman que se les culpabilice. En Estados Unidos ya se nos echa la culpa cuando se produce un suicidio. Tener un plan de prevención no te va a proteger ni más ni menos. En cualquier caso, nuestra labor es prevenir el suicidio.

 

—¿Usted cree que todos los suicidios se deben a problemas psiquiátricos?

—Bueno, lo que demuestran los estudios y los datos es que, al menos en Estados Unidos, el 95% de las personas que se suicidan tiene algún antecedente psiquiátrico. En mi opinión, dentro de ese 5 por cien restante hay personas que también sufren un trastorno psiquiátrico pero nadie se ha dado cuenta. Lo digo porque lo he visto y lo veo en personas que tienen grandes reservas emocionales e intelectuales, que pueden estar sufriendo muchísimo y nadie a su alrededor se da cuenta. Por eso yo diría que buena parte de ese 5 por cien pertenece a este grupo. En todo caso, podría haber personas que se suiciden sin tener trastornos psiquiátricos.

 

—Cambiando de tema, aunque siguiendo con la actualidad. ¿Qué te ha parecido que Holanda haya reconocido la eutanasia a 54 pacientes psiquiátricos, incluida una chica con trastorno de personalidad severo y una depresión severa, que no llegaba a los treinta años?

—Es una pregunta muy difícil, porque uno de los síntomas claves de los trastornos psiquiátricos, especialmente de ciertos trastornos de personalidad y de ciertos cuadros relacionados con el abuso de sustancias, es querer morirse. Al mismo tiempo hay una fracción de pacientes que no responden a los tratamientos. Y es de suma importancia perseverar en poder estabilizar al paciente. Y no darse por vencido. Yo me dedico a la psicofarmacología, y la mayoría de los pacientes que trato tienen trastornos que son resistentes. Hay veces que puedo resolver el problema, pero tardo uno o dos años, porque por definición cuando llegan está claro que no va a ser una cosa sencilla. Por ejemplo, tengo una paciente a la que he estado tratando durante 15 años. Y después de ingresar varias veces en el hospital por su trastorno bipolar, al fin pudimos llegar a un cocktail que la estabilizara completamente. Hubiéramos podido darnos por vencidos. Después de diez años podríamos habernos dicho: “Bueno, ya. Hemos hecho todo lo posible y nos damos por vencidos”. Y sin embargo, logramos finalmente estabilizarla. Y creo que es un buen ejemplo de la persistencia que se requiere a veces para alguno de esos trastornos.

 

—Otra cuestión: echamos de menos, sobre todo en psiquiatras norteamericanos, la formación en la psicopatología clásica europea. De hecho solo hemos visto un libro de fenomenología en las librerías y es un libro inglés, del Maudsley Hospital. ¿Por qué hay esa diferencia entre la formación entre la psiquiatría europea y la norteamericana? ¿Por qué esa diferencia entre la riqueza, tal vez exuberante, de la psicopatología clásica y la simpleza conceptual que está orientando el DSM?

—Creo que se presta atención a la fenomenología, pero se la considera de una forma diferente. Nosotros estamos en transición y la influencia de la psiquiatría biológica es de suma importancia en Estados Unidos. Y a pesar de que como le comentaba al inicio de la entrevista lo primero que me interesó de la psiquiatría era su lado humanístico, al fin y al cabo son trastornos del cerebro. Podemos filosofar sobre ellos, pero son trastornos del cerebro. Y mientras más podamos enfocarnos en esta definición del trastorno psiquiátrico, más podremos combatir el estigma, porque a mí me parece que muchos de los estigmas que existen en contra de las enfermedades psiquiátricas tienen que ver con la percepción de que los trastornos más comunes como las ansiedades, las depresiones –no tanto la esquizofrenia– son fallos morales o defectos de desarrollo emocional o madurez. En cambio, si consideramos que tenemos conocimiento de las bases y las causas biológicas de estos trastornos, podremos combatir mejor ese tipo de enfrentamiento.

 

 

 

 

Juanjo M. Jambrina (León, 1964) es director del Área de Gestión Clínica de Salud Mental del Hospital San Agustín, en Avilés. Desde hace 20 años es miembro del Comité de Redacción de Archivos de Psiquiatría y de Cuadernos de Psiquiatría Comunitaria, y colaborador habitual de La Nueva España y El Comercio-La Voz de Avilés.

 

Sergio González Ausina (Dénia, 1978) es periodista. Ha colaborado en El Mundo, El País y Factual y es autor de El periodista y la obsesión. En FronteraD ha publicado Un niño se despide. El suicidio infantil, la prensa y los culpablesEl desafío del Mal. Reedición de ‘El camino de la libertad’, 30 años de democracia en España¿Qué vas a hacer con todo esto? Una historia familiar del suicidio y mantiene el blog Cruce de caminos.

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