1. “¿Qué es pues el tiempo? ¿Quién puede explicar esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento para hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a otro. ¿Qué es pues el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquéllos dos tiempos, pretérito y futuro ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser están en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?” (San Agustín, Confesiones, Libro Undécimo, capítulo XIV).
“Si nadie me lo pregunta lo sé, pero; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Quizá tenga que ver esta dificultad con el hecho de que ni siquiera hay claridad sobre la etimología del término “tempus”. Marramao (Apología del tiempo oportuno, Gedisa) remite esa dificultad al hecho, señalado por Benveniste, de que los compuestos de este término (tempestas, temperare, temperetum, temperatio) son, en realidad, más antiguos que la palabra “tempus”, derivados que de una manera u otra denotan continuidad e interrupción.
Y un poco más adelante dice Agustín: “Lo que ahora está claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; sino que tal vez sería más propio decir que los tiempos son estos tres: presente de las cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras. Porque éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de ella yo no veo que existan: presente de cosas pasadas (memoria), presente de de cosas presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación) (San Agustín Confesiones, Libro Undécimo, capítulo XX).
De las reflexiones de San Agustín cabe señalar dos aspectos. En primer lugar que opone al tiempo de reloj un tiempo subjetivo. El eje del tiempo es la experiencia que de él tiene el sujeto actual, cómo vive él el pasado y se imagina el futuro; por lo que respecta al pasado, del que se encarga la memoria, ésta está al servicio del sujeto que recuerda y no de los intereses de lo recordado. En segundo lugar, que Agustín prolonga una consideración binaria del tiempo que viene de atrás (kairos-chronos) y que se repetirá sin cesar, aunque con sentidos no siempre iguales: distinción entre tiempo subjetivo y objetivo; entre tiempo histórico y tiempo mesiánico; entre tiempo continuum e interrupción del tiempo; entre tiempo biográfico y tiempo conceptual; entre tiempo mecánico y “durée” o “élan vital”, en el caso de Bergson.
Estos dos puntos han tenido una importancia decisiva en Occidente: han mandado y ahora están en quiebra.
Este famoso capítulo de las Confesiones de San Agustín explica bien la atracción mortal y la dificultad de hablar del tiempo. No es tan familiar, como el aire que respiramos, pero si se nos pregunta que lo expliquemos sólo nos viene un torpe balbuceo. Contrasta la familiaridad existencial con la dificultad conceptual.
2. Cuando Juan Mayorga me propuso intervenir en esta sesión del seminario dedicada a reflexionar sobre el paso del tiempo me resistía porque me daba pereza volver a los meandros conceptuales del tiempo que acabo de evocar. Dudaba, sin embargo, en decidirme porque sabía que tenía una cita con el tiempo, con el envejecimiento, y no podía escabullirme.
Lo que me decidió fue un detalle con el que no contaba. Cuando Juan me llamó yo estaba tramitando mi “jubilación forzosa”, tal y como dice el “certificado de empresa” que esta casa [se refiere al Consejo Superior de Investigaciones Científicas, CSIC, donde se celebra el seminario dirigido por el dramaturgo Juan Mayorga] me había entregado oportunamente. No le di mayor importancia al trámite. Nada cambiaba en mi vida puesto que yo seguía de emérito. Al día siguiente yo vendría al Instituto como había hecho a lo largo de los últimos veinticinco años. De repente se produjo la cita con el tiempo. “Tenga Vd en cuenta”, me dice un funcionario de la Seguridad Social, “que no puede tener otros ingresos que los de la jubilación”. Le miré atónito. En un instante me di cuenta de lo que eso significaba. Desde luego que tendría menos ingresos, algo que tenía asumido. En lo que no había caído era que no podría escribir artículos en la prensa, dar conferencias en las Universidades, cursos de verano… Se me retiraba de la circulación. El buen funcionario me estaba diciendo que ya estaba amortizado, descatalogado. Me vino a la mente lo que en mi pueblo, en mi infancia, se decía del que no tenía trabajo: “estar de más”.
Tenía que enfrentarme al tiempo, acudir a la cita, así que llamé a Juan para decirle que aceptaba el reto de pensar el tiempo. No pretendo aclararme yo ni aclarar nada, sino familiarizarme existencialmente con un tema que siempre había tratado como un problema, un concepto, pero no como un existenciario.
3. Al tiempo se le tiene mucho respeto, es decir, miedo. No hay más que ver cómo borramos sus huellas. Por algo respondió Woody Allen, cuando le preguntaron por su edad, por la vejez, que “no se lo recomendaba a nadie”. Aunque al modisto Adolfo Domínguez se le ocurrió el exitoso slogan “la arruga es bella”, lo cierto es que domina la idea de disimularla, de ocultarla, de borrarla. Para eso vale todo: cremas, desde luego y, si hace falta, operaciones quirúrgicas. Es posible que en otras culturas la veteranía, la vejez, sea un grado: en la nuestra, no. Se valora a los jóvenes, sanos y fuertes.
Miedo al paso del tiempo y miedo a la muerte. Se muere en los hospitales, se vela en los tanatorios y los coches fúnebres circulan de noche. Nos esforzamos por invisibilizar la muerte. A las campanas de mi pueblo “tocando a clamor”, como se decía de ese triste tañido que convocaba al pueblo, ha sucedido el anonimato del luto y del duelo.
Esta cultura que tiende a invisibilizar el paso del tiempo viene de lejos, pero se ha acelerado en los últimos tiempos. Viene de lejos, al menos desde la modernidad que es una apuesta por el presente. A la autonomía del sujeto que preside eso que llamamos Modernidad o Ilustración le sienta mal el pasado, la presencia del pasado, porque esa presencia del pasado tenía en la premodernidad unas pretensiones normativas (el pasado norma del presente) que le resultan inaceptables a un sujeto consciente de su autonomía. Son cosas, se dice, de los tradicionalistas, interesados en el cultivo del paso del tiempo, o de los nostálgicos que, en el fondo, desperdician el presente.
Lo cierto es que la era telemática, que es la nuestra, da una vuelta de tuerca a ese constreñimiento o presencialismo del tiempo pues refuerza tanto el presente que no sólo anula el pasado, al privarle de todo valor, sino que destroza el futuro, al considerarle más de lo mismo. Paul Virilio (el autor de Le Grand Accelerateur, Galilée) explica bien el asalto de la telemática a la fortaleza del tiempo. Dice que hoy en día el tiempo está sometido al poder del instante real y que eso supone despedir un tipo de vida (es decir, el modo de ser humano y de comprender el mundo), construido sobre el reconocimiento de la duración. Lo entendemos si recordamos que la velocidad de internet, que es la de referencia, es la de la luz.
“Duración” se opone a “instante real”. Sin necesidad de meternos en los dibujos de Bergson sobre “durée” o “élan vital”, por duración hay que entender un ritmo de vida que distingue entre noche y día; entre estaciones del año; entre días laborables y días festivos, es decir, tiempo de trabajo y tiempo de descanso.
Pues bien, todo eso queda disuelto en la era telemática en nombre del “doping electrónico del instante omnipresente”. El tiempo telemático está caracterizado por la instantaneidad y simultaneidad. Ese tiempo opera como una droga porque nos hace sentirnos inmortales. Como dice Manuel Castells, “la eliminación de la secuencialidad –por mor de la aceleración– crea un tiempo indiferenciado que es equivalente a la eternidad”.
¿Cómo se manifiesta este imperio de la instantaneidad y de la simultaneidad? De múltiples maneras. En primer lugar, obligando al sujeto a reducir sus acciones a reacciones ante lo imprevisto, lo inatendido, lo que acontece o sobreviene. Ante tantos estímulos, lo que cabe es la reacción casi instintiva.
Esta solicitud de lo imprevisto, esta concentración en lo que pueda ocurrir, fomenta la cultura de masas en el sentido de que se fabrican potentes emisores de estímulos (la televisión, la publicidad, la mercadotecnia, etcétera), iguales para todos, a los que los individuos responden indefectiblemente. Lo vemos en las modas del vestir o de los gustos musicales o en los modos de pensar.
La cultura de masas logra rizar el rizo cuando el individuo llega a pensar que es él el que decide a la hora de comprar un pantalón estrafalario o peinarse con una cresta verde. Estamos ante lo más in: “el individuo de masas”.
En segundo lugar, destruyendo la facultad de lo que Paul Virilio llama “le traject”. El ser humano puede ser sujeto y objeto, dos herramientas a través de las que se realiza. Habría que incluir además la facultad del “traject”, del desplazamiento. El ser humano no tiene raíces sino patas porque es nómada. Se realiza viajando que es un momento fundamental de la experiencia humana.
Pues bien, el imperio de la instantaneidad lo destruye, hace imposible ese papel y la consecuente experiencia. Pensemos, en efecto, que la experiencia del viaje supone un tiempo de preparativos, el de la partida, el del espacio que se cruza, el momento de la llegada. Todo eso nos es ya ajeno. El tiempo invertido en un viaje es tiempo perdido porque sólo interesa llegar; nada importa el espacio que se cruza porque o queda fuera del alcance (cuando se va en avión) o molesta (en AVE).
También se manifiesta, en tercer lugar, causando muertes. La aceleración de nuestro tiempo es potencialmente mortal. Mata, en primer lugar, la experiencia, sustituyéndola por la vivencia, como bien vio Benjamin. Todo acontecimiento vivido necesita un tempo vital para que sea matabolizado en experiencia, es decir, sea integrado en la red biográfica que nos ha ido conformando. En lugar de ese tempo vital la aceleración lo que ofrece y exige es prisa que no es llegar antes sino quemar etapas. “Tenemos la impresión de vivir en cinco años”, dice Virilio, “lo que antes en cincuenta”. Así no hay manera de que las vivencias maduren. Los acontecimientos son vividos como shocks que se agotan en sí mismos. Mueren al tiempo de producirse. (También Etty Hillesum habla de que en el Lager en un instante se envejece, dando a entender que el sufrimiento es tal que consume el curso vital, obligando a vivir desde el final, desde la proximidad de la muerte).
Y, además, resulta suicida. Nos matamos con tiempo. Me refiero a esa forma de tiempo que se expresa como culto a la velocidad es mortal. Las cifras, como hemos visto, son escalofriantes. Esa velocidad, cuyo referente es la instantaneidad, opera como el canto de las sirenas de la Ilíada: promete la felicidad pero mata.
4. Estas son las manifestaciones positivas del imperio de la instantaneidad. La filosofía no se ha quedado al margen de esta sensibilidad social. Como lo suyo es emprender el vuelo al atardecer, como el Ave de Minerva, es decir, se pone a pensar cuando el acontecimiento ha tenido lugar, hay que preguntarse si se detecta en ella un modo de pensar traspasado por la preocupación del tiempo. Y así es.
El libro más significativo del siglo XX quizá sea Ser y tiempo, de Heidegger. No digo que sea el mejor ni el más original, sino el que más ha marcado ese siglo.
El título es una novedad porque la filosofía pensaba el ser atemporalmente. La verdad, como la razón, no tienen patria ni edad, se decía. Eso cambió con Heidegger, como ya vio Karl Löwith –el único que según Heidegger había entendido su libro– al relacionar el ser con el tiempo. Lo que Heidegger planteaba, al convocar el tiempo, era una comprensión del ser humano o Dasein como “ser-para-la-muerte”.
¿Qué aporta esta comprensión de ser humano desde el final? Pues poder valorar adecuadamente las posibilidades del ser humano y su autenticidad (dice Karl Löwith: “lo que la muerte pone de manifiesto es el ser del Dasein, su posibilidad más íntima, la más auténtica…”). La muerte como posibilidad –que de eso se trata– es una forma de decir que el hombre no sólo es alcanzado por la muerte sino que muere. El morir puede ser entendido como una maduración de la vida y no sólo como un destino ciego que se nos impone. Cómo decía Don Quijote: “Yo, Sancho, nací para vivir muriendo”. La muerte aparece inscrita en la vida misma.
Para entender la relación entre ser-para-la-muerte y autenticidad, deberíamos recordar el relato kafkiano titulado La muralla china. El proyecto de la torre de Babel fracasó no porque los albañiles no se entendieran sino porque no se puso la primera piedra. Al “tener tiempo”, al disponer de un tiempo indefinido, no se empezó la obra. Nos tomamos en serio la vida cuando el tiempo tiene un plazo. Entonces nos la jugamos en cada instante. No hay autenticidad cuando hay tiempo disponible (sea bajo la forma de evolución o de esa forma de eternidad que es la instantaneidad).
El cambio que anuncia Ser y tiempo es, como acabo de decir, epocal, aunque, en honor de la verdad, hay que decir que Heidegger se apropia de un modo de pensar típicamente judío.
Digamos que durante mucho tiempo el judío ilustrado sabía que tenía una cita que podía aplazarla pero no evitarla: tenía que elegir entre ser moderno o ser judío; entre ser un hombre de su tiempo y, consecuentemente, asimilarse al modo de ser cristiano o poscristiano; o bien seguir siendo judío y perder el tren de la modernidad. Para ser moderno el judío tenía que romper con sus raíces. Eso fue así hasta que Franz Rosenzweig se plantó y se planteó ser judío y ser de su tiempo.
Ese gesto no podía hacerse más que invalidando el “pensamiento occidental”, tan determinado por la filosofía que viene de Grecia, y es lo que él hace al proclamar que se trata de una impostura idealista. La filosofía no ha pensado la realidad, sino que ha dado vueltas a la idea que se hacía de la realidad. Se ha pensado a sí misma y no la realidad que era lo que tenía que haber hecho.
El test de esa impostura era el miedo a pensar la muerte. La estrella de la Redención, que es el libro en el que Rosenzweig ajusta sus cuentas con el idealismo filosófico, empieza así: “Una vez en su vida tiene el hombre que hacer la experiencia de su terrible pobreza, de su soledad y de su desarraigo frente al mundo. A lo largo de una noche tiene que aguantar a pie firme mirando a los ojos de la muerte”.
La filosofía no ha tenido el valor de mirar de frente a la muerte porque sólo se ha interesado por lo abstracto, por lo esencial, es decir, por El Todo y “el Todo no muere”. Quien muere es el individuo, pero eso no le ha interesado a la filosofía. Lo singular no era de su competencia. Ahora bien si el Todo no muere, la muerte, que sólo afecta al individuo, no es nada. La filosofía no ha entendido que la muerte es algo: es algo de ahí la angustia ante la muerte. Por eso, dice, “la filosofía es una gran mentira, incluso antes de ser pensada” porque, de entrada, la filosofía no da importancia al significado de lo singular (“la ciencia es de lo esencial”, decía Aristóteles).
La realidad de la muerte nos lleva a pensar la existencia como ser-para-la-muerte, es decir, teniendo en cuenta la finitud del tiempo. ¿Y eso qué significa? La respuesta que da Rosenzweig es muy críptica: “tomar en serio al tiempo”, dice, “es necesitar al otro”. Y un poco antes: “necesitar tiempo significa no poder anticipar nada, tener que esperarlo todo, depender de otros en lo propio”. Para Rosenzweig el tiempo es el otro.
Que “el tiempo es el otro” es una forma nueva de entender la temporalidad que rompe con otra, que es la que ha dominado, según la cual el tiempo es, por un lado, el yo, y, por otro un continuum en el que el pasado causa el presente y éste el futuro. Estamos ante un tipo de tiempo natural, identificado con el conatus essendi, en el que el tiempo se repite –sea bajo la forma de eterno retorno– o se prolonga –bajo forma de progreso–.
Ahora bien, para Rosenzweig existe un parentesco entre esas dos modalidades del tiempo, en el sentido de que ni el yo ni el continuum anuncian novedad ni, por tanto, futuro, sólo más de lo mismo. El yo busca eternizarse y el continuum es más de lo mismo.
Sin novedad no hay tiempo porque no hay futuro. Podemos hablar de tiempo cuando lo que nos espera nos adviene, nos sorprende, y no es mera repetición. Quien puede romper el continuum es el otro, por eso el tiempo es el otro. ¿Qué es “el otro” dotado con tanto poder como para poder crear el tiempo? El otro no es la persona de al lado, sino un constructo teórico de la tradición judía. Puede ser y deberá ser el de al lado, pero siempre y cuando carguemos sobre él el condensado teórico de la tradición judía. Levinas ha construido una modelo filosófico sobre esta figura, cuyos elementos fundamentales ya encontramos en Rosenzweig o el último Hermann Cohen.
Lo que caracteriza al otro es dotar al tú de una autoridad sobre mí gracias a la cual me constituyo como ser humano y, desde luego, como ser moral. Esa autoridad no le viene de su poder, sino de su vulnerabilidad. El secreto de la fuerza del tú es que puede ser muerto o destruido por mí. Esa su fragilidad se expresa en un mandato: no matarás, es decir, no me hagas daño, hazte cargo. Ese mandato que viene del otro es lo que nos separa de la animalidad, lo que nos permite ingresar en la condición humana. De ahí su autoridad.
El otro rompe la querencia del tiempo natural y del tiempo subjetivo que sólo buscan la permanencia del yo porque de alguna manera siguen atado al impulso de la animalidad, al conatus essendi, a la conservación.
Walter Benjamin hereda a Franz Rosenzweig y prolonga su reflexión. Dice que en su maletín llevaba un ejemplar de La estrella de la Redención y que al llegar al hotel o a la pensión sacaba el libro y sobre él colocaba el cuadro de Paul Klee, El angelus novus. Lo cierto es que le tiene muy presente.
Benjamin prosigue la crítica a la modernidad de Rosenzweig pero no se centra en el “idealismo” que había confundido el dedo que señala la luna con la luna misma, es decir, que obligaba a la realidad a ajustarse al pensar, llegando al punto de negar algo tan universal como la angustia ante la muerte por la sencilla razón de que, según la filosofía, la única realidad es el Todo y el Todo no muere. Benjamin abandona ese filón y se centra en el destino de algo por lo que la modernidad había apostado decididamente, a saber, la experiencia. La modernidad quería ser ciencia de la experiencia, de ahí el valor del experimento en las ciencias naturales y de la experiencia en las del espíritu. No olvidemos que la Fenomenología del espíritu de Hegel tiene por subtítulo “ciencia de la conciencia de la experiencia”. La Modernidad surge al grito de “no aceptar nada como válido que no resistiera la prueba de la experiencia”.
Benjamin constata no sólo que la experiencia no juega de hecho papel alguno en el conocimiento, sino que la experiencia se ha hecho imposible. Lo que llama la atención es que aduzca, como prueba de su tesis, lo vivido por los soldados en la I Guerra Mundial. En una guerra se vive mucho. Pues bien, los soldados volvían con muchas vivencias, pero ninguna experiencia. Habían visto de todo y padecido lo indecible, pero nada de eso había sido metabolizado en vida propia.
Si la experiencia había sido sustituida por la vivencia era debido, por un lado, a la naturaleza de la guerra. Era una “guerra de materiales” en la que, por primera vez, el ser humano –su valor, su capacidad de decisión– pintaban poco. Lo importante era el armamento. Esta constatación daba el golpe de gracia a la mística bélica que tantos –Weber, Unamuno, Wittgenstein, Jünger– habían cultivado hasta ese momento. El combatiente bastante tenía con reaccionar instintivamente a cada acción bélica, dictada por la técnica.
El otro golpe mortal a la experiencia se lo proporciona el ritmo de la vida que Benjamin capta con sus antenas de “anunciador del fuego”. Gustavo Martín Garzo describía bien lo que da de sí ese ritmo de vida al llamar la atención sobre el comportamiento de cualquier contemporánea que va de visita al Vaticano para admirar la Pietà y se satisface mirándola con el objetivo de la cámara o que lee un libro sin retener una palabra o que sale de un museo igual que entró o que oye miles de historias sin recordar alguna.
Lo que en esas circunstancias propone Benjamin no es la recuperación de la experiencia. Eso es imposible porque ese tiempo del beatus ille ha pasado ya. Tenemos que enfrentarnos al desarrollo acelerado de la técnica, es decir, a lo que él llama progreso. Enfrentarse a esa lógica es interrumpir el continuum.
Lo que procede entonces es interrumpir los tiempos que corren. Y en eso está de acuerdo con Rosenzweig. Pero Benjamin piensa –y en esto se distancia de Rosenzweig– que no basta el otro. Hay que contar con algo sólido, materialista, y contundente. El arsenal del que echar mano es lo fracasado de la historia. Esto no se opone a la figura del otro, pero son acentos distintos.
En las ruinas y cadáveres sobre los que se ha construido la historia hay mucha munición disponible. En primer lugar, la conciencia del alto coste del progreso. Se pierde irreversiblemente un modo de vida sobre un tempo lento como era el rural. Se pierde un tipo de sociedad, pero se puede y se debe rescatar su espíritu, tal y como aconseja Benjamin en la Tesis X, cuando aconseja al hombre moderno tomar distancia “del mundo y de sus pompas” como hacían los monjes en el pasado. No es fácil hacerse con ese espíritu contemplativo, pero es necesario si queremos librarnos del embrujo de un tiempo que sólo avanza destruyendo.
De provecho es, en segundo lugar, saber lo que hay de positivo en tantos proyectos fracasados. El que ha estado implicado en ellos sabe que lo ocurrido no era la única posibilidad de la historia. Otro mundo era posible.
Cada caso de fracaso, de sufrimiento, reclama el derecho a la felicidad. Este planteamiento se opone a aquel otro que ve la desgracia como algo natural, como una ley inexorable de la naturaleza, ley que se expresa en la “caducidad de la naturaleza”. Pero Benjamin se rebela contra esa resignación o ese cinismo y en lugar de hablar de la naturaleza caduca plantea una “naturaleza mesiánica”, es decir, un orden profano fecundado con el sentido del sufrimiento de las víctimas. Ese nuevo concepto, que reúne en una sola expresión dos mundos diferentes, reconoce algo inconcebible para la filosofía occidental: que la vida es el lugar del conflicto, de la miseria, de la injusticia, del fracaso (“caducidad” de la naturaleza) pero –y ésto sí que es definitivo– todo ese sufrimiento no es el precio de ninguna felicidad sino una exigencia de justicia. La tarea de la política es perseguir “la naturaleza mesiánica”, es decir, plantear el derecho a la felicidad de cada individuo, de cada experiencia pues “cada uno de esos instantes es la pequeña puerta por la que se puede colar el Mesias”. Una política fecundada por la “naturaleza mesiánica” no podrá ya mercadear con la felicidad individual. La puerta por la que entra el Mesías es la del reconocimiento del derecho singular a la propia realización. La clave de una concepción de la “existencia justa” consiste en tomarse en serio la significación teórica del sufrimiento: no cerrar los ojos ante el espectáculo del mundo, sino buscar en él, en sus conflictos y aporías, el sentido de la existencia.
En tercer lugar que, gracias al poder de la memoria, las injusticias pasadas siguen vigentes. Su vigencia cuestiona la legitimidad del presente
Finalmente, el descubrimiento de la poderosa figura del Jetztzeit (“el ahora”), esto es, la convicción de que la potencialidad del pasado no depende de nuestra buena o mala voluntad. Es una fuerza objetiva que nos asalta. El Jetztzeit da carpetazo al subjetivismo agustiniano que colocaba el sentido y el poder de la memoria en la voluntad de quien recordaba.
Con estas herramientas se puede romper el hechizo o el prestigio del progreso. No es cierto que esté cargado de esperanza porque la novedad que maneja lo es sólo en apariencia: lo nuevo del progreso es la reedición de lo de siempre (“das Inmmergleichen am Neuen”), mientras que la verdadera novedad es hacer aflorar lo que está pendiente, ver lo nuevo en lo que siempre estuvo ahí pero en espera (“das Neue am Inmegleichen”).
5. Con este recorrido ¿se consigue algo? ¿Convence este rastreo del tiempo? ¿Consuela? Lo que parece desprenderse de lo dicho es, en primer lugar, que el tiempo es un tema mayor. Independientemente de lo que digan físicos o metafísicos, la idea que nos hagamos del tiempo acaba incidiendo en el sentir, en el pensar y en el vivir. Sin entrar siquiera en el estudio del tiempo como unidad de valor en el sistema capitalista de producción, lo cierto es que para lo bueno y para lo malo la experiencia del tiempo es decisiva.
En segundo lugar, que lo específico del tiempo actual es tener por referente el tiempo de internet, es decir, la velocidad de la luz. Eso, que ha tenido y tiene fantásticas consecuencias en el desarrollo tecnocientífico, ha creado un tipo de civilización determinado por la prisa.
La prisa no es querer llegar antes sino pretender la instantaneidad. Ahora bien, la instantaneidad como modelo de vida es mortal porque mata la experiencia, ha sembrado las carreteras de cadáveres y tetrapléjicos y aspira a conformar un tipo de ser humano distinto del que hemos conocido y por el que la humanidad ha luchado.
Lo que se quiere decir es que la prisa tiene graves contraindicaciones a veces disimuladas por sólidas apariencias. Con razón se habla del “doping electrónico del instante presente” que consigue vender el tiempo acelerado como equivalente de eternidad, es decir, como victoria sobre el paso del tiempo.
En tercer lugar, que el ser humano está relacionado con ser-para-la-muerte. Eso explicaría la persistencia de la angustia ante la muerte a pesar de todas las estrategias de negación de la muerte sea, en el pasado, mediante un potente filosofía idealista, sea, en el presente, mediante, una estudiada escenificación para ocultarla.
Esa conciencia de la finitud no está negada con formas de trascendencia de la susodicha finitud, si bien es verdad que toma formas inusuales. Comparemos, por ejemplo, a Miguel de Unamuno y Walter Benjamin. Unamuno se enfrenta a la finitud del tiempo invocando la inmortalidad. Unamuno quiere salvar su yo, proyectarle en el tiempo. A Benjamin no es el yo lo que le obsesiona. Recomendaba no usarlo antes de haber cumplido cuarenta años y, después, sólo en casos de extrema necesidad. Lo que le preocupa es que nada se pierda, salvar incluso las posibilidades que no pudimos realizar. Por eso habla de recapitulación o apocatástasis.
Para recoger todo lo que queda al margen de la historia, para atender lo que quiso ser y no pudo, necesita deshacerse del viento de la historia que le empuja hacia delante como un caballo desbocado que corre hacia el precipicio. Recapitulación e interrupción.
Lo que tienen en común Unamuno y Benjamin es el convencimiento de que la muerte no puede ser la última palabra. No puede ser que el silencio invalide las palabras que se han dicho o que se han podido decir porque entonces la injusticia triunfaría sin condiciones. Esto es fácil de entender cuando hablamos de la construcción de la historia. Podemos entender que las posibilidades latentes sirvan para construir el futuro, pero ¿vale lo mismo para cada individuo? Apropiarnos de lo que pudimos ser y no conseguimos ¿nos garantiza un futuro más allá de la muerte? ¿Podemos suplir la finitud de la existencia con la memoria de lo que pudimos ser? Si el aval del futuro son las posibilidades no realizadas ¿qué posibilidades hay de que así sea?
Lo que nos tenemos que decir es que si la realidad de cada uno se atuviera a su mera facticidad el ser humano tendría una mala finitud porque el anhelo de lo otro, el deseo y sus posibilidades no tendrían sentido. Serían patologías del ser. Una buena finitud debería consistir, más bien, en remitir las palabras al silencio no para que queden definitivamente acalladas sino para que se encuentren con lo inexpresable, que es a lo que aspira una palabra verdadera. ¿Basta tener sed para que haya agua? Llegados a este punto, mejor remitirse a los puntos suspensivos, como diría José Luis López Aranguren.
Aportación al proyecto Filosofía después del Holocausto. Vigencia de sus lógicas perversas, organizado por el Instituto de Filosofía del CSIC.
Reyes Mate, profesor emérito de Investigación del CSIC, es filósofo y escritor, dedicado a la investigación de la dimensión política de la razón, de la historia y de la religión y en concreto de la memoria, los vencidos y el papel de la filosofía después de Auschwitz. Entre sus libros destacan La razón de los vencidos; Auschwitz. Actualidad moral y política, Medianoche en la historia y La herencia del olvido. En FronteraD ha publicado La justicia no puede ser resultado de una votación democrática, Auschwitz, justicia y deber de memoria y Memoria de la barbarie y construcción del futuro