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El sunset de Miraflores

¿Por qué Lima no está gris?

Mi personaje mira los perros que hurgan entre la basura en esa calle por donde el taxi se ha metido saliendo del aeropuerto. Además de los cientos de cables sobre la calle (enredados unos con otros, polvorientos, mugrosos) lo que más le llama la atención es el sol. No recuerda muchos días de sol. No por lo menos a mediados de junio. Casi nunca en esos minutos que lo llevan desde el aeropuerto hacia el túnel bajo el río Rímac.

Mi personaje se asombra. De a pocos –sobre todo cuando el olor penetrante del monóxido se le mete en la nariz y no se va durante un rato largo– comienza a percibir dentro de él una sensación similar a la del arrepentimiento. ¿Qué hace ahí, en esa ciudad?

Inmediatamente siente culpa: él es esa ciudad. Él pertenece a esa ciudad. Sabe que la sensación (que no es nueva) se le irá en los días siguientes. Que el fantasma que es él (ese que alguien abraza en una librería de Miraflores y dice: ¿qué haces acá?¿no estabas en Nueva York?) se acostumbrará, que la sensación se irá. Que desandará el camino en avión y la culpa y el arrepentimiento serán reemplazados por una sensación parecida al deseo satisfecho.

Sabe (o su experiencia le ha hecho creer) que todo deseo imperfecto provoca culpa.

Mi personaje también está seguro (o cree estarlo) que en lo que le queda de vida no existe la opción de que se separe perfectamente, nunca, de esa ciudad. Respira Lima. El sol sigue ahí, el monóxido sigue ahí. Pero pronto, conforme se aproxima a su vieja casa, como lo sospechó, la sensación de impertenencia se convierte en una sustancia menos nítida. Y ve como si él no fuera ese, el cartel sobre el hostal que dice «Clausurado por tiempo indefinido».

Esa puerta le parece la sustancia de una historia en la que otro estuvo involucrado. No él.

Siente un hincón cuando unas semanas después pasa en un Uber frente al Sunset. No sabe si así le dicen todavía, pero recuerda que a ella, que ya está muerta, le gustaba ir ahí. Piensa en su cabello y en esa risa. En lo que los unía, que nunca fue deseo. Que, sin embargo, sí fue especial.

Piensa otra vez en que ese amigo y ella, los que se enredaron, los que sufrieron, también están muertos. El sunset: Recuerda (vagamente) el cuerpo de ella acomodado en su camioneta, el asiento para atrás (¿una botella de cerveza en la mano? Tal vez.)

Otra especie de sensación sacude a mi personaje cuando ve a la muchachita que alguna vez lo tentaba en el garaje de su casa. Con ese cuerpo de culebra, con esas manos con las que enredaba su cabello, a la espalda, una y otra vez. Ahora está grande. Casi no la reconoce. Le presenta a sus hijos. Sabe que es ella cuando ella sonríe. Sí. Entonces no tendría ni quince años ¿Y él? Tal vez diecinueve.

Mira los cerros. El sol. La ciudad que siempre fue suya tiene pulso y está viva. Y piensa: más viva que él. Ese fantasma que mira los cerros.

 

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