En la edición castellano-manchega de elDiario.es, publiqué el día 12 de julio un artículo destacando la personalidad del escritor Manuel Martínez-Forega, queriendo mostrar una densa nota curricular como escritor pero también un compacto historial como pescador de truchas. En un primer y extenso párrafo de dicha gacetilla, comprimo, sin olvidar ningún dato destacado, su intensa actividad literaria. En el segundo parágrafo, doy cuenta de la exacta ubicación referencial de mi escrito, detallando que un grupo de amigos estábamos reunidos en la pensión Casa Pura del pueblo de Peralejos de las Truchas, en la provincia de Guadalara y la agreste y espléndida comarca del alto Tajo, acudiendo a la convocatoria que Martínez-Forega establece cada año, en esa villa a la que le lleva su afición a la pesca, por la que, año tras año, desde hace veintiuno, se celebra, normalmente en un fin de semana de mayo, un Encuentro Peralejense de Poesía, en el que se desarrolla un debate literario, o sociológico-literario, durante la tarde del sábado, en el amplio comedor de la pensión Casa Pura. De tal modo que, en el último encuentro poético, allí que estábamos reunidos, además del anfitrión, José Ángel, Ángel, Jorge, Sergio, Diana, Alberto, el que humildemente suscribe, etc.
La mitad final del artículo aludía a los postres de la rica cena que se sirve en la pensión y que tomamos en el cordial ofrecimiento de las hermanas Puri y Vitori, las agradables propietarias. Fui yo, precisamente, quien, ya teniendo todos delante los cafés, también lo que Manuel Martínez-Forega llama “carajillo de cuerda”, que es una manzanilla con un chorreoncito de anís, y unos chupitos mayormente de pacharán; yo, como digo, pregunté a Forega: “Manuel, ¿qué te sientes más, escritor o pescador?”, y él me respondió: “Pues mira, Amador, yo te diría que pescador”. A esa contestación, entre dubitativa y tajante, siguió una charla, muy gratamente explicativa, de lo que consistía el buen y fecundo arte de la pesca de la trucha que Manuel Martínez-Forega domina. Todos estábamos boquiabiertos escuchándole.
Antes de retirarnos a descansar, le comenté a Manuel que deseaba escribir un artículo destacando, sobre todo, su pericia de pescador; para lo cual le solicité que me enviase un texto en el que hablase de su experiencia, de la zona donde estábamos, en la que es posible pescar la trucha, y, especialmente -le insistí- del carácter o temperamento de la trucha, si es que este planteamiento es correcto. Le pedí también, claro, fotos. Yo pensaba trocear el texto que me enviase con el fin de reunir unas cuantas respuestas. Y al cabo de unos días, Manuel así lo hizo. El texto que me envió era muy largo y no lo pude reproducir entero, ya que, lógicamente, me tuve que atener a la extensión que el periódico elDiario.es naturalmente exige. Como en este presente medio, que consiste en un blog de fronterad que la propia revista, Frontera Digital, así establece en su pluriactiva sección bitácoras, no se pone límites a la extensión, me ha parecido oportuno publicar todo el texto, tan ilustrativo, que Manuel Martínez-Forega me envió, alargando lo que apareció en elDiario.es, para satisfacer a los lectores trasmitiéndoles el conocimiento tan exhaustivo, tan acabado y tan cualitativo que nuestro amigo posee de la pesca de la trucha.
LA PESCA DE LA TRUCHA
Cuando un pescador de truchas emprende una de sus salidas al río, dispone de varias técnicas que casi con seguridad aplicará atendiendo a su propio carácter personal; me explico mejor: a su modo de ser. He defendido siempre esta circunstancia que, en principio, nada nos haría pensar que estuviera ligada al simple hecho de lanzar al agua un señuelo para la captura de un pez. Pesco truchas y he visitado ríos trucheros desde los 12 años (antes, ciprínidos y pércidos eran las especies que me llamaban la atención como practicante de la «pesca parada»). Durante esos sesenta años, he recorrido la geografía peninsular desde el alto Guadalquivir en la Sierra de Cazorla, en el sur, hasta el Miño en Lugo, el Sella y el Piloña en Asturias, el Pas en Cantabria, el Irati en Navarra, y prácticamente todos los cauces del Pirineo en el norte; y desde la difícil garganta Jaranda en la comarca cacereña de la Vera, en el oeste, hasta los ríos Pitarque, Guadalope y Mijares en Teruel. He pescado en Eslovenia, Francia, Chequia, Argentina y Suiza. También durante esos sesenta años he practicado todas las modalidades comunes que admite la pesca de la trucha: al tiento con cebo natural (gabarra, lombriz, quesito, cangrejo, frailuco…); lance ligero con cucharilla o buldo; y a mosca con «cola de rata». La conclusión que he extraído ha sido precisamente aquella ‒para mí‒ certeza de que la técnica elegida está ligada indisolublemente al carácter. Por eso mi técnica favorita es la más ágil, la que exige buscar y encontrar, con determinación y largos recorridos a lo largo y ancho del río, la mejor postura de la trucha. El lance, el lance ligero es lo mío.
La trucha es un pez muy tiquis-miquis. Es necesario aclarar que la trucha que aquí cito es siempre la trucha común, Salmo trutta fario es su nombre científico. Para empezar, esta trucha exige un ecosistema elitista: aguas frías (nunca por encima de los 20º C.), muy oxigenadas, claras, con un pH ni ácido ni alcalino: entre 6,5 y 8 (una acidez de 4,5 o menos, o una alcalinidad de 9 o más son altamente nocivas para su supervivencia). La trucha muestra una susceptibilidad desesperante. Le molesta todo: el sol, el ruido, el viento fuerte, la presencia humana en las orillas; en algunas geografías no soporta que el viento sople «solano» (viento del este o sureste)… Es un pez depredador y, como todo animal depredador, muy inteligente (a la trucha no le encaja el axioma «tener memoria de pez»). Es extraordinariamente territorial: agresiva cuando algo invade su zona de caza; es caníbal y voraz cuando le aprieta el hambre, hasta el extremo de que todas sus susceptibilidades y escepticismos los troca en súbita y completa desinhibición si ha habido una eclosión de insectos específica, la que ella esperaba, no otra, pues es bien sabido que incluso con fértiles eclosiones la trucha ha seguido en sus trece: «amagada» (escondida en las orillas) o «asolada» (oculta en los fondos). Este comportamiento errático es tal vez lo que levanta pasiones en el pescador de trucha. Un comportamiento que augura resultados extremos: «hacer un bolo»; es decir, no coger ninguna trucha en toda la jornada, o «hacer un desparramo»; o sea, llegar a capturar bastantes más de un centenar de ejemplares (por poner un ejemplo verosímil y experimentado).
Aunque hay tendencias en la actitud de la trucha, ninguna es determinante ni definitiva. Se han ido construyendo creencias (producto más de la fe pesqueril; o, mejor, del deseo o frustración del pescador que de la realidad que la experiencia luego pone en solfa) que las ilustran de modo litúrgico; casi todas son de carácter local y en consonancia con la fisonomía de cada ecosistema local o regional. De las que yo conozco, éstas: «De cebo cambiarás y a la lombriz volverás» (cuando estaba permitido el cebo natural); «Lloviendo y nevando, truchas picando» (variante: «Nevando y lloviendo, truchas comiendo»); «Con viento solano, ninguna caña en la mano»; «Pájaros cantar, truchas picar», «Más vale un día nublo que cien rasos», etc.
Para encontrar un modelo que señalara las condiciones bajo las cuales la «picada» de la trucha era inequívocamente más frecuente y, por lo tanto, más segura, elaboré durante seis temporadas (por entonces, el periodo de desveda abarcaba desde el 19 de marzo hasta el 31 de agosto en baja montaña, y hasta el 30 de septiembre en alta montaña) una estadística aplicable a los ríos Tajo, Gallo y Cabrillas en la provincia de Guadalajara y basada en jornadas de pesca que, con breves descansos, se extendían desde el alba hasta el anochecer y en la que incluí diversas variables: fecha, condiciones atmosféricas (lluvia o no; viento o no; nublado o despejado; nubles y claros; etc.), temperatura, horas de mayor incidencia de picadas y señuelo artificial utilizado (cucharilla o mosca). Los datos de todas esas variables fueron volcados en un gráfico cuyo resultado fue, efectivamente, inequívoco: no había ninguna tendencia plausible; los gráficos sólo revelaban unos acusados dientes de sierra. En consecuencia, era imposible establecer un pico de acuerdo con dos o más de aquellas variables. He llegado, pues, a la conclusión de que el comportamiento de la trucha a la hora de atacar un señuelo es absolutamente impredecible.
Es verdad que existe una ligera predisposición a que la trucha pique más al alba y al anochecer; en el primer caso, porque todavía la luz del sol no es muy fuerte y las grandes truchas nocturnas todavía siguen activas; en el segundo, además de por esta circunstancia, porque son más habituales las eclosiones de insectos. Sin embargo, no siempre es así, incluso es bastante frecuente que no sea así. Consideradas algunas de estas tendencias comunes que, como digo, no se cumplen siempre, sorprende, precisamente, que en condiciones atmosféricas absolutamente desfavorables para el carácter renuente de la trucha, ésta viole cualquier convicción y en plena canícula, con calor sofocante, el cielo raso, un sol deslumbrante y en el centro del día, las truchas más grandes salgan de sus escondrijos y ataquen (sobre todo la cucharilla) con inusitada ferocidad. Pero no lancemos las campanas al vuelo: esto ocurre, pero no ocurre, y ocurre con la frecuencia suficiente para animarse a ponerlo en práctica y con la misma frecuencia que su ejercicio resulta por completo desalentador. ¿Qué hacer, entonces? Pues no hay que hacer nada. Una buena jornada de pesca de trucha ha de superar cualquier prejuicio sobre el éxito o el fracaso. Ir al río con la sabiduría suficiente para leer sus lechos y orillas como se lee un libro de aventuras. Conocer las «posturas» de la trucha, asomarse a sus lugares de caza con cautela, presentarles el señuelo con destreza y naturalidad suficientes para que no advierta que lo es, comprobar si están «cebándose», lo cual nos dará un plus de efectividad, sobre todo si disponemos del insecto que están comiendo; estar preparados para las sorpresas de los ataques (a veces, «donde menos se espera, pica la trucha»). Hay que estar concentrados en la tarea; la trucha lo exige así.
Para superar ese prejuicio del éxito a toda costa, cuando nuestro instinto depredador no ve más allá que la captura infinita en cuyo fondo anida la vanidad, basta con reflexionar sobre el lugar donde nos encontramos. Los entornos geográficos donde habita la trucha común reúnen diversos alicientes imposibles de encontrar en otros lugares ni en otros ríos. Aguas cristalinas, refrescantes, sin contaminación, altitudes donde respirar un aire puro, una variadísima vegetación que embriaga, pinares, encinas, robles, hayas, sabinas quejigos, tilos, helechos gigantes, álamos… y una fauna que a cada paso nos sorprende: venados, corzos, cabras montesas, nutrias, aves rapaces y carroñeras. En fin, basta con mirar a nuestro alrededor para dominar aquel instinto y la frustración de su fracaso. Esta actitud nos concede, además, una ventaja como es la de observar atentamente el movimiento de las libélulas, o el vuelo del carbonerillo común: ambos nos darán pautas acerca de una eclosión de insectos que nos puede proporcionar una pronta alegría. Todo ello debe alojarse en nuestro ánimo con la finalidad única de gozar de una jornada de pesca: piquen o no piquen esas raras pintonas; sí, las más raras, las más tímidas, las más tozudas cuando se empeñan en serlo.
Nada puede compararse a tomar la caña de látigo y, bañado por la dócil palidez de la luna, arrojar casi a ciegas el sereno y esperar la sorpresa del ataque ‒pero advertir la fuga‒ de las grandes truchas nocturnas; me arrebata la íntima y petulante satisfacción de sentirme, sólo a los ojos de la noche, liberador de vida, indultador de muertes como únicamente la naturaleza acepta y comprende. Seguir con los ojos la gran sombra móvil de una fario en el atardecer oscuro y cargado con la tensión de su fuerza depredadora, de su extraordinaria velocidad para el ataque, de su musculada energía idónea para cualquier combate. La trucha es el terror mismo bajo el agua en las noches de plenilunio, y me atrae con un canto mágico y misterioso.
Si, por el contrario, es al alba cuando uno se acerca al río, comprenderá en seguida el sentido del verso popular «En la alborada corre el agua». Es la hora de la luz difusa, cuando los ojos dudan y se retraen las sombras a sus sólidos perfiles; es la hora de los amaneceres empañados, perfumados, cuando las torcaces inician sus arrullos y sobre las colinas de la sierra o del plano un firmamento plomizo o un retal índigo desprendido del telar de Isis amenazan benignos. La vida sigue fluyendo por todos los senderos debatiéndose entre innumerables óbitos, sube a la superficie del río buscando la fresca caricia del cejo para ocultarse luego con los primeros rayos del sol en el seno de una furtiva melancolía y una solemne humildad. Yo estuve una vez palpitando junto al amanecer en una de esas geografías donde escuchaba decir a los lugareños que antaño las caballerías apresuraban el paso al salir del bosque y nadie podía detenerlas.
En esos amaneceres, si uno está atento, advertirá el silencio henchido de voces, el silencio tibio del bosque que vive; es la hora del tránsito de la oscuridad a la luz. Empapado con el rocío virgen de los matorrales, te invade un estremecimiento y una inexplicable emoción de miedo durante los brevísimos instantes en que el fragor de la fronda muestra su vivísima existencia. Instantes en que las lechuzas se retiran presurosas a sus copas y a sus oquedades pétreas, se ocultan las comadrejas bajo los pies del intruso, los pájaros arañeros se alimentan con frenesí de los insectos húmedos e inermes que le dan nombre atrapados en sus propias trampas, sale cauteloso el gato cerval, un gorjeo, armónico en su irregularidad, desborda los pabellones… Se oculta la fauna nocturna; despierta la fauna diurna. Es en el centro mismo de este torrente de vida visible apenas, donde la trucha, en absoluto ajena al tráfago vital, fondea en la blanda de la poza; nerviosa, activa… Un ligero cejo, bellísimo, enmascara la superficie del río, la temperatura ha ascendido quizá dos grados y el rocío comienza a evaporarse; es el momento de lavarse la cara, de casi lacerársela con el agua del rocío recogido en el seno de las hojas de los barzales. A continuación, acércate a la orilla con mucho cuidado; la corriente es intensa pese a la profundidad del cauce; coloca una cucharilla blanca del número tres. Se hace el silencio, el entorno vivo está contigo y asiste expectante. Lanza el señuelo: perfecto, el lance ha salido como tú esperabas, en diagonal a la orilla opuesta, bajo la sarga, corriente arriba. Ahora es preciso recoger despacio el sedal, dejar que la cucharilla gire y se deslice profunda. La propia corriente arrastra a su vez el hilo y diseña en el agua un recorrido semicircular. La trucha, seguro, ha visto ya la gigante larva metálica y no se arredra; sin embargo, espera; está apostada en la blanda. Cuando la cucharilla alcance la cola de la poza, la trucha lanzará su ataque infalible y definitivo. Va a suceder de un momento a otro. Tu mano derecha mantiene isócrona la flexibilidad de la caña; el sedal, tenso, avanza hacia ti en cada giro de bobina… ¡Ahí va! En efecto, ¡picó!, ¡picó! Una fuerza vibrante desplaza el hilo hacia la orilla contraria; relajas el freno del carrete. Es un ejemplar hermoso, grande, que se debate enérgicamente por desasirse y se esfuerza en fondear, pero aquí llega; es un macho fario, potente, de rostro malhumorado, el que rinde a tus pies su belleza. Pero debe ser libre (como toda belleza, ha de expresarse en sí misma, sin canon, y ninguna más evasiva a los ojos humanos que la natural belleza de la trucha común).
La pasión es una cosa que efectivamente existe y empuja, unas veces a la gloria y otras al abismo, pero no importa, empuja siempre, y no hay medio de evitarla. Una buena jornada de pesca de trucha siempre se emprende sujetos a ese empuje propio de la pasión.
Manuel Martínez-Forega