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El timador

He visto a Pedro Sánchez sin volumen en su púlpito futurista. Es magnífico porque de un vistazo, sin necesidad de escucharle, ya se sabe lo que dice. O lo que vende: el elixir multiuso. Sánchez vende un producto que es a la vez quitamanchas, crecepelo o tónico general, que combate toda clase de afecciones orgánicas y, sobre todo, futuras. El presente no existe. España 2050 se ha pasado incluso a Blade Runner, que había llegado hasta 2049. Este tipo de personajes antes iba por los pueblos del Oeste en carromato, al que se encaramaba con su levita y su chistera para hablarle a un público curioso. Pero no eran presidentes sino buscadores de fortuna. Timadores mayormente. El otro día volví a ver La Gran Belleza, donde Jep Gambardella llama “timadora” a su empleada de hogar. A ella le gusta mucho que le llame eso porque el señor es encantador, entre otras cosas. Podríamos empezar a llamar a Sánchez «timador». Lo que ocurre es que, por supuesto, querríamos ser encantadores como Jep y acabaría saliéndonos un «timador» furibundo como el del incauto al que le salen erupciones después de haber ingerido el producto. Pero yo me temo algo peor si le quitamos a Pedro el púlpito ese y la carcasa (con el doctorado dentro) y todo lo demás. Yo creo que no tiene ni el elixir. Pedro Sánchez es lo contrario a aquellos oradores antiguos de Hyde Park que, tan sólo subidos a una caja a la intemperie, eran capaces de fundar una religión. Por eso nos basta con mirarle sin volumen. Si no vende ni el elixir (¿no es la nada, además de un insulto, vender hoy una cosa indefinible a treinta años?), para qué escucharle. Es posible que sólo quiera que le veamos y de tan sólo verlo no me ha quedado más remedio que fijarme en el mechón blanco, cada vez más grande, en la raíz de su pelo. Es como el del gremlin malo, así que a nadie del público cercano se le ocurra echarle agua, por si acaso. Es preferible que intenten llamarle cariñosamente «timador». 

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