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El temor al aislamiento

 

Asusta pensar en el inmenso poder que ostenta el grupo sobre cada uno de sus miembros. Ese poder se revela precisamente en su capacidad para llevar a cabo un proceso de desindividuación. Sus ingredientes principales son la minimización de los rasgos singulares de los sujetos y el anonimato: esto es lo que permite a los individuos sumergirse en el grupo, asumir los papeles que éste les asigne, acomodarse a sus convenciones, recibir su absolución o su condena. Es sabido que el disfraz de ciertos grupos para ir a la guerra los vuelve más agresivos; también los  uniformes cumplen una función despersonalizadora.  El grupo suprime las dudas privadas, reduce las incoherencias entre lo que en el fondo creemos y lo que sin embargo hacemos. Así emerge lo que se ha llamado el “pensamiento grupal”, para referirse al deterioro de la eficiencia mental, del análisis de la realidad y del juicio moral resultante de sus presiones; o “la norma de la grupalidad”, es decir, la ciega discriminación en favor de los nuestros y en contra de los otros.

Se sabe que una de las figuras más potentes del miedo es el miedo al grupo mismo; y, en primer lugar, a ser expulsados de él. Distribuido el poder social en forma de círculos concéntricos donde el anillo central es el más poderoso y los más externos los menos, aquella fuerza centrípeta se traduce en el deseo de ser aceptado por los círculos sociales que cuentan y que nos confieren un estatus valioso. La amenaza imaginaria de ser expulsadas del grupo puede llevar a algunos a hacer cualquier cosa para evitar ese rechazo aterrador. Tocqueville lo resumió bajo la denominación de tiranía de la mayoría.

En nuestro tiempo ha sido la socióloga Noelle-Neumann, que acaba de morir, la que más ampliamente ha desarrollado la intuición anterior y sus consecuencias para la formación de la opinión pública. Las tesis centrales de su obra más conocida, La espiral del silencio, pueden condensarse así: que la sociedad amenaza con el aislamiento a los individuos desviados, que los individuos experimentan un continuo miedo a ese aislamiento, que este miedo les obliga a evaluar constantemente el clima de opinión reinante y que los resultados de tal evaluación influyen en su comportamiento público, sobre todo en la expresión u ocultamiento de sus opiniones. Semejante temor es el que mueve a la mayoría de la gente a someterse a la opinión ajena. En suma, el orden vigente es mantenido tanto por ese temor al aislamiento y la necesidad universal de ser aceptados, como por la exigencia pública de que nos amoldemos a las opiniones y comportamientos mayoritarios. ¿Y qué es entonces la opinión pública? Las opiniones y actitudes que se deben expresar en público para no aislarse y las que pueden expresarse públicamente sin correr el peligro de aislarse.

 Lo interesante de esta teoría es que nos supone a todos los miembros de la sociedad como incansables indagadores del estado y evolución de los criterios y pautas de conducta dominantes a cada momento a nuestro alrededor. Esa disposición “es un indicio de que la gente intenta continuamente evaluar la fuerza de las opiniones contrapuestas sobre un tema determinado”, y lo intenta para mejor acomodarse a la mayoritarias: en definitiva, a fin de evitar el riesgo de perder la estima de los demás, de quedarse solos. Ese miedo al aislamiento “determina si la gente expresa sus opiniones o permanece callada”. En otros términos, si pasa a la acción, siquiera mediante el ejercicio público de la palabra, o persevera en su papel de mero espectador. Es una opción que se presenta de modo más o menos acuciante según la coyuntura: “En épocas de cambios drásticos -se dirá-  es muy necesario prestar atención a cómo hay que comportarse para no quedar aislado”. Al contrario, cuando las cosas permanecen estables, basta cumplir las normas de la decencia para no chocar con la opinión pública.

 Por esa vía se forma una espiral por la que un punto de vista se va extendiendo gracias a sus voceros y el otro desapareciendo de la conciencia pública porque sus partidarios enmudecen. Lo que comienza sólo por ser opinión de una parte llega así a ser tenido por la voluntad mayoritaria y a parecer irresistible. De ahí surgen ciertos fenómenos sociales bien conocidos, a cuál más reiterado por parte de los acomodaticios, de quienes se adaptan a “lo que se lleva”. Ellos son los que prefieren correr en pelotón: tal es su máxima aspiración y, cuando no es posible por alguna repugnancia a compartir las convicciones de la mayoría, procuran al menos permanecer en silencio para ser aceptado por los demás.

Fenómeno muy afín al anterior, sería difícil hallar a quien, sobre todo en épocas de turbulentas, no experimenta la tentación de subirse al carro ganador o de pasarse al campo del que manda. No es sólo el afán de supervivencia, que eso puede estar al principio; lo más significativo es sencillamente que el poder atrae y que la resistencia cansa. La seducción del vencedor. Al final, se llega a alguna avenencia, a algún arreglo. “Bastaba un pequeño pacto con el diablo para dejar de pertenecer al equipo de los prisioneros y perseguidos y pasar a formar parte del grupo de vencedores y perseguidores”, escribía Sebastian Haffner de los primeros años del triunfo nazi. Se acaba pensando que no debe ser tan malo lo que así se ha impuesto y que, en último término, serán la percepción y opinión de uno mismo las que seguramente estarán equivocadas. Ese abandono de la actitud de resistencia también puede expresar una de sumisión a la ley del más fuerte como señal de un oscuro designio divino. Se trata de un síntoma tanto más elocuente cuanto mayor sea la dependencia del vencido respecto del vencedor, como en caso de tortura. Quien la probó, como Jean Améry, confiesa que “hubo momentos en que traté a la soberanía torturadora que ejercían sobre mi cuerpo como una suerte de respeto ignominioso. Pues quien es capaz de reducir a un hombre completamente a cuerpo y a quejumbrosa presa de la muerte, ¿no se asemeja tal vez a un dios o al menos a un semidiós?”.

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