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El tiempo de las cerezas. Ecos entre el último congreso anarquista y el 15M

 

 

Calle de Lavapiés

 

 

“Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta”

 Albert Camus, El hombre rebelde

 

Yo soy mexicana. Mi vecina llegó de Paraguay y en cierta peluquería de la calle Argumosa trabaja una joven ecuatoriana que, me dice, se siente contenta viviendo aquí. La semana pasada un chico español subió mi incómoda maleta hasta la segunda planta del antiguo edificio en el que vivo y, hace un par de días, caminando por Embajadores, una agradable anciana me tomó del brazo y con voz tersa pero contundente, como revelando un magnífico secreto, lo que me ofreció fue este sensato consejo: “Lleva tu bolso al frente, si lo llevas por detrás algún malilla puede aprovecharse y ya sabes”. Luego, por la noche, enfurecí a tres hombres de color que me gritaron “¡eres una puta asquerosa!” cuando quise hacer un par de fotos de la pintada en el muro que atrajo mi atención. Aunque en realidad no era el muro ni su grafito lo que pretendía conservar, sino la escena tan cotidiana perfectamente encuadrada por ambos: la mujer con el hiyab café cubriendo su cabeza, los niños jugando alrededor, ellos –los tres hombres– moviéndose arbitrarios al ritmo de Mr. Vegas con Sweet Jamaica, acentuando la de por sí evidente diversidad, y la luz blanquecina, resplandeciente, de aquel farol iluminándonos los rostros.

 

Lavapiés. “Fue el arrabal de Madrid, después barrio judío y árabe. Ha sido siempre un barrio obrero de inmigrantes españoles de Castilla y Andalucía que vinieron en busca de trabajo. Sobre este tema puedes ver la película Surcos (1951), de José Antonio Nieves Conde. En los años noventa del siglo pasado comenzó a llegar la migración de otros países porque era un sitio barato en el centro de la capital. Siempre abandonado, olvidado. De hecho, es el único barrio que ha mantenido un monumento republicano; la dictadura franquista demolió el resto, pero no se pasaron por aquí”, detalla Antonio, mi casero, no sin antes ofrecer una disculpa por la demora en enviar el correo electrónico en el que también comparte lo siguiente:

 

“En el año 2000, jóvenes y estudiantes empezamos a interesarnos en este barrio debido a su atractiva interculturalidad. Para mí, este es un ejemplo de cómo deberían ser todas las metrópolis: gente diversa, de todo el mundo en un mismo sitio, mezclados, sin guetos artificiales, donde con el tiempo las nuevas generaciones adquieran un poder adquisitivo justo. Esa es la globalización verdadera, la que debería ocurrir en todas partes. Estábamos en camino de lograrlo, solo se necesitaban más recursos administrativos y hubiese sido un ejemplo a imitar, pero lo que está pasando es otra cosa. Por cierto, este es el barrio con más asociaciones y huertos urbanos de Madrid. Acá han vivido y viven grandes artistas, desde Picasso hasta la poetisa infantil Gloria Fuertes. El barberillo de Lavapiés (1874), de Francisco Asenjo Barbieri, es una de las zarzuelas ambientadas en el barrio, e Isaac Albéniz tiene una pieza para piano, de su suite Iberia, cuaderno número 3, a la que tituló ‘Lavapiés’.

 

Calle de Abades

 

 

Calle de Embajadores

 

El 19 de febrero pasado, en una reducida sala de la librería Malatesta, en Lavapiés, se presentó Tiempo de las cerezas 1977-1979. Eclosión libertaria. El documental que recupera la inquietud de expresarse de los hombres y mujeres que en aquella época apostaron por un ideal, que rechazaron las formas burguesas y optaron por “la defensa del hombre frente a las instituciones” mediante el anarquismo. La mayoría se encontraban en Barcelona, pero también los había en Madrid, Valencia y Sevilla. Algunos eran exmilitantes de Euskadi Ta Askatasuna (ETA), otros anarquistas que no tenían claro en qué consistía el anarquismo y, los más, jóvenes inquietos que comenzaron a reunirse para improvisar asambleas vecinales dispersas, en los tiempos en que Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa paseaban por Las Ramblas que se deslizan hasta la Plaza Cataluña. Fueron años de literatura y poesía, también de represión y censura. Estaban estigmatizados –afirman– y su único referente era la Confederación Nacional del Trabajo, la CNT, el sindicato anarquista. Era el final de un largo y doloroso franquismo que publicaciones como Ajoblanco y las concentraciones en el Ateneo Libertario de Sants, en el Salón Diana y en la CNT catalana intentaban sepultar.

 

Así llegaron, el 27 de febrero de 1977, al mitin que se celebró en San Sebastián de los Reyes, en Madrid. No todos pensaban lo mismo, no todos creían en una “sociedad autogestionada” y en el interior de la CNT había latentes discrepancias. Aún con ello, durante las Jornadas Libertarias de julio en el parque Güell las banderas rojinegras flotaron en el aire y los cuerpos se mostraron desnudos por las plazas barcelonesas. Si para Hemingway París era una fiesta, para ellos, los miles que marcharon unidos, Barcelona era una revolución. Claro, “en la memoria hay cosas que se agrandan y cosas que se achican”, comenta uno de las dieciocho figuras que Juan Felipe, director del documental, entrevistó para ofrecerles un sano ajuste de cuentas con el pasado, con la leyenda y el mito. Las discusiones eran eternas, había demasiado énfasis en las personas y poca organización, hubo quienes comenzaron a mostrarse cada vez más radicales, se puso en duda el sindicalismo y se lanzaron consignas contra la sectarización de un momento que solo hacía combustión con la euforia colectiva. Estas son las narraciones fragmentadas, la larga cadena de descuidos involuntarios, a veces reiterados, los recuerdos de quienes vivieron el tiempo de las cerezas.

 

Presentación del documental Tiempo de las cerezas (2016)  en la librería Malatesta

 

El audiovisual de 67 minutos continúa y las voces vuelven y se desvanecen entre las imágenes, en blanco y negro, de una juventud de mirada impetuosa que de inmediato me remite a la plaza de las Tres Culturas en México o a la Primavera de Praga, en 1968. “Lo que ahora vais sentir, ya sintióse en La Felguera, ya sintióse en Lesariondes y sintióse en Polachena”, entonaría más tarde, en más de una ocasión, Nacho Vegas. Pero el clamor, como el florear de un cerezo, no fue perpetuo. El incendio en el salón Scala de Barcelona en enero de 1978, atribuido a los anarquistas, seguido por la huelga de las gasolineras que estalló en Cataluña en el verano del 79, anunciaron que el Hanami revolucionario se agostaba. El movimiento se disolvía en tanto la CNT, debilitada, manifestaba su rechazo a los Pactos de la Moncloa y se preparaba para celebrar su V Congreso Nacional sin avistar siquiera que la utopía del cambio social llegaba a su fin. Hoy es distinto. Casi cuatro décadas después aquellos veinteañeros ven más nítida la realidad que entonces resultaba opaca. Ahora entienden la valía de mirarse al espejo sin temer a la imagen reflejada y la necesidad de “abrir el foco para darse cuenta que las revoluciones las hacen los pueblos organizados”. “España está llena de libertarios que no son conscientes de que lo son”,  concluye uno de los involucrados. “Llevaba veinte años queriendo hablar de esto”, exclamó otro más durante el proceso de elaboración de esta pieza que en un inicio estaba pensada solo para abordar lo sucedido durante el congreso obrero.

 

Alfredo González (del periódico Tierra y Libertad) y

Luis Felipe, director de Tiempo de las cerezas (2016)

 

“Nuestros destinos siempre vivos en el corazón del cerezo”, escribió Matsuo Basho (1644-1694), el maestro del haiku. “Por siempre amaré el tiempo de las cerezas”, pregonaría siglos después Jean-Baptiste Clement (1837-1903), el poeta que dejó la seguridad de un buen hogar para buscarse la vida desempeñando más de 36 oficios, el mismo que participó en la Comuna de París y convirtió las reivindicaciones proletarias en un himno perdurable. No obstante los fracasos, el tiempo de las cerezas es cíclico y quienes imaginaron una sociedad distinta consideran que esta celebración de las libertades es repetible. No son los únicos, el 27 de febrero en el Teatro del Barrio, de nuevo en Lavapiés, se presentó el Instituto por la Democracia y el Municipalismo (Instituto DM), reseñado por escasos medios como una iniciativa para dar seguimiento a la ebullición social generada por el movimiento de los indignados, el 15M, en 2011. No es mentira tal aseveración, tampoco la tesis que aparece en Wikipedia respecto a las Jornadas Libertarias como “el último congreso anarquista internacional en España, celebrado entre el 22 y el 25 de julio de 1977 en Barcelona”. Y sin embargo, lo categórico del dato duro con frecuencia deja oculto el legítimo rumor de fondo: las conversaciones, los pensamientos y la alucinante miscelánea de emociones que resultan lo suficientemente seductores para levantarse del sillón y salir a la calle, o para integrar una batucada, o para emprender un largo recorrido desde algún pueblo lejano y confluir, con otros, en la Puerta del Sol en Madrid; es decir, para congregar a una masa –real, visible– de seres humanos que vibran entorno a un anhelo que se cree posible, alcanzable.

 

“No puedo expresar lo que sentimos la gente que estábamos en esa onda”, comenta con ojos chispeantes la militante madrileña Rosa Merino en una de sus intervenciones dentro del documental. “No es algo que venga de unos flipados de internet”, afirma el catedrático Víctor Sampedro durante su participación en 15M: En nombre de la democracia (2012), documental dirigido por Fernando Santise y Alejandra Garcés. “Vamos a tientas, pero esto se trata de dar la batalla por las ideas, de construir una democracia desde abajo generando espacios de autoformación”, explicó Emmanuel Rodríguez, sociólogo, al exponer los fundamentos del Instituto DM que concibe como un think thank, un grupo de inteligencia colectiva que da inicio preguntándose si de nuevo estamos ante el tiempo de las cerezas o, lo que es lo mismo, contrastando la transición de los años 70 con la situación actual. Nadie lo sabe aún; hoy, como entonces, descifrar el significado de lo que acontece no es labor de un solo hombre, ni de un solo instituto, ni de un solo periodista.

 

 Pablo Carmona, Emmanuel Rodríguez y Montserrat Galcerán

durante la presentación del Instituto por la Democracia y el Municipalismo

 

Por eso convocaron a otros ciudadanos y por eso también se encontraba allí Pablo Carmona, el concejal vallecano del distrito de Salamanca, quien recordó la matanza del 3 de marzo de 1976 en el barrio obrero de Zaramaga, en Vitoria, y luego habló del 15M como el síntoma de “un problema sin nombre”, como la suma de muchas batallas culturales, del descalabro económico que condujo a la precariedad y de la promesa capitalista no cumplida. “Es un momento interesante”, dijo, “y una ocasión para definir el campo de lo posible, el hasta dónde” que, quizás, no alcanzaron a distinguir los anarquistas. Para los japoneses, la floración del cerezo es un instante feliz porque simboliza el renacer de la vida.

 

Por lo que pude ver, también para quienes llenaron el Teatro del Barrio y escucharon atentos, expectantes, los argumentos de Pablo Carmona y después los de la catedrática y activista Montserrat Galcerán que, de igual forma, estableció un paralelismo con aquella década de rebeldía e incertidumbre compartidas que pusieron a prueba, más que a las instituciones, la estatura de los ciudadanos. “Ante la crisis de ética, de valores, de cuidados, nos volvemos a enfrentar a dos vertientes: ruptura o reforma. El 15M no es sino el reflejo del deterioro social generalizado, de los nuevos y los viejos cuestionando la democracia. Le siguieron las mareas. Estos movimientos nos enseñaron los conceptos de autoorganización y horizontalidad”, dedujo Montserrat Galcerán y se atrevió a manifestar lo que es un temor eterno, que el cerezo no dé fruto, que no se puedan elaborar y beber el kirsch o el marrasquino. En sus palabras, que los activistas accedan al poder institucional y pierdan el vínculo con la sociedad, que la gente crea salvaguardados sus derechos y deje de hacer presión, de estar pendiente, de movilizarse. “Un pie en las instituciones y mil fuera, eso debe ser”, concluyó la concejal del Ayuntamiento de Madrid por los distritos de Moncloa-Aravaca y Tetuán.

 

 Pablo Carmona (izquierda), Carmen San José e Isidro López (derecha) durante el foro ¿Hacia una segunda transición?

 

A este encuentro también acudieron los diputados Carmen San José, especialista en medicina familiar y comunitaria, e Isidro López, antropólogo de formación. Carmen Sam José esbozó el contexto político y social actual, obviamente haciendo mención a las Mareas, esas asociaciones irisadas –verdes, rojas, blancas– de Alicante, de Zaragoza, de Madrid, de La Rioja, a las que conoce bien y que optaron por no retraerse, por no permanecer impasibles y a la deriva ante el creciente desempleo, los recortes presupuestarios en sanidad y determinadas políticas educativas. Isidro López hizo un esfuerzo de síntesis y, en unos cuantos minutos, situó a los asistentes en medio de las tres pistas –España, Europa y el mundo– donde se resuelve el uso de los recursos públicos, pero, sobre todo, los destinos de millones de personas como las que vivimos en Lavapiés y en otros tantos barrios y bordes de esta Babel contemporánea, de este fabuloso ornitorrinco. Y habló de China, de las crisis económicas reguladas por los Estados, de la burbuja inmobiliaria y los problemas financieros que atraviesan empresas como Abengoa, en España, e instituciones bancarias como el Deutsche Bank, en Alemania. “La estabilidad es ficticia, el enfrentamiento con los poderes globales sigue. Habría que preguntarnos qué tipo de sociedad queremos porque lo de ahora será pauta para lo que venga”, insistió.

 

Los cerezos crecen en los bosques templados europeos de manera espontánea. Igual ocurre con las mareas ciudadanas en una atmósfera de precariedad laboral, cuando se mira alrededor buscando la cara de la auténtica alternancia, de la justicia o de la equidad de género y no se encuentra por ninguna parte. Bajo estas condiciones, el que la gente se agrupe para compartir la lágrima, para perder el miedo o para hacer una acampada tampoco requiere mayor explicación. El cerezo es un árbol mitológico, relacionado antiguamente con la diosa Venus, con el sol, con la calidez del verano que anima la sonrisa. Además era un símbolo de inocencia. Las acciones colectivas en diversos contextos, en todas las esferas del quehacer humano, las que se llevan a cabo por determinados sectores –obreros, campesinos, mujeres, estudiantes– las que recurren a estrategias fuera del marco institucional para alentar o frenar un cambio, en su centro llevan la misma semilla, pertenecen a la familia de las rosáceas que florecen en los vecindarios, en los hospitales, entre “vinu cantares y amor”, con sangre bombeando en los corazones, gritando desde una ciudad al mundo entero.

 

Pero, ¿somos acaso un enorme palimpsesto, un interminable manuscrito que conserva huellas de anteriores escrituras? Cuentan que antaño las jóvenes acostumbraban tomar, uno tras otro, los huesos de las cerezas recién comidas preguntándose cuándo se casarían. “Este año, el próximo, alguna vez, nunca”, repetían, y el último hueso daba la contestación definitiva. ¿Estaremos viviendo, aún sin saberlo, ese tiempo breve y dichoso de las cerezas? ¿Lo poco que se percibe es el comienzo de una segunda transición española, de un cambio de aire, de cielo? Este año, el próximo, alguna vez, nunca…

 

“No hemos comprendido todo lo que hemos visto, pero que queden nuestras palabras. Alguien leerá y entenderá. Más tarde. Después de nosotros…”, apunte usted, le pedían presurosos, pero con la humildad del que agoniza, los sobrevivientes de Chernóbil a la periodista y escritora Svetlana Alexiévich. Contar la existencia más allá de la noticia, reflexionar juntos, dejar las palabras, pasar la señal. En eso consiste el periodismo. Ya lo dijeron ellos, “alguien leerá y entenderá”. ¿Qué? Que sería iluso, una torpeza dejar tales respuestas a un hueso.

 

 Calle de Embajadores

 

 

 

 

Gloria Serrano es periodista mexicana, decidida a mantener sus quinientas libras y una habitación propia, que ha complementado sus estudios con un Máster en Gestión de Políticas y Proyectos Culturales (Universidad de Zaragoza). Actualmente es corresponsal en Madrid del periódico La Jornada Maya. Entiende la cultura como un eje transversal que toca todas las áreas del quehacer humano, lo que califica como “cultura de banda ancha”. “Saber mirar y saber decir” considera son los principales retos del periodismo que aspira a no quedarse en el olvido contando algo más que una simple historia. En FronteraD ha publicado De cine y precariedad de la vida, aquí, hoy. A partir de ‘A cambio de nada’, de Daniel Guzmán. En Twitter: @gloriaserranos

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