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AcordeónEl tiempo que pasamos mirando. Notas breves sobre la visualidad contemporánea

El tiempo que pasamos mirando. Notas breves sobre la visualidad contemporánea

El tiempo que desborda las posibilidades de su recepción. He aquí un rasgo que caracteriza a algunas de las obras más representativas de nuestra época, desde los filmes pioneros de Warhol (Empire, Sleep) o la instalación videográfica 24-Hour Psycho, de Douglas Gordon (1993), que duraba lo que su título indica, pasando por Bordeaux Piece, de David Claerbout (2004), y The Clock, de Christian Marclay (2010), cuya proyección abarca una jornada entera. Hasta alcanzar el delirio de los Trois Petits Cochons, de Albert Serra, que dura ¡101 horas! No es sólo una cuestión relacionada con el dispositivo técnico digital, que ahora permite, con muy bajo coste, una expansión al límite de la grabación, duración y proyección de un relato en imágenes. Hemos de ver ahí también el síntoma de una específica relación con el tiempo. Una experiencia –y gestión– del tiempo, que es la nuestra, en la que éste se ha independizado por completo de toda determinación lumínico-natural y de cualquier posibilidad de control o designio antropológico. La idea humanista, la posibilidad por tanto de organización y lectura desde criterios de jerarquía de la especie y del sentido quedan arrumbados, en favor del sometimiento a nuevas medidas o perspectivas a-humanas hechas de una temporalidad impávida, infinita y omniabarcante con la que a nosotros no nos queda más que transigir.

 

Hablamos de un proceso de condicionamiento que culmina en la actualidad en lo que Jonathan Crary ha denominado 24/7: un entorno de comunicación y consumo que ha colonizado por completo la existencia –las veinticuatro horas de los siete días de la semana– hasta volverla ya absolutamente dependiente de lo maquinal. Tiempo para nada humano, en ningún sentido, allí donde el tiempo mismo se ha independizado de la vida singular y de la historia: “tiene la apariencia de un mundo social, pero en realidad es un modelo no social de rendimiento propio de máquinas y una suspensión de la vida que no revela el coste humano que se necesita para mantener su eficacia. Debe distinguirse de lo que Lukács y otros, a principios del siglo XX, identificaron como el tiempo vacío y homogéneo de la modernidad, el tiempo métrico o calendario de las naciones, de las finanzas o de la industria, en el cual las esperanzas o proyectos individuales quedan excluidos. Lo que es nuevo es el abandono radical de la pretensión de que el tiempo se acople a cualquier proyecto a largo plazo, incluso a las fantasías de ‘progreso’ o desarrollo”[1].

 

En estas instalaciones artísticas entramos y salimos de ella, de esta dimensión de absoluta temporalidad: nos perdemos o deambulamos por sus corredores y tramos como por una especie de castillo kafkiano, pero sabemos que, en definitiva, nosotros no pertenecemos a ese lugar. Estamos tan sólo en calidad de huéspedes más o menos involuntarios. Menestrales menesterosos que, pasivamente, cumplen una función delegada y voyeurística que, en definitiva, a nadie importa, pues todo se desenvuelve sin parada ni perturbación por encima de nuestros límites y capacidades. Algunos pueden pensar que es una liberación, otros se sienten abandonados en medio del incierto fulgor de falsos resplandores de una semántica antigua y las reminiscencias breves que vagan –como citas o re-citaciones sonámbulas– en medio del mar de los Sargazos de una insolente indiferencia visual. Pero es simplemente el tiempo, el tiempo que, cual máquina soltera, ha ocupado ya, como un bloque de abismo, toda nuestra duración.

 

Así pues, todo se despliega ahora en una especie de presente único y sin extensión, cancelados los habituales ritmos temporales. Y, con ello, tal vez, el tiempo mismo ha sido vaciado, se ha vuelto como una envoltura sin sentido, inesencial. Tiempo en suspensión eterna, tiempo suspenso. He ahí nuestro signo.

 

Pues, ¿qué tiempo es éste que no incluye en sí su propio final? No hace falta acudir a Heidegger para percibir que el sentido de la existencia, como acaso el de la obra, comienza por el fin, que está implícito en su propio comienzo y que, de manera tan angustiosa como proyectiva lo acompaña con su tenebrosa luz. Pasolini decía algo parecido a través de su meditación sobre el montaje: que era como la muerte, pues constituía lo único capaz de producir sentido. La muerte, que convierte la vida en pasado y la cierra definitivamente, realiza un montaje fulminante donde sólo queda lo significativo. Entonces, como sugiere en su famoso Discurso sobre el plano secuencia, la disyuntiva se resuelve en: “O ser inmortales e inexpresados, o expresarse y morir”. Pasolini incluso llegaba a sostener el carácter ejemplar que el relato cinematográfico podía comportar, al ser capaz de restituir un sentido ausente a la propia vida siempre abierta y suspensa en su continuo fluir. El sentido de la vida, ofrecido entonces por el film, ya no se separa de una actitud ética. Es una interpretación que Benjamin –el Benjamin por ejemplo de Experiencia y pobreza o de El narrador– sin duda compartió. Por eso, como ha escrito también Benjamin y es sabido, la muerte es la sanción de todo lo que un narrador puede contar. Todo relato exige la conciencia de ese tiempo que incluye en sí, para ser medido y para tener sentido, su fin, la muerte. 

 

Si el fundamento del narrar –esto es: lo que le confiere un sentido– se halla en esta posibilidad de construir una situación y ponerla en movimiento frente a su destino, y si nuestras propias historias particulares y la historia misma, en tanto que una comunicación y comunidad de narraciones singulares, depende de esta secuencialidad que ha de entenderse como una historia que prosigue hasta su fin, entonces, ¿qué forma específica de pensamiento estamos compartiendo a través de estas experiencias de una visualidad y una narratividad incapturables? ¿Qué es una vida sin tramas ni desarrollo? ¿Cómo es la existencia que se experimenta con esta nueva forma de condicionamiento temporal donde la propia conciencia de existir no se establece a partir de unos límites fijados por el fin o la muerte?

 

Hemos entrado en la dimensión de lo fragmentario, allí donde un tiempo absuelto de la historicidad y el destino o el sentido sostiene todo tipo de ideas o figuras sin ninguna vinculación precisa ni estable entre sí. Tiempo de recomposición, descomposición y estallido infinitos, de las falsas repeticiones, los dobles y los retornos inciertos o deformados. Tiempo de fragmentos abiertos y disponibles para una historia posible siempre imposible. Mezcolanza de estupefacción inmóvil y su frenesí. Tiempo donde esas imágenes y sus figuras se mueven nomádicamente, siempre en la superficie, sin tener marcos estables; sin alcanzar jamás significados profundos. Tiempo, en definitiva, de la no-muerte; pero tampoco de una existencia presente, plena y verificable. Tiempo en suspense: fantasma, efectivamente.

 

Es cierto, en los modos previos a esta nueva temporalidad la muerte lo circundaba todo como un halo. Era, si queremos, lo no contado que, desde el margen, lo organizaba o lo susurraba todo. Ahora, cuando sin duda el espectro es ya la máquina y ésta también todo lo legisla, las narraciones, nuestras posibles experiencias, circulan insomnes e imperativas –a veces traviesas, caprichosas y hasta divertidas– como jirones de niebla que han ocupado la casa, ajenos por completo a nosotros mismos. Es el problema clásico del fantasma: saben que hay una muerte por contar, pero en cierta forma su propia presencia acentúa el olvido o la no resolución de esa muerte misma. Su recurso, entonces, es la infinitud de un rumor que se repite impotente y sin pausa. Se hallan como prisioneros de la repetición y la dislocación inane de un procedimiento que conocen por extenuación. Por eso estas narraciones se extenderán y no se detendrán hasta que no aparezca de nuevo el cuerpo del delito. Aquello que acabe con la cuenta imperecedera de esta falsa o fingida inmortalidad, nuestra condena. ¿No es esta cuenta, precisamente, lo que la pieza de Christian Marclay, The Clock, manifiesta de forma tan apocalíptica y ostensiva? Allí asistimos, fascinados e intrigados, a la evolución continua de unos gestos levemente desesperados y artificiosos que se despliegan durante 24 horas. Sabemos que forman parte del archivo cinematográfico que ha constituido nuestra memoria narrativa del pasado siglo. Pero no se trata, desde luego, de una anamnesis colectiva, al modo del Je me souviens, de Perec. Lo que allí más bien sucede es la apoteosis de la pericia fría y sarcástica de un contador de segundos, de minutos y de horas. Es como un sortilegio que tiene a las imágenes y los cuerpos atrapados dentro de su mecanismo fatal. Hechizo sin duda seductor y vicioso en el que nos sumergimos cómplices y complacidos y del que, en cierto momento, desearíamos escapar, como tal vez las propias imágenes también nos solicitan. Sí, es posible que ellas requieran de nuestro auxilio o de ayuda para salir de allí, pero ¿cómo hacerlo?

 

 

 

 

Alberto Ruiz de Samaniego es profesor titular de Estética y teoría de las artes de la Universidad de Vigo. Crítico cultural y comisario de exposiciones, ha sido director de la Fundación Luis Seoane de La Coruña. Es autor de libros como Maurice Blanchot: una estética de lo neutro; Apuntes sobre algunas poéticas del inmovilismo; La inflexión posmoderna. Márgenes de la modernidad; Ser y no ser. Figuras en el dominio de lo espectral, y Las horas bellas. Escritos sobre cine. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Georges de La Tour, un poco de materia puesta a arderPessoanasJustino, o los infortunios de la virtudLos dibujos de Victor Hugo. Fijar los vértigos y Ludwig Wittgenstein en su cabaña. El engaño y el estilo

 


[1] Jonathan Crary, 24/7. Capitalismo tardío y el fin del sueño, Ed. Ariel, Barcelona, 2015, trad. de Paola Cortés-Rocca, p. 39.

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