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AcordeónEl tercer jinete. Un mundo hambriento

El tercer jinete. Un mundo hambriento

 

En la Tierra viven ya más de siete mil millones de seres humanos. Alrededor de mil millones pasan hambre o están severamente desnutridos. Un mundo hambriento que debe ser alimentado sin excusas ni retrasos. El cambio climático, los desastres naturales, las guerras y la violencia, la discriminación, los altos precios de los alimentos básicos, la producción de biocombustibles y la distribución de la riqueza, todos estos factores influyen profundamente en el problema de la escasez de alimentos en el mundo. Las mujeres y los niños se encuentran entre los que más sufren por dichas causas pues forman parte de la clase social más baja en muchas sociedades de los países más pobres. Cada día, 10.000 niños mueren de hambre en el planeta. Uno cada seis segundos.

 

 

Realidad global, problema local

 

“Enjoy your meal, sir” (Disfrute de su comida, señor…), me dice la auxiliar de vuelo con una sonrisa entrenada en la cara, al servirme la cena mientras mi vuelo se acerca al corazón del continente más hambriento del planeta, el africano. Una contrariedad localizada a 11 kilómetros de altura en la atmósfera, que refleja la que ocurre demasiado a menudo a nivel del suelo. Casi mil millones de personas están malnutridas y/o pasan hambre en nuestro planeta. África se lleva una de las peores partes. Y no es porque no haya suficientes alimentos o espacio para producirlos. Es debido al pésimo reparto de los recursos y de la comida, a la especulación con los precios de los alimentos básicos, a las guerras y al cambio climático. África está castigada por todos y cada uno de estos factores.

 

Un reciente informe de Oxfam, emitido a raíz del inicio de su campaña mundial contra el hambre denominada CRECE, analiza y arroja datos preocupantes sobre la situación. Según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), aclara el documento, cada año nacen 17 millones de niños con un peso inferior al normal en el mundo. Las mujeres que, de niñas, han sufrido malnutrición tienen el 40% más de posibilidades de dar a luz a bebés que mueran antes de los 5 años. Las propias madres con malnutrición tienen mucha más probabilidad de morir durante el parto, según el PMA (Programa Mundial de Alimentos). Cada año mueren 111.000 mujeres embarazadas por malnutrición. Otro dato que da que pensar es que las mujeres gastan más dinero de sus ingresos en comida para la familia que los hombres y eso siendo ingresos inferiores. Gran parte del peso del problema recae sobre espaldas femeninas. La mitad de los agricultores del mundo son mujeres. Y África no escapa a ese porcentaje: con casi el 60% del total de la explotación agrícola en manos de ellas, principalmente en las regiones subsaharianas. El 90% del tiempo empleado en preparar alimentos (en algunas zonas el 100%) pertenece a las mujeres.

 

Abakar Mahamat es el director de Intermón Oxfam en Chad. Este chadiano de 55 años conoce bien la triste situación de su país. Una de las peores del continente. Entrevistado en su despacho de Yamena, la capital, confirma los datos de las organizaciones internacionales: “Las mujeres y los niños son siempre el sector más afectado por las crisis alimentarias. El hombre, habitualmente, emigra para buscarse la vida y aportar ingresos a la familia y la madre queda sola, al cargo del hogar y los hijos”. Mahamat añade: “Las familias son abandonadas a su suerte durante largos periodos, en muchos casos debido a la desidia del padre. En la franja del Sahel, alrededor de un 20% de las mujeres se encuentran en una situación de extrema gravedad por no poder atender las necesidades alimenticias propias y de sus hijos, que según la media es de entre 4 y 5 vástagos. Esta absoluta vulnerabilidad y el intento de disminuirla es una de nuestras principales luchas”, aclara Mahamat.

 

Para actuar con efectividad hay que someterse a las tradiciones y costumbres sociales del pueblo chadiano. Es una cuestión de respeto y de sentido común ante una sociedad cerrada que se mantiene arraigada a su pasado con fuerza. Las palabras de Abakar Mahamat suenan crueles, pero son sinceras cuando afirma: “Para una madre que ve morir a sus hijos de hambre, el sentimiento principal no es la fatalidad por la muerte en sí, sino más bien la desesperación por la pérdida absoluta de dignidad y la impotencia por no poder hacer nada. Eso es realmente lo duro”. Para él la solución no reside tanto en el reparto equitativo de recursos entre hombres y mujeres como en dar más educación y derechos a ellas de los que tienen en la actualidad. “En crear igualdad de oportunidades para las mujeres, que se desarrollen y progresen como ellos”, añade.

 

Kanem es una de las regiones de Chad y del continente más afectadas por la desnutrición y donde la crisis alimenticia parece haberse enquistado con desalentadoras perspectivas de futuro. En esta remota región del Lago Chad, en el área de Nokou, solamente interviene Médicos Sin Fronteras. Su principal batalla se libra contra la desnutrición severa en madres y sus bebés. El hospital de Nokou sirve de epicentro en un distrito sanitario atendido por esta organización no gubernamental, que alcanza una extensa región en la que se emplazan, entre arenas y acacias, hasta 10 puestos ambulantes de atención primaria. La región es un vasto desierto azotado por unas condiciones climatológicas extremas. Hasta esos puntos de asistencia acuden, cada vez que toca según un calendario fijado, madres con sus bebés desnutridos y enfermos. Caminan durante horas en condiciones extremas para que los trabajadores humanitarios atiendan a sus hijos, los exploran y registren los datos en sus fichas, a fin de controlar de cerca su frágil estado nutricional. “Parece una tarea imposible”, afirma Moussa Maina, de 37 años y enfermero, empleado local de MSF en esta misión. “Cada martes venimos a Molobou (uno de los improvisados ambulatorios) temprano y ya hay 30 o 40 madres con sus bebés esperando. Cada semana hay casos nuevos de niños desnutridos”.

 

Fonie Bechi es una de esas madres. Tiene 30 años y tres hijos. Uno de ellos, Abdulah Mohamed, de 5 años, sufre una severa anemia. Para llegar a Molobou han tenido que venir los cuatro en burro desde Gozkorou, a unas 3 horas de camino. Son nómadas de la etnia medema. “Mi marido se quedó en la aldea, al cuidado de las cabras, de las que obtenemos una leche muy pobre en nutrientes ya que los pastos con que se alimentan están muy secos”, dice Fonie con cara de hastío y cansancio.

 

Por el reducido cobertizo de adobe pasa un niño tras otro. Se les mide el brazo para determinar su grado de desnutrición, se les pesa y se inspeccionan sus ojos y nivel de hidratación. Se registran los datos y se les suministra un sobre de Plumpy Nut, un preparado hipercalórico que les ayuda a salir adelante unos días. Todos parecen la misma criatura. Apenas se diferencian niños de niñas. Cuerpecillos frágiles como el cristal, ojos vidriosos, llantos y expresiones de miedo y confusión. Fuera, una tormenta de arena recuerda lo implacable que puede ser la naturaleza con el ser humano.

 

En estas zonas del continente casi todas las familias se alimentan cuando pueden y de forma similar. Una madre emplea unos 4 kilos de harina de maíz al día –cuando hay suerte– en alimentar a su prole, unos cinco o seis miembros. Eso son unos dos kouros, la medida local, que cuestan unos 1.400 CFAS (unos 2 euros). Un precio excesivo para las familias chadianas. El país ocupa el puesto 171 de 175 en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, con un 80% de índice de pobreza.

 

Además, dichos precios podrían aumentar en un 50% en la próxima década por la especulación y hasta un 180% si contemplamos los efectos del cambio climático. Según la FAO una mujer canadiense gasta como mucho el 15% de sus ingresos en alimentos. En los hogares más pobres de África ese porcentaje puede subir hasta el 75%. Este factor provoca el malestar social, las revueltas y la violencia. Todo parece estar sórdidamente relacionado.

 

En el hospital de Nokou, Dan Züllich, de 31 años, es el único médico del centro, gestionado por MSF. Sostiene en sus manos al pequeño Mohamed Moussa de 6 meses, ante la rendida mirada de su madre Kedhela, de 25 años. “La madre se quedó sin leche materna y tuvieron que viajar desde Koulighi, a 80 kilómetros. Hace 10 días que están ingresados y que luchamos por salvar la vida del pequeño”, explica el doctor, en un más que aceptable español. Otra docena de casos muy similares ocupan la misma sala del hospital. “Hasta aquí llega un goteo continuo de pacientes de corta edad. Siempre con sus madres. Los padres parecen desentenderse de forma inexplicable”, añade con cierta indignación. Este es otro de los frentes de la ONG aquí: concienciar a los padres de que pueden salvar a sus bebés si se esfuerzan en acudir al hospital. “Se trabaja en condiciones muy difíciles y contra conceptos muy diferentes social y culturalmente, pero no por eso vamos a desistir”, dice Züllich. “Vine a MSF para hacer algo con sentido en la vida, ayudar a estas mujeres y a sus hijos es para mí como devolver todo lo bueno que me ha dado la vida. Es pagar mi deuda”.

 

 

Luchadoras impertérritas

 

Marie Dimanche Béalbaye tiene cuatro hijos y está divorciada. Ostenta un cómodo y reconocido cargo en el Ministerio del Petróleo con sede en Yamena. Marie es una especie de activista local por cuenta propia que ayuda como puede a otras mujeres de su entorno. Las últimas inundaciones afectaron mucho a su barrio, en el suburbio de Wayla. Cientos de casas de adobe fueron arrasadas por las crecidas del río Chari y se tuvieron que levantar una serie de recintos provisionales para los desplazados. Un ejemplo es el campamento de El Buen Samaritano, donde Marie Dimache ayuda como puede a las madres y familias que más lo necesitan. “He impulsado la creación de un grupo de autodefensa y vigilancia formado por vecinos desplazados, ya que los grupos de oportunistas y violentos roban en las tiendas de campaña, se aprovechan de su vulnerabilidad. Además, la seguridad en nuestras calles hará que vuelvan a circular los moto-taxis. Hoy en día estamos incomunicados en lo que a transporte público se refiere”, Explica Marie.

 

Maneke Celestine, de 35 años, perdió a su hijo de 8 en la riada de noviembre de 2010. Hoy malvive en El Buen Samaritano: “Si no llega pronto ayuda del gobierno no sé qué comeremos, el agua no es potable y casi me lo han robado todo. Marie Dimanche me ayuda como puede. Más de lo que hace nuestro Gobierno”.

 

Pequeñas iniciativas como ésta son importantes para ayudar de forma local. Otro caso es el de Céline Narmadji, educadora en derechos humanos y presidenta de la AFDCPT (Asociación de Mujeres por el Desarrollo y la Cultura de la Paz de Chad). A sus 47 años y con su elegante porte lidera a las 46 mujeres que conforman esta organización. Trabajan con medios propios y sin financiación gubernamental, con una aportación por socia de entre 1.000 y 5.000 CFAS dependiendo de los ingresos de cada una. “Las que más trabajamos somos siete u ocho, ya que otras muchas no pueden por su trabajo, por cuidar de sus hijos pequeños o por que el marido no se lo permite”, afirma Céline.

 

Desde la asociación se ocupan de mediar en conflictos locales por la tierra o el ganado, en casos de violencia doméstica o cuando el peso de la sociedad cae sobre una viuda o una adúltera, circunstancias que todavía hoy provocan rechazo: “También luchamos frecuentemente en casos de derechos de la mujer sobre la tierra, pues es una sociedad patriarcal y éstas apenas son propietarias, ni tan siquiera de las tierras de sus maridos si estos fallecen”. Forman a mujeres en cuestiones de salud, planificación familiar, derechos humanos y resolución de conflictos familiares. Céline explica: “Avanzamos muy lentamente, por los escasos recursos y porque la nuestra es una sociedad tribal, anclada en costumbres antiguas y obsoletas. Esto impide el progreso en general y el reconocimiento de la mujer en la sociedad en particular”.

 

Madame Narmadji asegura que en la sociedad chadiana se da una curiosa contradicción. La mujer no ostenta ningún poder legal, pero sí una especie de poder virtual latente. En muchos casos son las que incitan a la violencia y las luchas de los hombres y las que mantienen ciertas tradiciones crueles como la ablación: “Yo estoy mutilada por deseo de mi madre, que aprovechó una ausencia de mi padre para realizarme la escisión. Tenía sólo 6 años”, cuenta. En cuestiones de malnutrición y lucha contra el hambre es categórica: “La mujer trabaja la tierra, pero no la posee. El fruto que recoge va en gran medida a cubrir las necesidades del hombre, que aporta poco, en ese aspecto, a la familia”. Los graneros donde se almacenan las cosechas se reparten, en muchas ocasiones, de forma injusta o incluso se roba el grano. “Por eso”, asegura Céline, “los graneros deberían ser propiedad de las mujeres que han cultivado su pedazo de tierra”.

 

En la región sureña de Guera, al Este de la capital chadiana, Oxfam desarrolla proyectos de seguridad alimentaria en pequeñas aldeas del Sahel. Intentan asegurar unos niveles básicos de nutrición e higiene para afianzar la salud. Tres aspectos estrechamente ligados. Una de esas aldeas es Muray. Y una de sus beneficiarias es Sadia Isu de 19 años y de etnia moubi, de religión islámica. Esta joven y sus tres hijos hace nueve meses que no ven al hombre de la familia. Partió a buscar trabajo hace tres años y apenas ha regresado o han sabido de él en un par de ocasiones. La muchacha trabaja unas diez horas al día en la explotación de unos propietarios de tierras, a unas tres horas de distancia de su casa. La dieta básica de Saida y sus hijos es cada día la misma: mijo, la llamada boule o bola. Una especie de puré que en ocasiones se adereza con hojas salvajes de sabonier o con una salsa que ellos llaman cricket a base de insectos molidos. Este patrón se repite en miles de familias y aldeas de la región. Otras familias tienen aún menos suerte.

 

Es el caso de Sadia Usmail, de 55 años, en la aldea de Matar. Sadia alimenta muchas veces a sus ocho hijos con mijo salvaje, el fumio, recolectado entre la maleza como hace miles de años hacían nuestros antepasados. Ella es una de las llamadas termitiers: mujeres que dedican gran parte de la jornada a robarle el grano a las termitas, de sus propios hormigueros. Una práctica surrealista, pero cierta como el hambre que pasan en Matar. En el año 2010, en esta aldea murieron 30 personas por inanición, según explican los lugareños. Una situación que cuesta entender si se tiene presente que la aldea posee un granero más o menos repleto de sacos de mijo y maíz que no les pertenece. El almacén se les alquila a los nómadas trashumantes, que lo utilizan para conservar su grano y suministrarse en las largas rutas de norte a sur por donde conducen el ganado hacia el pasto y el agua según la época del año.

 

Situaciones que contrastan de forma vergonzosa con los análisis de la FAO y el Instituto Sueco de la Alimentación y la Biotecnología (SIK), que aportan datos escandalosos: cada año, los países ricos arrojan a la basura casi la misma cantidad de alimentos que se consumen en el África subsahariana en el mismo periodo, unos 230 millones de toneladas. Mientras que un europeo o un norteamericano desperdician unos 100 kilos de comida al año, un subsahariano apenas tira a la basura ni 10 kilos.

 

Según el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, las mujeres del África subsahariana emplean 40.000 millones de horas al año en buscar agua, que es lo que dedican, por ejemplo, todos los franceses a trabajar durante un año. O lo que es lo mismo: caminan el equivalente a ir y venir 16 veces a la Luna cada día.

 

En la aldea de Delep, las mujeres luchan con la ayuda de Oxfam contra el cambio climático y contra el aumento de los precios de los alimentos básicos. Un grano de arena da esperanza en un vasto desierto de oscuro porvenir. Pero es el principio de una actitud, de un frente común y firme contra el problema. Las mujeres han excavado profundos pozos de agua y cultivan todo lo que pueden en un territorio azotado por las sequías. La producción de grano se almacena y se distribuye equitativamente entre los habitantes de la aldea. Todo un ejemplo a seguir.

 

 

Un continente en guerra

 

Otro de los problemas de África: la guerra y sus nefastas consecuencias. Los ejemplos de Sudán del Sur y de la República Democrática del Congo (RDC) reflejan esta terrible realidad con claridad. En la norteña región de los Kivus, en la RDC, la guerra es una realidad que ya forma parte de la rutina de la región. Docenas de miles de desplazados se hacinan en campamentos debido al conflicto. Por la misma causa, miles de mujeres –el porcentaje más elevado del mundo– son atacadas sexualmente de forma sistemática. Los campos no pueden ser cultivados por falta de recursos y por miedo. Las enfermedades por la falta de higiene y por la malnutrición hacen que este país acapare cifras récord en cuanto a mortalidad infantil, con porcentajes aterradores: 76% en marzo de 2011. El terreno perfecto para que el caballo negro del tercer jinete paste a sus anchas. Los abundantes recursos naturales de la región son explotados por unos cuantos desalmados, entre los que se encuentran importantes empresas multinacionales que arman las guerrillas que mantienen encendida la llama de la guerra. En los alrededores de Goma, las organizaciones humanitarias intentan paliar estos efectos devastadores para la población civil, pero no es fácil.

 

En el campamento de Buhimba se amontonan unas 17.000 personas. Unos pescadores acaban de llegar con su captura del día: unos kilos de pescado del infecto lago Kivu, una especie conocida localmente como sambasha. Algo que echarse al estómago cuando la harina de las Naciones Unidas se acaba.

 

Namukara Masambo perdió a su marido, asesinado por tropas rebeldes sin identificar en Kitchanga. Es pigmea de etnia mbuti y comparte su cabaña de unos 3×2 metros con sus cuatro hijos. “Lo peor es cuando se reparte la harina y no llega para todos, la gente se pone violenta y los de mi etnia lo tenemos difícil para conseguir nuestra ración. Los pigmeos estamos muy discriminados y más una viuda como yo”, explica Namukara. La situación de los pigmeos es alarmante pues casi la totalidad de este grupo tribal ha tenido que abandonar los bosques y selvas, que son su hábitat natural, debido a la guerra. Por tanto no tienen acceso a sus fuentes habituales de alimentación: la caza y la recolección de frutos.

 

Según el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, más de 1,5 millones de mujeres y niños menores de 5 años sufren una hambruna severa en la actualidad en la República Democrática del Congo. Según este organismo, UNICEF y el Ministerio de Salud congoleño, un 15% de la población total padece una malnutrición aguda. Falta de agua potable, alimentos, semillas para cultivar y herramientas son las causas cuyo origen se halla sin duda en la eterna guerra que sufren: más de 5 millones de muertes en los últimos 13 años.

 

Sudán del Sur es el país más joven del planeta. Apenas hace dos años que declaró oficialmente la independencia. El referéndum del mes de enero de 2011 dejó muy claro que casi el 100% de la población deseaba independizarse de su eterno enemigo: Jartum y el norte. Esta tierra azotada por la guerra (continúan los combates en la zona de Abiyei, en disputa con el norte), es otro de los pastos en los que, paradójicamente, se alimenta el hambre. Los mercados de la capital, Juba, se encuentran muy mal abastecidos así que se puede imaginar cuál es la situación en el medio rural.

 

Una vez se sale de la capital el panorama pasa de gris a negro. De un aspecto de nación que se abre camino a trompicones, que intenta renacer de entre sus cenizas, con algún atisbo de progreso o de urbe poco organizada, pasamos a algo absolutamente diferente. La inmensa mayoría del país, a excepción de alguna ciudad menor, está salpicada de pequeños pueblos en los que todo son carencias. Aldeas formadas por chozas de adobe y techos de pasto seco. Agrupadas en payams, divisiones administrativas equivalentes a los municipios. Diminutos núcleos de población basados en las estructuras tribales ancestrales de siempre.

 

La principal etnia es la formada por los dinka. El propio presidente, Salva Kiir, es dinka. El vínculo de un dinka con su ganado va más allá de una mera posesión material. Es, sobre todo, el símbolo de su identidad, de su riqueza y de su estatus y reconocimiento social. Los dinka han basado siempre su economía en las reses, aunque la agricultura y la pesca –en algunas regiones– también son considerables. En la actualidad, la escasez de alimentos y las sequías han provocado que, sobre todo en el norte y en el oeste, las condiciones de existencia sean comparables a las del paleolítico: cazadores-recolectores. Un claro ejemplo lo tenemos en el estado de Warrap, donde Oxfam implanta sus programas de ayuda humanitaria y desarrollo.

 

Simón Akot es el jefe de Luonyaker, una pequeña aldea del condado de Gogrial East en Warrap. Su oficina es un luku (construcción tradicional de adobe) espacioso y fresco. Akot lo tiene claro: “Todo está por hacer. Los tiempos no son fáciles, sobre todo aquí, en mi región”. Y añade: “Las sequías y la falta de alimentos presionan mucho a la población y no es fácil mantener la calma”. Las poblaciones se concentran en los puntos de agua provocando tensiones por su reparto y por los terrenos de pasto. Es el caso de la aldea de Tap, a tan sólo 8 kilómetros al este de Luonyaker. Allí, unas 700 personas se distribuyen como pueden el agua y los estériles terrenos de siembra.

 

De Tap tuvieron que marcharse los ocho miembros de la familia de Jervis Reech. “Allí era imposible sobrevivir, sin agua y sin comida”, asegura el patriarca de los Reech. Hoy viven en Maial, en un luku que les han construido los aldeanos como ayuda. Jervis trabaja de forma eventual en los campos de mijo cercanos, “pero sólo en la época de siembra y eso no da para comer todo el año” afirma, taciturno. Las mujeres del clan hacen cestería y la venden en el mercado de Maial o de Luonyaker. Los ingresos apenas dan para cubrir las necesidades básicas. Y este patrón se repite en miles de familias del estado y del país.

 

En Dubek, otra remota aldea más al norte, la leche que proporciona el ganado es poco nutritiva por la escasez de pastos frescos. Allí los pastores dinkas se aferran a sus fusiles AK-47 para proteger su ganado del robo de clanes vecinos. La existencia masiva de armas entre la población civil es uno de los legados dejados por décadas de guerra.

 

La aldea de Abiyeitih no recibe ningún tipo de ayuda. Es uno de esos lugares olvidados. Alouel Yol tiene 28 años pero parece tener 50. “Ahora mismo dos de mis hijos están buscando frutos salvajes para poder comer algo, los otros dos son muy pequeños y apenas puedo alimentarlos ya que no tengo comida apropiada”, sentencia la joven pero desgastada Alouel. Suelen comer un par de frutos salvajes, denominados tuk, al día. Los consiguen sus hijos rebuscando entre la maleza.

 

Entre mayo y agosto se planta el mijo, cuando se tiene. De septiembre a diciembre se cosecha. Aproximadamente desde octubre a marzo las familias se alimentan de sus respectivas cosechas o de lo que pueden comprar de otras. El problema se agudiza entre abril y septiembre, entre cosecha y cosecha. Es entonces cuando hay que cazar o recolectar, cuando se pasa hambre. Cada vez hay menos presas y menos frutos salvajes. Por la explotación continuada y por el cambio climático. La escasez de agua acaba con las cosechas y las inundaciones pudren las semillas.

 

Mayen Mayen es el jefe de la aldea dinka de Dubek, tiene 52 años y rodeado de sus cinco mujeres reclama: “Estamos hartos de comer hojas de los árboles. Nuestro ganado da una leche muy aguada pues los pastos están secos. Necesitamos contenedores de agua para almacenarla en la estación seca y regar. Si pudiéramos plantar verduras estaríamos salvados. La tierra es muy dura y seca, sin herramientas es muy difícil labrarla y cultivarla”.

 

En un antiguo instituto abandonado de Wau, una ciudad al norte del país, centenares de familias retornadas tras la guerra y la segregación se apiñan en las antiguas aulas. Esperan la prometida ayuda del nuevo Gobierno, ofrecida a cambio del regreso al sur y de votar por la separación. Una situación que se repite en muchas otras zonas del país. Angeline Lineh y Paulina Hamisa pasan ya de los 40 años. Regresaron al sur en diciembre de 2010, esperanzadas por las promesas del GOSS (Goverment of South Sudan). “Vinimos en los convoyes que dispuso el Gobierno. El nuestro tenía 17 grandes camiones. Nos enviaron aquí sin nuestros enseres, dejándolo todo atrás en el norte. Seguimos esperando nuestras cosas”, atestiguan ambas. Entre las dos suman diez hijos, la media nacional por familia: “No tenemos con que alimentarlos, no van a la escuela. Sólo algunos familiares nos ayudan con algo de comida. Vendimos nuestras propiedades en Jartum, para construir un hogar en el pedazo de tierra que nos ofreció el GOSS. Pero aquí nadie nos informa de la situación y ya han pasado muchos meses. Tenemos hambre y miedo”.

 

Magdalena Abuk, Ayuen Machol, Awaich Door, Aoluot Bol. Todas son jóvenes madres que ocupan un camastro junto a sus hijos en el remoto hospital de Aweil, al norte del país, coordinado por Médicos sin Fronteras. Todos sufren malnutrición aguda y otras afecciones. Muchas pertenecen a familias de retornados. Más de 12.000 personas malviven en el campamento de Apada. Todas esperando la evolución de su nuevo país. El problema es hasta cuándo podrán resistir sin comida y casi sin agua en las afueras de Aweil. No hay escuela, ni hospital y la estación de lluvias dejará el terreno impracticable y como un caldo de cultivo perfecto para infecciones como el cólera o la malaria. Ayuen tiene sólo 17 años y su hijo, Abuk Thiel Machol, acaba de cumplir 1 año. Apenas puede alimentar a uno solo y a la pregunta de si piensa tener más hijos responde: “No depende de mí, haré lo que mi marido decida. Si quiere tener más hijos no me puedo negar”. La sombra de la carencia de derechos y la discriminación planea sobre el porvenir de Ayuen y su familia.

 

 

Desequilibrio. Negocio y clima

 

En menos de diez años la demanda de ayuda alimentaria se podría duplicar. La principal causa es el escaso apoyo internacional a la agricultura en los países pobres. Sobre todo en África. Según informan los analistas de Oxfam, entre 1983 y 2006, la ayuda al desarrollo del sector agrícola disminuyó en un 77% mientras que la ayuda a los agricultores en países ricos aumentó hasta los 250.000 millones de dólares –79 veces más que la ayuda total mundial–. ¿Increíble? ¿Indecente? Esto provocó que los agricultores de los países subdesarrollados no pudiesen competir en precios ni producción, hundiéndolos aún más en su propia miseria.

 

En 2009, el Programa de Alimentación Mundial de Naciones Unidas recibió un ayuda de 3.500 millones de dólares. La ayuda de los países ricos a sus propios agricultores fue de 252.000 millones de dólares: 72 veces más.

 

Según la FAO, en un estudio realizado en diferentes países subsaharianos, si las mujeres africanas tuvieran unos recursos agrícolas equitativos podrían aumentar la producción de alimentos hasta en un 30% según los casos.

 

En 2008, con el inicio de la gran crisis de precios de alimentos básicos, se inició también una encarnizada lucha por la apropiación de terrenos. El 80% de la tierra con la que se especuló y se vendió o compró no ha sido explotada todavía para cultivar. Más del 60% de esas tierras son africanas. Del porcentaje de tierra utilizada, y tras el análisis de algunos países afectados, sólo un 15% de media pertenece a las mujeres.

 

Otra de las controversias surge de la producción de biocombustibles y de su negocio al alza. Según la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) y una información aparecida en su portal Género y ambiente, la cantidad de grano utilizada para llenar un tanque de combustible de un vehículo con etano es la misma que necesita una persona para alimentarse un año. Indignante, si pensamos en los 1.000 millones que pasan hambre o están malnutridos. Estados Unidos destinó en 2010 el 40% de su producción de maíz a la producción de biocombustibles, en vez de alimentar bocas hambrientas y evitar la rápida subida de precios del maíz. Precios que, por otro lado, seguirán subiendo de forma alarmante debido al cambio climático en los próximos años. Olas de calor, heladas, inundaciones o sequías que afectaran muy negativamente a las cosechas de todo el mundo. En países como Sudán los cultivos se podrían reducir hasta en un 50% en las próximas décadas.

 

Antes del 2050, alerta la organización Women’s Environment Network, y debido al cambio climático, hasta un 20% más de seres humanos tendrán problemas serios para alimentarse. El 65% de esas personas que pasarán hambre serán africanas. La mayoría, una vez más, mujeres y niños.

 

Si no se frena la producción de biocombustibles, si no se ayuda a que los pequeños agricultores de adapten al cambio climático, si no se regulan los precios de los alimentos básicos, si la política exterior de las potencias mundiales no dedica más esfuerzo a evitar las guerras, si no se equilibran urgentemente los derechos de hombres y mujeres, si no se entiende que en África la mujer tiene un papel primordial en la familia y la agricultura, si no se aumentan las ayudas al desarrollo en vez de fabricar armas y en definitiva: si no se toma conciencia de la gran carga que prepara el tercer jinete y su montura en las próximas décadas, no se puede presagiar un futuro muy alentador para los africanos. Ni para ellos ni para casi nadie.

 

 

De repente, el fin del mundo

 

Nos encontramos en Metro Manila. La ciudad, contemplada a través de la cristalera del despacho de Eric Fort, director de la misión de Acción Contra el Hambre en el país, aparece impresionante a nuestros pies. Desde aquí, la isla de Mindanao queda lejos pero su desgracia no tanto. “El gran problema de este país es la carencia casi absoluta de servicios sociales, el Gobierno no los desarrolla y además los ciudadanos tampoco los reclaman, es como un conformismo exasperante”, afirma Fort. Las catástrofes humanitarias son peores si no se reacciona a tiempo o si no se tienen recursos o un plan de emergencia preparado.

 

Durante la entrevista, le pregunto a Fort sobre la violencia en Mindanao y su respuesta es clara: “El conflicto armado está aletargado, pero la gran cantidad de armas nutre el bandidaje y la violencia callejera. Además los empresarios chinos, tan abundantes en los últimos años, son un blanco perfecto para los secuestros. Las empresas pagan los rescates sin rechistar”. Un negocio muy rentable para la empobrecida población de la isla.

 

Un par de días después de mi visita a Manila y de mi encuentro con Fort, toco tierra por primera vez en la isla de Mindanao. Cerca de la capital de la Décima Región, Cagayán de Oro, se encuentra el sitio de Calaanan, en el municipio de Canito An. En sus alrededores se encuentran hasta siete campamentos que dan cobijo a unas 200 familias cada uno. Todas son víctimas de la tormenta tropical Washi. Llegó casi sin avisar. Parecía una tormenta más, agua y viento, pero esta vez fue diferente. Resultó terrible, devastadora y asesina. El mes de diciembre de 2011 el caos sobrevoló la isla de Mindanao y dejó una huella de horror y destrucción que no podrá ser olvidada jamás por los que la sufrieron.

 

Allí la llamaron Sendong en el idioma local, el bisaya. Así, con nombre propio, uno se puede dirigir a la muerte mirándole a los ojos. Ciento cincuenta litros por metro cuadrado durante más de 12 horas. Las cifras son escalofriantes: 1.500 muertos, alrededor de 1.000 desaparecidos y casi 700.000 damnificados. Cagayán de Oro e Iligan fueron las ciudades más afectadas. Hoy todavía hay unos 200.000 desplazados y 14.000 personas continúan en centros de evacuación según un informe de la OCHA (Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos humanitarios).

 

Germancita Cahayag tiene ya 51 años, casada y con un hijo de 25. “El agua se lo llevó todo, no pude salvar casi nada, sólo unos cuantos utensilios de cocina en mis manos…”, me cuenta la mujer en el interior de la tienda en la que ahora viven, ella y su familia. “Comemos lo justo para sobrevivir, no llega ayuda y el futuro…”. ¿Qué futuro? Germancita perdió su pequeño kiosco de comida callejera que era el único medio de ingreso para la familia. No hay futuro.

 

Con lágrimas en los ojos, Sherly Barsopia me cuenta: “Perdí a mi hermano en la tormenta, nunca se ha encontrado su cuerpo… todavía siento miedo cuando recuerdo el agua que me cubría hasta el cuello, no sé nadar, mi hijo me salvó la vida cuando el nivel del agua era tres veces más alto que yo…”. Sherly se recupera y continúa: “Años atrás el agua había llegado a la cintura y era fácil soportalo al estar acostumbrados, pero últimamente todo es diferente, es un infierno… cada vez llueve más, con el Sendong recuerdo cómo mis vecinos subían a sus hijos pequeños a los mangos, a muchos se los llevaba el agua… cuando llega la noche todavía tengo que poner mi radio y escucharla durante horas, pues el sonido del agua en mi cabeza no me deja dormir”.

 

Con 41 años ya cumplidos, Simplicia Mabaylan se queja de que el calor bajo las carpas del Centro de Evacuación de Xavier Heights en Balulang es insoportable. Y declara: “Apenas comemos algo de arroz y fideos a diario, nadie aporta información sobre cuál va a ser nuestro futuro, nadie del Gobierno ha venido a traer ayuda o un mensaje de esperanza, algunas familias se han instalado en fincas privadas pero los propietarios los han echado de nuevo a la calle, estamos desesperados…”. Sólo la cooperación de algunos países y organizaciones internacionales, como es el caso de ACH, la Comisión Europea o Cooperación Española, palian de algún modo las duras condiciones de vida de los afectados.

 

El 8 de marzo de 2012, el editorial del diario Philippine Star estaba dedicada a la mujer trabajadora. Un país que ha tenido a dos mujeres en la presidencia y que dispone de toda una batería de leyes apoyando los derechos de la mujer continúa evidenciando un alto índice de violencia doméstica y discriminación social contra la mujer, sobre todo en el ámbito rural, denuncia el texto. Un informe de Naciones Unidas que se menciona en el editorial asegura que si se le dieran a la mujer las mismas oportunidades y recursos que al hombre, la producción agrícola de un país en vías de desarrollo podría incrementarse entre un 20% y un 30%. El mismo informe muestra que los países con los índices más altos de desnutrición y hambre son los mismos que tienen un mayor índice de desigualdad entre hombres y mujeres. El 60% de los seres humanos que están desnutridos o pasan hambre en el mundo son mujeres. Y las mujeres filipinas están entre las más pobres del planeta, pues su país ocupa el puesto 112, según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU en 2011, el último informe sobre los 187 países que engloba: Filipinas ha bajado 15 puestos desde 2010.

 

 

Calentamiento global y seguridad alimentaria

 

Mi tocayo Al Villanueva nació en el barangay –municipio– de Tibasak, hace 11 años. Hoy su pueblo ha desaparecido casi totalmente. Quinientas casas borradas del mapa por la espantosa fuerza del agua. El chico busca restos de metales entre la devastación para después venderlos en el chatarrero y poder comprar algo de comer. Así pasa horas, él y sus colegas del barrio. Hoy, un amasijo de escombros, fango seco y malas hierbas decoran el tranquilo escenario donde ayer jugaban junto al río, donde se levantaban sus hogares. Le hago una broma con la cámara pero no sonríe. El pequeño se limita a seguir rebuscando entre los escombros.

 

Tessy Manalisy y Amalia Sultán son madre e hija. Lavan la ropa metidas en el río Cagayán. Donde ahora llega el agua antes se levantaba su casa. “Recuerdo cómo el río alcanzó más de 2 metros en pocos minutos. Todos empezamos a subirnos a los árboles, pero muchos no pudieron y se los llevó el agua”, comenta la madre. Amalia, la hija, protesta: “El Gobierno sólo da un kilo de arroz por semana y familia, eso no es nada, pasamos hambre, nuestros hijos pasan hambre…”.

 

El calentamiento global ha provocado ya que casi 30 millones de personas tengan la categoría de refugiados o desplazados climáticos en el mundo. Cada año que pasa un millón más se suma a esa cantidad. Los patrones climáticos son cada vez más difíciles de controlar y prever. Tormentas colosales como esta de Mindanao, inundaciones o sequías que golpean sobre todo a los más desfavorecidos, a aquellos que viven en frágiles viviendas o que dependen casi por completo de sus efímeras cosechas para subsistir. Es entonces cuando la seguridad alimentaria se fractura y aparece la desnutrición, sobre todo en niños menores de cinco años y en sus madres, los seres más vulnerables en muchas sociedades como la filipina.

 

En Iligan, otra de las zonas afectadas por el Sendong, la zona cero se halla a orillas del río Mandulog. Enormes puentes de acero y hormigón fueron arrastrados por la fuerza del agua y el peso de miles y miles de toneladas de madera, piedras y lodo provenientes de las orillas del curso superior del río.

 

Roey y Myrna Siclot me piden disculpas mientras me invitan a café cuando apenas ha amanecido: “Tenemos cada plato, vaso y cubierto de un color y una forma diferente, lo perdimos todo y ahora nos las arreglamos con lo que nos van dando los vecinos o las donaciones de algunas ONG. Sólo nos queda el suelo de nuestro hogar”. Roey y su mujer me narran los acontecimientos en un escenario sobrecogedor: casas derrumbadas, árboles derribados, fango, ropas sucias sobre el barro.“Eran las 9.30 de la noche cuando el agua nos llegó al pecho. Tuvimos que abandonar nuestra casa. Huimos en dirección a Cagayán de Oro y al salir a la carretera oímos una explosión tremenda. Era el puente que se había colapsado. Los restos llegaron a 5 kilómetros de aquí”. Roey añade: “Fue muy difícil escapar, pero por suerte elegimos la dirección correcta, el puente se convirtió en una presa antes de derrumbarse y creó remolinos mortales de agua, maderas y hierros. Por eso los cuerpos de nuestros vecinos aparecían mutilados. Era como si hubieran salido de una batidora”.

 

En el barrio de Santiago, en la ciudad de Iligan, el paisaje es igual de desolador. El Centro de Evacuación que acoge a los desplazados del distrito está coordinado por Acción Contra el Hambre mediante un programa de control nutricional y con las llamadas Baby Tents, un interesante concepto a la hora de atender a madres y niños afectados por una catástrofe de este tipo.

 

Sólo en Cagayán de Oro e Iligan las Naciones Unidas han contabilizado unos 42.000 niños por debajo de 5 años en riesgo de desnutrición y casi 23.000 de ellos están en los centros de evacuación creados en el área castigada por las inundaciones. De esas cifras, 8.500 niños han sido considerados casos de desnutrición severa. Dos de esos niños son las hijas de Irijiane Domato, de 23 años. Alisa y Althea tienen trece meses y un mes respectivamente y ambas son casos de SAM (Severe Acute Malnutrition, por sus siglas en inglés), como se denominan estos cuadros internacionalmente. La situación de esta familia es más que precaria, con unos ingresos de menos de 25 euros al mes. “Dedicamos todo lo que mi marido gana a la comida, lo demás es prestado o caridad”, declara la madre. La dieta es básica –arroz y verduras–, así que la desnutrición hace mella en hijos y padres. Concluye: “Espero que mis hijos crezcan pronto para que puedan trabajar y ayudar a ganar más dinero…”. Triste expectativa para una madre.

 

Las antes mencionadas Baby Tents son carpas donde el personal de ACH atiende, sensibiliza y capacita a las madres desplazadas con hijos. Allí se les dan masajes de relajación a las madres, se les enseña a alimentar correctamente a sus hijos, a dar el pecho, dibujan y se expresan artísticamente, etcétera. Además se llevan a cabo sesiones de psicodrama en las que grupos de mujeres interpretan pequeñas funciones de teatro representando escenas cotidianas de la vida con alto contenido emocional: por ejemplo, cómo afrontar una muerte o cómo una hija puede comunicar a sus padres que se ha quedado embarazada sin estar casada. Es así como se liberan tensiones y se aleja el trauma y el miedo provocado por la catástrofe y por la discriminación social a la que suelen estar sometidas.

 

Cuando abandono Iligan paso por la zona cero de nuevo. Desde la carretera se divisa una gran panorámica de las devastadas orillas del río. Sobre el lodo húmedo los habitantes han retirado una buena parte de los restos de madera y escombros y han comenzado a crear pequeñas parcelas. En ellas plantan algunos vegetales, regados con las tranquilas aguas del mismo río que trajo la destrucción y la muerte hace sólo unas semanas. Los árboles destrozados, debidamente transformados en leña seca, sirven ahora para calentar hogares y cocinar. Víctimas que ahora se alían con su verdugo y reconstruyen, con paciencia y esperanza, un nuevo hogar en el mismo sitio donde se levantaba el anterior.

 

 

Otra vez la guerra

 

Unos tipos fuertemente armados, del Grupo 12 de Operaciones Tácticas del ejército filipino, vigilan la cinta de equipaje del humilde aeropuerto de Cotabato. Después, en la carretera que conduce al centro de la ciudad, diversos puestos de control del ejército y la policía protegen los puntos de acceso a la ciudad. Aunque el conflicto que enfrenta al Gobierno filipino con el Frente Islámico de Liberación del Moro (MILF, por sus siglas en inglés) pasa por una fase de baja intensidad y se están celebrando varias tandas de conversaciones de paz, los atentados no cesan en la capital de la Región Autónoma Musulmana de Mindanao. En 2011 se contabilizaron más de 150 ataques y en 2012 un número similar, perpetrados por grupos armados de extorsionadores y por seguidores de políticos opositores. La violencia, la guerra y el miedo también multiplican las dificultades a la hora de garantizar la seguridad alimentaria de una población. Primero llega el miedo, después los desplazamientos y con ellos la consiguiente pérdida de recursos de las familias.

 

En el Centro Nutricional de Kapatangan, coordinado por ACH, se atiende cada día a varias docenas de madres con hijos desnutridos de forma crónica. Acompañamos a una de las afectadas a su hogar, una chabola ubicada en Panggao. Boraga Amin tiene 21 años y tres hijos muy pequeños. “Vivimos aquí de alquiler y mi marido trabaja la tierra para un propietario. Todo lo que gana es para alimentos básicos, no da para carne o medicinas”. Boraga me habla del problema de los rido, una especie de venganzas populares por las cuales se rige el honor de los clanes familiares en esta sociedad. “Los hay muy a menudo. Cuando dos miembros de una familia se pelean y acaba produciéndose algún asesinato, las dos familias quedan enfrentadas a muerte, todos los miembros, sólo por el hecho de llevar el mismo apellido o ser parientes”. La violencia adopta muchos rostros.

 

En el municipio de Arakan, en North Cotabato, se da el mayor índice de desnutrición de la isla. Aquí la extrema pobreza tiene mucho que ver con el hambre. Sherileen Camad tiene sólo 21 años y tres hijos. Su pequeña Ashley, de 19 meses, es un caso de desnutrición aguda, y ya hace 6 meses que está bajo tratamiento por parte de los equipos médicos de ACH. “Comemos pollo una vez al mes pues es muy caro, unos 300 pesos la pieza (unos 5 euros), y el arroz cada vez más caro, lo pagamos ya a casi 40 pesos el kilo”.

 

Helen Banjola es una de las madres de las 52 familias que se refugian en Kavalantian, todas de etnia manobo. Llegaron a esta aldea en octubre de 2011 procedentes de Upper Lombo. Según explican, fuerzas de élite del ejército filipino destruyeron algunas viviendas, asustaron a los vecinos y ejecutaron a una persona, Ramón Batoy, casado y con cinco hijos, de quien sospechaban que era uno de los comandantes del NPA (New People’s Army). El NPA es un grupo considerado rebelde por el Gobierno. Helen explica: “Huimos de la noche a la mañana, dejamos todo atrás: ropa, animales, muebles, nuestros hogares enteros…”. La mujer continúa su relato: “Vivimos de cultivar la tierra que nos dejaron y de la escasa ayuda del Gobierno, el mismo Gobierno que nos hostigó hasta hacernos abandonar nuestros hogares”. El NPA, los llamados popularmente Guardianes de los Pobres son un antiguo y asentado movimiento de ideología comunista que dice luchar por los derechos de los campesinos, para que tengan acceso a la tierra y a una alimentación digna y suficiente. Un conflicto que se mueve en paralelo al de los rebeldes moros. Guerra, violencia, miedo, desplazamientos y pobreza, por ese orden son los principales causantes del hambre en esta región de Mindanao.

 

A finales del 2009 un informe –el último emitido– de la propia administración filipina mostraba que el 24% de la población tenía problemas para acceder a una alimentación adecuada y suficiente. Uno de los más crueles y claros indicadores de la pobreza es precisamente el hambre. Sólo la buena gestión de los gobiernos afectados puede dar la ayuda definitiva a las organizaciones internacionales en lucha contra este problema y así hacer que el tercer jinete, el negro, llamado jinete del hambre, desmonte para siempre.

 

 

Haití, caos y desidia

 

La Española es una isla compartida por dos países, Haití y la República Dominicana. Dos hermanos que nacieron el mismo día, pero que tomaron caminos muy diferentes. Esta es la historia del hermano desafortunado, Haití, un país que trata de resurgir de entre sus ruinas, pero que no acaba de encontrar la senda del progreso y la esperanza. El pasado 12 de enero se cumplieron tres años desde que un terrible terremoto apagara la poca luz que alumbraba un futuro incierto. Es hora de hacer balance y de ver cómo se sufre el olvido de la comunidad internacional y cómo se combate contra la desidia de un Gobierno inepto e irresponsable en un lugar donde la mujer se lleva, una vez más, la peor parte.

 

Doce de enero de 2010. Son las 16.53.09 horas de la tarde. Hora local de Puerto Príncipe, capital de Haití. Todo se viene abajo. Se abre en canal el mundo. Se grita, se muere. Se hace la oscuridad y del miedo se pasa a la desesperación y a la angustia. Un terremoto, considerado ya una de las catástrofes naturales más graves de la historia conocida –7,3 grados en la escala Richter y docenas de réplicas en las horas siguientes–, deja 316.000 cadáveres, 350.000 heridos y 1.500.000 personas sin hogar y sin comida. Les deja sin aliento y sin futuro.

 

Tres años después, más de 300.000 personas siguen viviendo en precarias carpas, montadas en centenares de campamentos que salpican parques, avenidas y diversos recintos de la ciudad y sus aledaños. Calles que todavía dejan entrever edificios totalmente derrumbados en unos casos o grietas desgarradoras que presagian un mal final en otros. Claro que se ha realizado una cierta labor en este tiempo, pero la situación del país demuestra que no ha sido suficiente.

 

Un joven me aborda mientras contemplo el destrozado palacio presidencial: “Esa es la casa del Diablo, cualquiera que habite ahí mientras nosotros los de fuera nos morimos de hambre es el Diablo”, me dice con una expresión de desprecio en la cara y las manos aferradas a la verja verde que rodea la destrozada residencia presidencial.

 

Jerome continúa con su diatriba: “Todo es una gran mentira en este país. Nuestro Gobierno se limita a engañarnos un día tras otro. Llevamos años viviendo sin hogar, sin electricidad, sin agua limpia, sin comida suficiente, sin dignidad, y ellos al margen, sin ninguno de estos problemas”. Y entonces, durante nuestra conversación, formula la paradigmática pregunta que me volverán a plantear muchos otros en el país: “¿Dónde está la ayuda internacional, tantos y tantos millones de dólares? ¿Por qué las Naciones Unidas y las miles de oenegés que hay basadas aquí no nos sacan de la miseria de una vez? ¡En Cité de Soleil hay 27 organizaciones internacionales y continúan viviendo como cerdos!”, añade Jerome. Preguntas que acabarán por resonar en mi cabeza como un martillo, para las que no tengo respuesta. Nadie las tiene o nadie quiere darlas. Impotencia.

 

A las puertas de la catedral de Puerto Príncipe un hombre con un bebé en brazos me asalta para pedirme dinero. El templo está rodeado de fuerzas militares brasileñas, integrantes de la MINUSTAH (en francés, Misión de Naciones Unidas para la Estabilización en Haití). En su interior, un escenario de devastación con columnas que ya no soportan ningún techo. Los rayos de sol ya no encuentran el menor obstáculo en su camino entre el cielo y la tierra. Unas mujeres lloran y rezan apoyadas en una gran columna. A sus pies, más escombros y basura. Un espectáculo triste. Una situación precaria que se ensaña con los más débiles, mujeres y niños que parecen haber caído a través de las grietas abiertas por el terremoto en un oscuro destino.

 

Según alertó Intermón Oxfam, más de 100.000 haitianos viven bajo el riesgo de ser desalojados por la fuerza de sus precarios refugios, ubicados en lugares públicos que dificultan la vida en las zonas más pudientes y afectan negativamente a la imagen de la capital. De producirse este hecho, el Gobierno incurriría en una actuación ilegal dado que los Principios rectores aplicados a los refugiados en su propio país dictan que la salida de un campamento de desplazados ha de ser voluntaria, previa notificación y con la garantía de acceso a servicios básicos en la nueva reubicación. Es verdad que muchos de los lugares utilizados para refugiarse tras el terremoto son propiedad privada, pero es el Gobierno el que ha de buscar soluciones en un caso así, dada la situación de emergencia y la ausencia de alternativas.

 

Por el momento, desde el acceso al poder del nuevo presidente, Michel Martelly, sólo se han reubicado unas 30.000 personas. Es el caso del asentamiento levantado en Corail, donde unos 10.000 afectados han comenzado una nueva vida. Pequeños barracones y micro negocios –apoyados por Intermón Oxfam en algunos casos– que ofrecen una débil luz en un sombrío futuro. Corail fue creado para ubicar desplazados durante unos tres años, pero vistas cómo están las cosas en la capital y los cientos de miles que todavía viven en la calle se augura una estancia mucho más larga. En realidad nadie sabe por cuánto tiempo.

 

En Puerto Príncipe, en la pudiente y muy poblada zona de Petion Ville, algunos campamentos con miles de personas hacinadas se levantan frente a bancos, comercios y hoteles de lujo, mientras que otros lo hacen en las laderas de las montañas cercanas. Al recorrer estas zonas, así como el centro, uno tiene la impresión de que es imposible reubicar tal cantidad de gente en un lugar tan densamente poblado como es la capital. Aún así, es necesario y urgente hacerlo. Pero llevarlo a cabo con ciertas garantías para todas las partes.

 

Según Oxfam, el Gobierno español es el tercer donante a Haití con 346 millones de euros hasta el 2013. Este acuerdo con el Ejecutivo haitiano y su participación en la Comisión Interina para la Reconstrucción del país, nos obliga a velar por que el destino de los desplazados se realice garantizando y respetando todos los derechos y la dignidad de los afectados y sin crear conflictos sociales derivados, sobre todo, de la propiedad de la tierra.

 

Este hacinamiento y las precarias condiciones de vida han originado un aumento considerable de la desesperación, la violencia y la desnutrición. Está claro que estos eran factores que ya existían antes del terremoto. No se tienen datos concretos sobre el aumento de estas penosas condiciones, pero el UNHCR (el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados) ya alertaba en un reciente informe de octubre de 2011 de que la violencia sexual y de género contra mujeres y niñas se ha expandido masivamente en los campamentos. Además, las víctimas permanecen en el mismo lugar donde fueron atacadas, al no poder mudarse por su condición de desplazados y la total carencia de recursos y opciones. A esto hay que añadir el estigma, por el rechazo y la burla que sufren tras las violaciones, por lo que los ataques suelen ser, en muchos casos, reiterados, dada la impunidad total de la que suelen disfrutar los agresores. Asimismo, las condiciones en los campamentos son idóneas para este tipo de crímenes: tiendas abiertas, sin puertas que cerrar, oscuridad, desconocidos, miedo, desconfianza y desesperación.

 

Entre estos factores, es precisamente la desesperación la que juega un papel primordial y aterrador a la vez. El acceso a los alimentos es muy difícil y las madres se ven empujadas a ejercer la prostitución para alimentar a sus hijos. De aquí ha surgido el llamado transactional sex: sexo a cambio de alimentos o artículos de primera necesidad. Los hombres no tienen dinero para contratar a una prostituta, pero sí pueden utilizar los alimentos que les entregan las diferentes organizaciones o aquellos productos a los que tienen acceso para intercambiarlos por sexo. Algunos agentes designados por las organizaciones humanitarias para la distribución de alimentos se aprovechan de sus privilegios y exigen sexo a cambio de los cupones que les deberían entregar a las mujeres beneficiarias. Un caldo de cultivo perfecto para incrementar la violencia sexual y el abuso. Aquí las únicas que se alimentan bien son la violencia y la tensión social.

 

La KOFAVIV (Comisión de Mujeres Víctimas por las Víctimas, por sus siglas en criollo) es una organización local apoyada por UNHCR. Las integrantes son siempre mujeres víctimas de violencia sexual. Debido a ello casi ninguna accede a ser entrevistada o a dejar su nombre en caso de aceptar a hacer alguna declaración. El miedo es la huella más cruel que dejan los perpetradores en sus víctimas.

 

Es casi mediodía cuando entramos en la safe house, una especie de piso franco secreto en el que se resguardan algunas de las víctimas más recientes. Esta asociación tiene allí un lugar donde proporcionar refugio inmediato a mujeres que han denunciado haber sido atacadas. Muchas otras permanecerán en el anonimato por miedo a las represalias. Es una casa grande, oscura, con tabiques de frágil madera y ventanas enrejadas cubiertas con cortinas. Muebles escasos y sencillos. Sin decoración y con un ambiente denso en todos los sentidos. Algunas chicas se cruzan en mi camino silenciosas.

 

Entramos en una habitación espartana y tanto las dos acompañantes de KOFAVIV como yo nos sentamos en sillas. La chica número uno lo hace en su cama. No quiere dar su nombre, está atemorizada. Tiene sólo 20 años. En el terremoto perdió a toda su familia. Vivió en el campamento de Champs de Mars, en el centro de la ciudad, hasta que no pudo soportarlo más. Allí le robaron y fue amenazada con armas: “Antes era sirvienta en una casa de bien, pero tras el terremoto la casa se derrumbó y no pude seguir”, explica la joven. Continúa: “Al poco de trasladarme al campamento me tuve que prostituir para poder comer. Lo hice en discotecas y también en mi propia carpa. Incluso dejaba que otras chicas utilizaran mi tienda para lo mismo”. Entonces baja la vista y nerviosa añade: “Lo peor ocurrió el pasado 24 de abril. Llovía mucho y un hombre me pidió permiso para refugiarse del aguacero en mi tienda. Le dije que no. No confiaba en aquel desconocido. Pero él me empujó con violencia, me golpeó y me violó brutalmente”.

 

La chica recupera la serenidad. “Escapé, pero a mi regreso a la tienda, acompañada de una amiga, el tipo me lo había destrozado todo y había rajado el plástico de mi carpa. Tuve hemorragias durante 2 meses. Pero después de esto me volví a prostituir. Era eso o morir de hambre. A través de una amiga llegué a KOFAVIV y a este hogar. Ahora ya no necesito prostituirme para conseguir alimentos, ropa o productos para asearme”. La chica número uno también recibía, en contadas ocasiones, dinero por sus servicios, aproximadamente 1 euro si el tipo era generoso. Cuando deba dejar su secreto hogar y emprender una nueva vida el UNHCR le facilitará un crédito para que intente montar un pequeño negocio y salir adelante: “No volveré a la prostitución, seré prudente y tal vez me case y forme una familia”, concluye con expresión ausente.

 

Pero no todas las víctimas tienen la posibilidad o la oportunidad de ser ayudadas.

 

Decido visitar los campamentos de desplazados, donde se ha implantado el llamado transactional sex. El campamento Croix de Prez luce una gran cruz sobre un promontorio. Tanto el travesaño horizontal como los brazos de Cristo se derrumbaron a causa del terremoto. Ahora la imagen del conjunto es un tanto apocalíptica: la cruz rota, Cristo mutilado y escombros, basura y chabolas a sus pies.

 

Andrée-Marie Altagrace es una mujer de mediana edad, seria y cuidada. Me conduce por entre el sinuoso conjunto de chabolas del laberíntico Croix de Prez. Madame Altagrace es agente comunitario de KOFAVIV y se encarga de coordinar las actividades en diferentes campamentos y de localizar víctimas para explicarles cómo pueden ser ayudadas. “Todas las mujeres y chicas que vamos a visitar en sus tiendas ejercen la prostitución e intercambian su cuerpo por alimentos u otros artículos de primera necesidad. El problema será que lo admitan”, previene Madame Altagrace. Otra vez la sombra del rechazo. La vergüenza y el miedo.

 

La mujer no se equivocaba. Visitamos a mujeres solteras, madres de familia, jóvenes, de edad intermedia, casadas o divorciadas. Hablo con varias de ellas y todas, con timidez, aseguran que no se prostituyen. Una señora de 50 años, Madame Cousnel, nos recibe en el interior de su diminuta chabola, donde sólo cabe la cama y algunos enseres y ropas colgadas. “Comemos una vez por día, he perdido mucho peso. Todo se perdió cuando mi marido murió durante el terremoto”, explica la que ya parece una anciana a pesar de su mediana edad. “Lo poco de dinero o de comida que conseguimos lo trae mi hija de 25 años. Ella se va de casa por la mañana y regresa tarde por la noche. No me explica en qué trabaja, pero yo imagino que no lleva buena vida. No pregunto, pues es de la única forma que tanto ella como mis nietos y yo podemos comer algo”. La mujer termina de hablar con los labios temblorosos.

 

Días más tarde, recibo una llamada telefónica de Madame Altagrace. Me asegura que tiene diferentes testimonios de mujeres que han accedido a hablar conmigo sobre su sórdido intercambio. Regreso al campamento y con total discreción visitamos a Dina Joseph, de 28 años y dos hijos: “Para alimentarlos voy cada día al café [como allí se dice ir a ejercer la prostitución], lo hago desde que nació mi primer hijo”. Después nos acercamos a la carpa de Malene Desir, de 24 años. Me recibe abrazando a su hija de 10 años, “me prostituyo para pagar su colegio, haría lo que fuera por ella. El problema es que cada día he de dejar sola a mi hija y eso me aterroriza. Ayer un cliente me abofeteó y me mordió”, me dice señalándome una marca en el cuello.

 

Sterline tiene 24 años y un puñado de ropa. Nada más. Vive a los pies de la mutilada cruz en una tienda de campaña de tres plazas. Sola, sin nadie más en el mundo. La caridad de algunos vecinos y su cuerpo son las fuentes de las que obtiene algo con lo que alimentarse. Gistarde Gorge tiene 28 años y vive en un coche abandonado. Se prostituye en la calle. Le ha entregado sus dos hijos a otra persona. Ella no puede criarlos. Jeanne Joanne ya ha cumplido los 27. Vive de prestado con su hija Cherline de 4 años, fruto de una violación, y su prima Valerie Pierre, de 17. Tanto ella como su prima se prostituyen. “A veces obtenemos un paquete de espagueti o unas bananas, cuando hay suerte un poco de dinero…”. Mientras hablo con ellas un tipo golpea la puerta con prisas y se enfada cuando le responden que están ocupadas. Me despido con una evidente cara de vergüenza, impotencia y rabia. Pero está claro que las tres tienen que alimentarse.

 

 

Más allá del terremoto

 

Aparte de aquella terrible catástrofe humanitaria de hace tres años y de los brotes de cólera que azotaron a la población con posterioridad, Haití tiene otros problemas que no se pueden obviar. En marzo 2011 era elegido presidente un popular cantante, Michel Martelly. Seis meses después Martelly nombró nuevo primer ministro a Garry Conill, cuyas primeras declaraciones en público fueron “trabajo, trabajo, trabajo”, refiriéndose a su máxima prioridad en cuestiones de estado. Según la CIA (Agencia Central de Inteligencia), la tasa de desempleo del país es del 41% en la actualidad y más de las 2/3 partes de los haitianos en edad de trabajar no tienen empleo. Según la misma fuente, el 80% de la población vive bajo el umbral de pobreza y el 54% lo hace en la mayor de las miserias. Los miles de millones de dólares en donaciones extranjeras no son suficientes para levantar este país. Es necesario que su Estado se afiance y la economía crezca por sí sola.

 

Aproximadamente la mitad de la población vive en zonas rurales, y este es otro frente que hay que defender. En este caso el papel de la mujer vuelve a ser decisivo.

 

La organización Oxfam lleva a cabo una serie de proyectos de apoyo a pequeñas cooperativas agrícolas en la región de Artibonite, en el interior de la isla. Según Amélie Gauthier, responsable de protección y comunicación de Oxfam en Haití, uno de los problemas agrícolas del país radica en que durante las décadas de los ochenta y noventa del siglo pasado Estados Unidos comenzó a exportar arroz destinado al consumo haitiano con precios muy bajos. Esto motivó que los pequeños productores locales no pudieran competir, cambiando de oficio o incluso abandonando el país –la diáspora haitiana representa más de 1.700.000 emigrantes sólo en Estados Unidos y la República Dominicana– en busca de una oportunidad en el extranjero. El hecho de que toda una generación haya perdido los conocimientos para cultivar la tierra ha provocado que en buena medida la agricultura haya sido descartada por muchos como medio de subsistencia. En los últimos años, el aumento de los precios de los cereales a escala mundial ha inducido a que los potenciales consumidores haitianos no puedan comprar el arroz importado. La solución pasa por que vuelvan a cultivarlo ellos mismos.

 

En la cooperativa de mujeres del municipio de Dessalines (COFESAD), las integrantes han puesto en marcha un proyecto de cultivo de arroz y hortalizas en el que contratan a hombres para que hagan el trabajo duro. Olane y Marie Anie Destin son dos hermanas de 38 y 36 años, respectivamente, miembros activos de esta cooperativa formada por 210 mujeres. Bajo un implacable sol comentan: “Para nosotras era un trabajo muy duro labrar la tierra, así que decidimos contratar a hombres desempleados. Las mujeres hacemos una parte y ellos otra. Nosotras poseemos la tierra o la tenemos arrendada, pero en los dos casos la explotación es cosa nuestra”. Otra de las integrantes, Melanisse Eime, añade: “Los beneficios van a parar a nuestras familias, sobre todo a la educación de nuestros hijos y otra parte a invertir en la cooperativa, semillas, herramientas, créditos, etcétera”. Las tres protestan acerca de que este año, con el cambio de Gobierno, no han llegado las ayudas estatales en forma de fertilizantes como de costumbre y son productos caros.

 

Pero los problemas de la agricultura no acaban aquí. Tradicionalmente la población siempre ha sido muy pobre. Este factor ha hecho que desde hace siglos los haitianos hayan talado sus bosques para fabricar carbón, el más barato de los combustibles para cocinar y calentarse. La total deforestación del país –sólo queda un 2% de bosques– ha provocado una alta erosión y escasez de agua para regar. Además, debido al cambio climático, las fuertes tormentas tropicales son más devastadoras en un territorio poco protegido por árboles y raíces. Este proceso destructivo no cabe duda de que también ha contribuido en buen medida a acrecentar los problemas de seguridad alimenticia.

 

 

Las señoras del arroz

 

Otro ejemplo de superación y capacidad resolutiva que viene de manos femeninas es el caso de las madames Sarah. Estas mujeres con aspecto de cabecillas son intermediarias con una función clave en el comercio de arroz. La palabra criolla sarah proviene de un ave migratoria que se desplaza constantemente de un lugar a otro, tal y como hacen estas emprendedoras mujeres buscando siempre el mejor arroz y el mejor precio para adquirir primero y vender después en los  principales mercados del país.

 

Asunción Jacques es una de estas madame Sarah. “Yo compro el producto, lo seco, realizo el transporte hasta el molino para decorticarlo –proceso de extracción de la cáscara fibrosa–, preparo sacos de 100 kilos y los traslado al mercado de Pont Sondé para venderlo al mejor postor”, explica la señora Jacques. “Antes lo vendía en Puerto Príncipe, pero la inseguridad y la violencia han hecho que deje de viajar allí”, añade.

 

Asunción Jacques suele trabajar con el molino de la cooperativa MODEP, situado en un pueblo llamado Petite Riviere. Como buenas comerciantes, son reacias a desvelar qué beneficios obtienen por saco, pero unos cálculos contrastados arrojan una cantidad aproximada de unos 340 goudes (unos 6 euros) por saco de 100 kilos.

 

El mercado de Pont Sondé es un espectáculo para los sentidos. Hasta 6 variedades de arroz se comercializan en su recinto y el trasiego es frenético. Una vez más son las mujeres las que se ocupan del comercio mientras los hombres se limitan a cargar, transportar y descargar los pesados sacos entre puestos y camiones y viceversa. Visto así: campos de cultivo, mercados bien abastecidos, comercio… no parece que en los límites de Puerto Príncipe pueda haber lugares como el Centro de Salud de Cristo Rey. Este ambulatorio es uno de los puntos de salud que gestiona Acción Contra el Hambre en la capital. Cada día se atiende a una veintena de niños con desnutrición crónica o aguda, provenientes sobre todo de los campamentos de desplazados.

 

Edwin Polynice trabaja para ACH como psicólogo: “Desde esta organización trabajamos contra la desnutrición en tres fases diferentes: los tratamientos de choque, el apoyo psicológico a madres y niños y la movilización comunitaria para crear conciencia y control sobre el problema. Muchas familias sienten vergüenza por no poder alimentar a sus hijos y lo toman como un estigma”.

 

Otro de los centros apoyados por ACH es el de Uramel, donde centenares de madres acuden cada día con problemas de salud, sobre todo relacionados con la desnutrición. Es el caso de Loussieme Loreise, de 35 años, una madre desnutrida y su hijo de 20 meses en la misma situación y que parece contar con tan solo 6 meses de edad por el peso y la talla que tiene.

 

Acción Contra el Hambre utiliza también un sistema de cupones, distribuidos entre los más necesitados, mediante los cuales los beneficiarios pueden acudir a los mercados a adquirir productos de primera necesidad con comerciantes pactados con antelación, como es el caso del Mercado de Salomón, en el centro de la capital. Otro tipo de actividad de esta organización es la llevada a cabo en algunos campamentos, donde se han implantado micro-cultivos de subsistencia. Es el caso de Benoit Arisma, de 34 años, que vive junto a su mujer y 4 hijos en una chabola de 10 metros cuadrados en el campamento de Djobel. “Hace 2 meses recibí semillas y brotes de hortalizas y verduras. Por el momento sólo he conseguido espinacas, pero son sabrosas y ayudan en la alimentación, aunque sólo sea una vez al día”, explica Benoit.

 

Todo parece ser una especie de lucha de David contra Goliat, pero la cuestión de educación es primordial en un problema tan endémico y complejo como es el de la desnutrición y la pobreza.

 

Cuando uno abandona Haití no puede evitar pensar en que está dejando a toda aquella gente en manos del destino. Un destino en el que cuesta confiar. El primer pensamiento que llega a la mente es si se está haciendo suficiente y si lo que se hace es lo correcto. Toda aquella red de organizaciones de ayuda humanitaria y de cooperación al desarrollo parecen luchar contra un enemigo demasiado poderoso. Un enemigo invisible provisto de armas terroríficas: olvido, insolidaridad, intereses económicos y la propia paciencia de nuestro planeta, que en casos como el de Haití parece haberse acabado.

 

 

Guatemala, el hambre verde

 

La vista aérea, desde el avión que despega de Madrid y que cruzará el Atlántico con destino a Centroamérica, me provoca la primera reflexión sobre el tema. Dejando atrás la capital española, un gigantesco tapiz con diferentes tonalidades de verde cubre una superficie inabarcable para el ángulo de visión humana. Recortadas parcelas de tierra fértil, bien peinada y nutrida, que de forma regular y sobrada nos aportarán los alimentos necesarios para nutrirnos, crecer, desarrollarnos y vivir apaciblemente durante nuestra existencia. Pero a una decena de miles de kilómetros de distancia o a menos de un día de viaje, según se quiera ver, la realidad presenta otra cara bien distinta: más de seis millones de guatemaltecos pasan hambre o están severamente desnutridos.

 

Antonia Grisostomo tiene 20 años. Su hija Mirna Rosivel tiene casi 2 años y apenas pesa 7 kilos. “Somos de la comunidad de Tesoro, en el municipio de Jocotán y ahorita llevamos ya 15 días acá en el hospital”, aclara con timidez Antonia. Todavía más le cuesta explicarme dónde está su marido: “Mi esposo fue asesinado por ser infiel con otra mujer. Lo balearon los familiares de la otra mujer al enterarse”. La violencia es algo terroríficamente normal en Guatemala. Igual que la desnutrición.

 

La pequeña Mirna es una de esos seis millones de hambrientos. Su cara hinchada delata que padece desnutrición del tipo kwashiorkor, es decir, una falta grave de proteínas que produce un efecto engañoso a simple vista. El niño, en estos casos, suele aparecer hinchado por retención de líquidos y el mal funcionamiento de los riñones. Suelen ser niños depresivos y apáticos con mucha facilidad para enfermar, con infecciones de todo tipo por la carencia de defensas. La palabra kwashiorkor proviene de África y viene a significar algo así como “después del destete”. Mirna tiene, además de un peso poco adecuado a su edad, manchas en la piel, cabello frágil, anemia y diarreas. Si consigue sobrevivir a los cinco primeros años de su vida, –el periodo crítico– su problema no se acaba ahí. Su desarrollo intelectual y psicomotriz nunca será normal. Mirna no tendrá las mismas capacidades y por tanto tampoco las mismas posibilidades de salir adelante en la vida que si se hubiera alimentado como es debido durante su infancia.

 

Carlos Izaguirre es nutricionista y trabaja en los proyectos que Acción Contra el Hambre desarrolla en Guatemala. Su labor la desempeña en la zona conocida como el Corredor Seco, que abarca toda la franja central del país y es la más afectada por el hambre estacional. Un tipo de hambre que sobreviene cada año cuando se acaban las cosechas y/o cuando éstas han sido castigadas por la sequía o las tormentas tropicales.

Izaguirre es un tipo joven pero comprometido con este grave problema de su país. Un problema olvidado por el Gobierno, según él. “Mientras que la media nacional de desnutrición infantil crónica es del 48%, aquí en el Corredor Seco y en las etnias indígenas como la chorti, es casi del 70%”, asegura. “Además, la desnutrición aguda severa es del 1,5% a nivel nacional y en el caso del Corredor es de hasta el 3%. El límite aconsejado por la OMS es del 2,5%”.

 

El nutricionista explica que existen dos tipos de desnutrición: una es la crónica, que puede ser moderada o severa y cuyo principal indicador es la proporción entre la edad y la estatura del afectado. Otra es la desnutrición aguda, que también puede ser moderada o severa. En este caso el indicador es la comparación entre el peso y la estatura del paciente. Si clasificamos la desnutrición por cuadros sintomáticos existen dos tipos: el kwashiorkor, antes mencionado y el más abundante en esta región del planeta, y el marasmo, más frecuente en África y que se caracteriza sobre todo por una delgadez extrema debida a una falta casi total de alimentos, ya sean proteínas o hidratos. Existen casos de niños con una combinación de los dos tipos. Ambas pueden ser mortales. Y de hecho lo son en demasiados casos.

 

El doctor Juan Manuel Mejía lleva casi 7 años a cargo del Centro de Recuperación Nutricional de Jocotán, apoyado por Acción contra el Hambre. Pero ni la ayuda del Gobierno ni la de la ONG es suficiente y la norma es la falta de recursos, sobre todo en la época dura, entre junio y septiembre, que es cuando más escasean los alimentos: “La desnutrición trae muchos problemas a la sociedad indígena, no sólo la evidente carencia de defensas en los niños y las enfermedades derivadas, sino que augura un triste futuro”. El doctor Mejía asegura que todo un componente social, histórico y cultural desestructura las familias y por lo tanto a comunidades enteras. Y tiene razón. Veamos cuál es la explicación si a simple vista este país es un vergel, habitado por etnias mayas que se ubican en bellos parajes salpicados de idílicas aldeas. Ese hambre verde, término de origen evidente, que cuesta vislumbrar a simple vista.

 

 

Culpabilidad oculta

 

En 2009, tras una interminable sequía entre julio y septiembre que afectó sobre todo en el Corredor Seco, se perdió casi el 90% de toda la cosecha de maíz y frijol –el alimento básico principal en esta zona–. Esta catástrofe afectó a dos millones y medio de personas. Murieron 17 niños por desnutrición severa.

 

Las tormentas tropicales de 2010 y sobre todo la depresión E-12 de octubre de 2011 han causado estragos en las cosechas de una buena parte del país. Las cifras son preocupantes: 462 personas han muerto entre 2009 y 2010 por la falta de alimentos al perder las cosechas. En 2012, la cuenca del río Coyolate ha sido una de las más afectadas. En el departamento de Escuintla, en las comunidades ribereñas del Coyolate, los asentamientos del municipio de Nueva Concepción han perdido casi la totalidad de la cosecha y una buena parte de los animales de granja.

 

Gerson Caal y su familia no tenían una mala situación este año. Pero todo se vino abajo aquella noche de mediados de octubre. “El agua empezó a subir sobre las 11 de la noche y así estuvo hasta la madrugada. Tuvimos que abandonar la casa”, narra con tristeza Gerson. Continúa: “Perdimos diez marranos a 200 quetzales cada uno y 11 pollos a 80 quetzales. Se pudrió toda la milpa [como allí se conoce a los cultivos de maíz] y ahorita hay que volver a comprar la semilla, sembrar, abonar…”. En total su familia ha perdido unos 4.500 quetzales, unos 436 euros, una cantidad gigantesca para su frágil economía.

 

Mayra Ileana Yáñez, de 41 años, tiene cuatro hijos. Vive en la Trocha 11, una comunidad arrasada por las lluvias. “Estábamos durmiendo y el ruido que provocó el derrumbe nos despertó… fue terrorífico, siempre llueve mucho, pero este año ha sido como nunca”. Carmen Mendoza también tiene cuatro hijos y perdió su casa la misma noche que Mayra Ileana, pero en la comunidad de La Laguna de Tehocate. Carreteras y puentes derrumbados, cosechas perdidas, animales muertos. Desesperación y angustia. Acción Contra el Hambre construyó una serie de diques naturales a orillas del Coyolate y dispuso una serie de puntos de control y alerta del nivel de las aguas. Gracias a ello se han salvado vidas, pero luchar contra los elementos no es fácil y el Gobierno debería poner más de su parte. Las barreras naturales fueron construidas por habitantes de las comunidades en riesgo. El 85% de los voluntarios fueron mujeres, como Mayra o Carmen, mucho más sensibilizadas y dispuestas por ser las más afectadas en caso de catástrofes. Ellas son las que cuidan de su casa y de los hijos, además de trabajar la tierra.

 

Henry Ramírez es colaborador de la CONRED (Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres). Vecino y afectado, Ramírez es muy crítico con esta organización y con las medidas preventivas adoptadas: “No hacen todo lo que pueden, además el problema no es una tormenta o una inundación que ya ha pasado. Las aguas que están por venir y su efecto, además del miedo por la certeza de que van a llegar sin falta en la próxima época de lluvias es lo que más martiriza a los vecinos de la cuenca. Así no se puede vivir”. Henry Ramírez me pide si yo puedo hacer que alguien se ocupe de levantar de nuevo el puente afectado que les permitirá no quedar aislados durante la próxima tormenta.

 

Es fácil culpar al cambio climático. Es verdad que es una de las causas de la escasez de alimentos, sobre todo en América, pero no la única. Otras culpas, ocultadas y olvidadas, deben ser denunciadas. Analicemos.

 

 

El problema de la tierra y el acceso a los alimentos

 

Históricamente, el racismo que han sufrido las etnias indígenas y los obstáculos que se les han interpuesto de forma intencionada en su progreso también ha afectado muy negativamente en su acceso a los alimentos. Además, son sobre todo las mujeres las más castigadas, en una sociedad patriarcal donde ha imperado la discriminación hacia ellas y la violencia extrema hacia el sexo femenino.

 

Según la organización Oxfam, con fuerte presencia en los países americanos más necesitados y con un amplio historial en la lucha por mejorar el acceso a los alimentos, esta discriminación y ese abandono histórico de las mujeres indígenas han producido ese alto nivel de desnutrición infantil, provocado por el poco margen de actuación de las madres. Según un informe de esta ONG uno de cada dos menores de 5 años sufre desnutrición crónica en Guatemala, el índice más alto del continente americano y el cuarto más alto a escala mundial. El 95% pertenecen a familias campesinas indígenas. 

 

Acción Contra el Hambre apoya un proyecto de desarrollo y seguridad alimenticia en la micro-cuenca del Oquen, un pequeño valle del Corredor Seco. Concepción Méndez, de 29 años de edad, tiene cinco hijos. Dos de ellos están seriamente desnutridos, Emilio y Elmer de 3,5 y 1,5 años, respectivamente.

 

La media de hijos en etnias como la chorti es de seis criaturas. No existe la planificación familiar y las creencias religiosas cristianas y el sincretismo con las doctrinas mayas rechazan toda interferencia en la concepción de hijos. La madre muestra en sus manos la cantidad que suelen comer al día sus hijos: “Es un puñadito de frijoles nomás y uno o dos tiempos al día, no hay más”, me asegura. Apenas un 20% de las calorías mínimas necesarias para esa edad.

 

Lo mismo ocurre en Jalapa, en la comunidad indígena de La Pastoría, donde los jóvenes Rosa Angélica y David Gómez sostienen en brazos a su pequeño de 5 años, Carlos David. El pequeño hace más de un mes que se le diagnosticó kwashiorkor. “Este año perdí toda la milpa, planté casi 7 tareas [unos 4.000 metros cuadrados], pero tanto agua la pudrió. Ahora no tenemos casi nada que comer”, asegura el padre. El problema es que tampoco pueden comprar maíz pues los precios están altísimos: “250 quetzales el quintal y los frijolitos a 5 quetzales la libra”, indica el padre con su hijo en brazos.  Continúa: “Como me quedé sin siembra y no puedo comprar semilla, ahora salgo a ganar de jornalero, pero con apenas 25 quetzales al día poco puedo hacer por mi familia”. Y menos puede hacer por su hijo enfermo. Llevar a los niños al hospital es caro, no sólo las medicinas sino el alojamiento del adulto que lo acompañe, además del transporte. Es costumbre no poner nombre a los niños hasta que no han pasado la edad crítica de 1 año, que es cuando se producen más muertes por desnutrición. Además es mejor que los niños mueran en las comunidades y no en los centros de salud. Si el fallecimiento ocurre de forma discreta en el hogar se entierra en las montañas. Si el niño muere en el hospital hay que registrar el deceso y pagar los costes del entierro, entre 200 y 300 quetzales, una cantidad que muchas familias no tienen o que pueden utilizar para alimentar a los que quedan vivos. Así de horrorosa es la vida en las bellas montañas guatemaltecas.

 

Muchos jornaleros trabajan por sueldos insultantes, son explotados sin piedad por finqueros que se enriquecen a cuenta de sus vidas. Según el informe Land & Power, publicado por Oxfam, en Guatemala el 78% de la tierra está en poder del 8% de los productores, de estos sólo el 8% son mujeres. Los sueldos jamás son los establecidos por ley y las condiciones laborales, sobre todo de las mujeres, son absolutamente inhumanas.

 

En el departamento de Alto Verapaz, en la comunidad de La Torre, vive o mejor dicho malvive Margarita Siquia, viuda y con cinco hijos. Margarita trabaja sin contrato, a jornal por día en las plantaciones de palma africana, monocultivos intensivos destinados a la producción de biocombustibles que producen grandes beneficios a los empresarios finqueros guatemaltecos y extranjeros. La mujer se levanta cada día a las 3 de la madrugada para preparar algo de comida y llegar a tiempo para subirse al camión que lleva a mujeres y hombres hasta el tajo, en las extensas plantaciones que antaño fueron pequeñas parcelas cultivadas por familias. Hoy el Gobierno recuperó unas tierras que había cedido engañosamente a los campesinos y las vendió a los terratenientes. A las 7 de la mañana comienza la dura de jornada de trabajo que finaliza sobre las 3 de la tarde. Margarita cobra unos 50 quetzales al día por llenar unas 160 bolsas de 12 kilos cada una con el fruto de la palma. El problema es que si no llena esas 160 bolsas de una arroba cada una no recibe el salario, que se cobra cada 21 días. “La única solución es que mis hijos mayores me acompañen y trabajen junto a mí, para así alcanzar el mínimo que me pide el capataz”. Los hijos que trabajan junto a ella tienen edades comprendidas entre los 10 y los 16 años. Es evidente que no van a la escuela, “hay que elegir entre comer o ir a la escuela. Pero es muy triste pues tienen que trabajar en el fango, bajo la lluvia, lastimándose las manos con las espinas de la palma y soportando mosquitos y hormigas por todo el cuerpo”, añade como protesta la madre. La empresa para la que trabajan se llama Repsa y me asegura Margarita que el dueño, Hugo Alberto Molina Estrada, es familia del flamante presidente del gobierno Otto Pérez Molina.

 

“Aunque cobráramos todo el salario, cosa extraña, pues siempre hay dinero de menos, no nos alcanzaría para cubrir tres semanas de alimentos para la familia”, dice su vecina y compañera de trabajo Matilde Quiish. Mucho más vehemente que Margarita, puede que por la fuerza de la edad (22 años), Matilde añade: “La dieta siempre es la misma, pues no podemos comprar otra cosa, a base de tortillas de maíz con sal o chili, carne sólo un par de veces al mes pues es muy cara”, además, concluye: “No podemos protestar, pues si lo hacemos nos despiden y entonces no comemos, escriba eso en su artículo…”.

 

Uno de los puntos calientes del problema de la propiedad de la tierra se da en el valle del Polochic en Alta Verapaz. En este paradisíaco rincón del municipio de Panzós –lugar tristemente célebre por la matanza de campesinos en mayo de 1978– las comunidades indígenas qeqchíes han sido desalojadas por la fuerza por los finqueros y sus sicarios. Tierras que fueron suyas ancestralmente les han sido arrebatadas ante la indiferencia del Gobierno actual, igual que les fueron arrebatadas en los tiempos de la conquista. Los desalojos han provocado un claro aumento en los índices de desnutrición, por la falta de tierras que cultivar y han puesto en pie de guerra al campesinado. La sombra de una nueva revolución armada planea sobre el militarista gobierno de Pérez Molina. El problema es que todo el mundo sabe –y teme– que el nuevo presidente, en el poder desde el 14 de enero de 2012, estuvo involucrado en diferentes matanzas de campesinos en la década de los setenta y los ochenta. Un hombre que no suele tener piedad a la hora de solucionar los problemas o conflictos sobre la tierra.

 

En la finca Paraná, José Chó, Lionel Arturo Mérida y Federico Caal, junto a sus compañeros, se arman cada noche como pueden para esperar los ataques intimidatorios de los sicarios contratados por la empresa azucarera de Chabil Utzaj, un ingenio en manos de la familia Widmann y sus socios, que apoyados por el propio Gobierno atemoriza a los campesinos para que abandonen las tierras que se les cedieron cuando la desmovilización de la guerrilla en 1996.

 

Me cuesta y mucho localizar a la viuda de Antonio Beb, Marta Alicia Chamá. Vive escondida en una remota comunidad, atemorizada desde que su marido fuera asesinado a sangre fría por los miembros de la seguridad del complejo azucarero que los expulsó de sus tierras. El campesino fue abatido por una bala, según su mujer. Ella lo vio con sus propios ojos. Unos ojos que ahora lloran cuando me muestra el certificado de defunción en el que figura un escueto y frío “muerte por traumatismo cráneoencefálico”, firmado por la doctora Flor de María Pacay Guay. Así de fácil y de impune.

 

A Marta Alicia no le ha quedado ningún tipo de pensión para alimentar a sus dos hijos, ni se ha abierto ningún tipo de investigación para aclarar la muerte de su marido. Expediente cerrado. Fin de la historia. Ella y sus dos hijos a vivir de la caridad. A pasar hambre.

 

 

Esperanza es una palabra femenina

 

Afortunadamente hay iniciativas que ayudan a paliar este problema, sobre todo en los que más lo necesitan: las mujeres y sus hijos pequeños. Un esperanzador ejemplo está en la asociación de mujeres mayas Majawil Q’ij. Acción Contra el Hambre apoya a este colectivo en Guatemala. Majawil se constituyó en 1990 para fortalecer la participación de la mujer indígena en todos los aspectos y niveles de la sociedad. Teresa Caal trajo la iniciativa a su comunidad, La Prensa, en el departamento de Chiquimula, en el año 2001. Esta emprendedora mujer de 60 años ha tenido once hijos, pero sólo seis han sobrevivido. Además de encabezar el grupo Majawil aquí en La Prensa, es la presidenta de su comunidad. “Primero fui promotora de Majawil, pero al poco tiempo empecé a liderar el grupo. Quise luchar por nuestros derechos y hacer ver a los hombres que podíamos conseguir lo que quisiéramos. Ahora somos 60 mujeres sólo acá en nuestra comunidad. Hemos conseguido acabar con el miedo que teníamos a salir de la oscuridad de nuestro hogar y tomar decisiones propias para salir adelante”, dice Teresa. “Aprendimos a hablar, a liderar las familias, a defender nuestros derechos entre los hombres”. Y añade: “Tardamos casi siete años en alcanzar la libertad que ahora tenemos, pero ahora somos un referente en otras comunidades donde la mujer todavía está sometida. Acá el hombre nos respeta y admite nuestro liderazgo. Ahora no sólo capacitamos a otras mujeres, sino que hacemos ver a los hombres cómo interactuar y respetar a las mujeres, es lento pero funciona…”, concluye satisfecha Teresa Caal.

 

Majawil es un ejemplo a seguir. Su tesón ha fortalecido la capacidad de las mujeres indígenas en todos los aspectos, ha mejorado su aptitud de liderazgo y ha implantado el reconocimiento por parte del hombre. Sus capacitaciones han aumentado la rentabilidad de sus producciones agrícolas en varias comunidades y han aportado, de forma concreta, alimentos y nutrientes muy necesarios para sus hijos. Por ejemplo, la producción de hongo del tipo ostra, muy nutritivo y gestionado absolutamente por las integrantes de la asociación. También la gestión de pequeños huertos de los que obtener diferentes hortalizas y verduras muy necesarias en la alimentación de sus familias. Martina Ramírez, otra integrante, de etnia chorti, añade: “Para obtener buenas cosechas hemos de respetar a nuestra Madre Tierra, le ofrecemos nuestro respeto y le brindamos nuestra ayuda y amor”. Y es que la cosmogonía maya juega un papel muy importante en su cultura y en su forma de entender el mundo que les ha tocado vivir.

 

Más al norte, en El Petén, la pura selva guatemalteca, la comunidad-cooperativa de exguerrilleros de Nuevo Horizonte es otro ejemplo de autogestión. En 1996 hombres y mujeres, todos guerrilleros de esta zona del país, fueron desmovilizados y se les concedió un préstamo para adquirir una gran parcela donde cultivar y crear un hogar. Labrar un futuro para ellos y para sus hijos. Sin guerra ni carencias básicas. En la actualidad todavía permanecen endeudados con el Fondo de Tierras, una institución pública encargada de otorgar créditos para la compra de tierras y la puesta en marcha de negocios productivos relacionados, pero gracias a su tremendo esfuerzo y a organizaciones como Oxfam el porvenir de Nuevo Horizonte parece arrojar una buena dosis de esperanza.

 

Zoila Hernández, alias Maritza, está casada y con tres hijos. Fue guerrillera de las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes) desde 1989 hasta 1996, hasta que la desmovilizaron. Con su historia real se podría escribir una trágica novela. “Mi comunidad fue masacrada en 1982 cuando yo tenía 6 años. Mi padre nos llevó al monte y de ahí huimos a México, donde me escondí junto a mi familia durante siete años”, explica Maritza. “A los 13 años regresé y me incorporé a la lucha como operadora de radio y  como combatiente. En 1991 me hirieron, pero tras recuperarme regresé al combate”.

 

Maritza descubrió la amistad, la solidaridad, el amor y la esencia de la vida mientras luchaba por la libertad en la jungla de El Petén. Para ella y para otras muchas que fueron guerrilleras, su condición de luchadoras supuso que siempre fueron consideradas como un soldado más, nunca se sintieron discriminadas. “Allí, con un arma en la mano todos éramos iguales”, añade Maritza.

 

Para conseguir desarmarlos, el Gobierno prometió tierras. Cuando les fue adjudicada la finca de Nuevo Horizonte realmente creyeron en la buena voluntad del Ejecutivo guatemalteco. El problema vino después cuando, en contra de las promesas del Gobierno, la tierra no era gratis. Estaba hipotecada. Fueron tiempos difíciles. “No sabíamos cultivar la tierra, tras tantos años de lucha. Las mujeres decidimos unirnos y trabajar cada día del año para salir adelante. Desde el principio hombres y mujeres trabajamos juntos”, me cuenta Zoila, sentada en su mesa de la oficina de la cooperativa.

 

Puestos a hacer balance, Oxfam, en la declaración de intenciones de su campaña CRECE, asegura que el sistema falla de forma evidente. Por un lado está el aumento desmesurado del precio de los alimentos básicos en todo el planeta. Se calcula que en menos de 20 años el incremento será de más del 100%. El 50% de esa cantidad será debido al cambio climático producido por los países industrializados.

 

Luego está la discriminación de la mujer. Si se repartiera equitativamente la tierra y los recursos entre hombres y mujeres se aumentaría el rendimiento agrícola entre un 20% y un 30%. Hasta 150 millones de personas dejarían de pasar hambre.

 

También se habla del reparto de la productividad agrícola entre los verdaderos necesitados. Se calcula que el 90% del grano que se comercializa en el planeta está en poder de tres empresas solamente: Cargill, una multinacional estadounidense considerada como uno de los mayores negocios privados del mundo. Bunge, una gigantesca multinacional argentina que destaca en la producción de soja, y ADM, estadounidense y líder en la producción de biocombustibles.

 

De estos tres grandes factores se derivan otros, como la violencia, la pérdida de tierras, la vulneración de los derechos humanos y en consecuencia la imposibilidad de acceder de forma normal y suficiente a los alimentos necesarios para vivir y forjar un futuro para casi mil millones de personas y sus generaciones venideras.

 

Concluyendo: mejorar los sistemas de cultivo y hacerlos más rentables, repartir mejor las tierras, los recursos y el negocio pueden ser, en buena medida, las vías para solucionar el problema y arrojar un poco de luz en el oscuro camino que recorre el tercer jinete, el jinete negro.

 

 

 

Buena parte de estos reportajes fueron publicados en la revista semanal Yo Dona que se entrega con El Mundo y en El Periódico de Cataluña. Más información en the third rider.

 

 

 

Alfons Rodríguez es fotoperiodista y documentalista. Más información en su web

 

 

 

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