Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoEl teatro de Chéjov es un manantial de silencios

El teatro de Chéjov es un manantial de silencios


 

La crudeza de la vida le enseñó a Antón Páulovitch Chéjov a ser un humorista. Le gustaba expresarse con un misterio seductor, similar al de las adivinanzas. Lo que le complacía no era comunicarse, sino que interpretaran sus lectores lo que había dicho a través de sus palabras. Toda una idea de interactividad que desde siempre tuvo el teatro. Sin contar con la complicidad de un lector/espectador, dispuesto a aceptar la convención artística, y resuelto a interpretar su significado, no puede consumarse el misterio del arte. Por eso Chéjov resultó tan buen dramaturgo, porque escribía en clave, como llenando sus obras de sorpresas y acertijos, que debían ser encontrados y resueltos, por los que quisieran representarlas.

 

Chéjov no consideraba dramaturgo a su famoso coetáneo noruego Henrik Ibsen. Afirmaba que lo daba todo resuelto en sus textos, que sus acotaciones eran tan explícitas, que no podía considerarse teatro a su obra, porque sólo ofrecía una interpretación posible de sus textos. 

 

A pesar de las idealizadas relaciones artísticas entre Antón Páulovitch y el Teatro del Arte moscovita, (dirigido por Stanislavski y Dantchenko), sus contactos personales con el padre del Método, fueron cortésmente conflictivos. Stanislavski da buena cuenta de ello en uno de sus artículos, Chejov en el teatro del Arte, donde habla de los amables topetazos con los que el Maestro le embestía en cada uno de los encuentros que mantuvieron. Incluso el bueno de Konstantín tuvo que llegar a pedirle al autor que se ausentase de los ensayos de una de sus obras, porque las reticencias de Chéjov ante el montaje, impedían trabajar al conjunto artístico más famoso de Rusia.

 

Chéjov murió a los 44 años de una tuberculosis galopante -en junio de 1904- en un sanatorio alemán de la Selva Negra. Los especialistas afirman que no murió joven, sino que demasiado consiguieron alargarle la vida los doctores, dada la gravedad de su mal, y lo poco que atendía Antón Páulovitch a los consejos de sus médicos.

 

Estando ya gravemente enfermo no se privó de su gran pasión viajera. No sólo deambuló por Europa y el sur de Asia, sino que se embarcó hasta la isla de Sajalín, en el otro lado de Siberia, para conocer de cerca la vida de los presos en aquel terrible cautiverio helado. Aunque viajó en verano, sus médicos estaban escandalizados de lo inadecuado de ese viaje. También debieron estarlo los censores del Zar con el libro resultante, aunque no se atrevieron a prohibir la publicación de La isla de Sajalín, debido al enorme prestigio de Chéjov en la sociedad rusa de su tiempo. El relato de la barbaridad de aquellos cautiverios sigue siendo una denuncia y una proclama de libertad y progreso, formulada por aquel médico convertido en padre de la patria rusa, gracias a sus cuentos y a su alto sentido filantrópico.

 

El hijo de un siervo comerciante de Ucrania, que tuvo que comprar su libertad y la de su familia -uno a uno- llegó a vivir bien de la literatura. Chéjov era mimado tanto por editores como por el público. Sus florecientes ingresos le permitieron adquirir la propiedad de varias casas, donde tenía reunida a toda su familia, y donde no cesaban de recibir visitas; tanto de literatos y próceres, como de jóvenes escritores que le hacían llegar al Maestro Antón Páulovitch sus primeros manuscritos.

 

En Tío Vania, Chéjov se introduce entre sus personajes a través del doctor Ástrov, un médico de pueblo que suele ver como se le mueren sus enfermos, por falta de medios y medicinas para atenderlos. Ástrov es un atormentado, un utópico y un precoz ecologista, preocupado por la preservación de  la Naturaleza, como legado de las futuras generaciones. El doctor Astrov es un poeta enamorado de la belleza, pero vive solo en el campo, sin esposa y sin más causa que la redención de los pobres y la salvación de los bosques. Ástrov habla por boca y memoria del doctor Chéjov, quien tuvo que atender enfermos en epidemias y hambrunas por toda Rusia, sin poder hacer mucho más que los que sus manos le permitieron.

 

Como Ástrov, Chéjov fue un solterón casi toda su vida. No se casó hasta los 41 años. Su existencia se había reducido a su trabajo, su familia y sus escritos. Fue el Teatro del Arte quien le puso novia al alcance de la mano. La joven y bella actriz Olga Knípper fue la elegida por el Maestro. Aunque bien es cierto que Chéjov residía en Yalta, (por prescripción médica, donde el clima del mar Negro resultaba mucho más benigno que el de Moscú o San Petersburgo), y su esposa seguía viviendo casi todo el año en la capital, atendiendo a los ensayos y estrenos de las nuevas obras de su célebre esposo. El suyo fue un matrimonio casi por correspondencia.

 

Chéjov es el inventor del silencio como personaje. Esa tristeza del alma rusa, (por la que Nietszche hubiera cambiado siglos de esplendor europeo, a cambio de una sola de aquellas horas), queda fijada en sus textos, como el vacío en los huecos de una tela de araña. El silencio es una forma de comunicarse en éxtasis, como ocurre entre los apasionados amantes; aunque también puede ser entendido como una respetuosa manera de relacionarse entre seres torturados y sensibles. Ofendemos con las palabras, sin pretenderlo. Mejor que hablen las horas, el clima, y los objetos de la casa -parecen decirse sus personajes-.

 

Símbolos como peces sueltos deja Chéjov en sus textos. Estados de ánimos tan cambiantes, que un actor necesita más tiempo para justificarlos, que casi para vivirlos en el escenario. Sus acciones físicas son las convulsiones de su ánimo, y el silencio el instrumento con el que ejecutan estos trances. Los personajes de Chéjov son fantasmas de sí mismos, víctimas de sus miedos; ante ellos se rinidieron, sin ser capaces de reconocerlo. El mundo cambia constantemente, frente a la nostalgia de rutinas que atesoran los seres humanos. Todos somos ciervos heridos en la caza y persecución que nos hace el tiempo. Por eso, comprendemos y estimamos tanto las obras de Chéjov. Porque sus personajes somos nosotros mismos, retratados por un médico ruso que escribía hace más de un siglo. Certero daguerrotipo escrito.

 

Qué misterioso reconocimiento por encima del tiempo nos ofrece la lectura o la contemplación de las obras de Chéjov. Seguir revelando misterios a los seres humanos sobre sí mismos -después de muerto- es el mágico poder que adquieren los grandes maestros de la palabra escrita. La literatura entendida como una victoria sobre la muerte y el olvido. Quizás ése sea el premio que más ansían todos los que traducen sus estados de ánimo, conocimientos y experiencias, a palabras. Así sea, por los siglos de los siglos, aunque hagan falta toneladas de silencio para percibirlo.

 

* * *

 

La Editorial Alba está publicando el teatro de Chéjov en nuevas y mimadas traducciones, a cargo del Profesor de Dirección de la RESAD (Real Escuela Superior de Arte Dramático) de Madrid, Jorge Saura, quien vivió y estudió seis años en Rusia en el Teatro del Arte de Moscú. Buen conocedor de la lengua, la vida y el alma rusa, sus traducciones son respetuosas con el espíritu de Chéjov, y la musicalidad de sus textos originales. Para esta tarea ha contado con la inestimable colaboración de Bibicharifa Jakimziánova.

 

Tras haber publicado en 2010 La gaviota y Tío Vania, (con sendos artículos inéditos en lengua española de la actriz María Chitáu, y de Konstantin Rudnistki), la editorial Alba anuncia la próxima aparición de la nueva traducción de la última obra dramática de Chéjov, que en esta ocasión verá la luz bajo el nombre de El huerto de los cerezos.

Más del autor

-publicidad-spot_img