Home Acordeón El transmongoliano: 2.000 kilómetros y varios siglos en el tiempo

El transmongoliano: 2.000 kilómetros y varios siglos en el tiempo

La puntualidad ya no es marca británica. Ahora es china. Las gigantescas pantallas de la estación norte de Pekín anuncian la salida del K-23, con destino a Ulan Bator, a las 07:40. Y no se retrasará ni un minuto. En la cómoda sala de espera se dan cita mongoles que vuelven a su hogar después de probar fortuna en el país vecino, hombres de negocios chinos a la conquista de nuevos mercados para sus productos y en busca de recursos mineros, y decenas de turistas ataviados como si fueran a algún safari, en busca de experiencias nuevas en el único país en el que el concepto de barrera no se ha extendido más allá de las ciudades. Pero, ¿por qué se empeñan en vestir pantalón corto color caqui, chaleco de reportero de guerra, y sombrero tejano, para viajar en primera clase? A alguno sólo le falta el rifle para cazar rinocerontes.

 

Es imposible contener la excitación. Mongolia es uno de esos pocos países que todavía evocan formas de vida ancestrales en libertad. O sea, fuera de zoológicos humanos preparados para turistas que visitan cinco países en una semana y regresan a casa con impactantes fotografías de remotos lugares en los que, aseguran siempre, pervive la Edad Media. No, Mongolia es un país duro, y no tenemos ninguna intención de adentrarnos en él a bordo de un 4×4 con aire climatizado, ni de buscar los campamentos para turistas en los que se puede disfrutar en rebaño de las danzas tradicionales mongolas. Los rebaños con los que queremos convivir balan. Queremos descubrir cómo viven los nómadas de este vasto país en la era de la globalización del siglo XXI. Claro que, como buenos occidentales, lo hacemos en la estación más favorable, el verano. Ya habrá ocasión más adelante para entumecerse en las interminables llanuras mongolas.

 

Faltan diez minutos para el embarque y siguen llegando grupos de occidentales guiados por una bandera. El aire acondicionado mitiga los sofocantes 36 grados de la capital olímpica. Pekín ha cambiado mucho desde que la visité por primera vez en 1999. Nuevas líneas de metro dibujan una tupida red, 50.000 relucientes taxis han sustituido a los roñosos Xiali rojos, cuyos taxímetros, curiosamente, estaban siempre estropeados. Y de las aceras han desaparecido aquellos agujeros capaces de tragarse a cualquier despistado. 

 

En la estación de tren también son evidentes los cambios. Ya no es necesario abrirse camino a codazos para conseguir un billete, ni esperar al tren acostado sobre un saco de arroz al que las gallinas del viajero de al lado tratan de hincarle el pico. Ahora todo el proceso de reserva es electrónico, y se ha conseguido mitigar –que no eliminar– la masificación que caracterizaba antes a todo nudo de transportes. No obstante, se siguen respirando las reminiscencias del comunismo de antaño. Son las miradas hoscas del personal, las maneras rudas y desganadas de las azafatas, y los obsoletos uniformes de corte militar de los trabajadores, cuyo desgaste es más que evidente en codos y rodillas.

 

Es curioso cómo un país tan orgulloso de su historia milenaria es capaz de darle la espalda tan rápidamente. “Lo viejo tiene que dar paso a lo nuevo”, dice un refrán chino que se aplicó de forma literal durante los Juegos Olímpicos de 2008. La cita más importante de China con la comunidad internacional, celebrada sólo dos años antes de que Shanghái volviera a deslumbrar al mundo con la Exposición Universal, fue un evento que consiguió cambiar por completo la faz de Pekín. La capital se vistió de largo y sigue siendo la novia más deseada del mundo. En todos los sentidos. La fascinación por su cultura no ha hecho sino aumentar, eclipsada únicamente por el interés desesperado que suscita su economía. La crisis ha provocado un súbito aumento en el número de visitantes extranjeros, que ven en China la traslación al siglo XXI del sueño americano. La efervescencia económica parece no tener fin y, aunque la fábrica del mundo ya no es aquel país al que los empresarios extranjeros llegaban para producir porquería barata, el interés por hacer negocios en el coloso asiático se acentúa. 

 

Sólo hace dos décadas todavía se consideraba a China el dragón dormido, y parece que muchos todavía no han interiorizado que no sólo ha despertado, sino que se ha atiborrado de cafeína en el Starbucks. Este siglo se presenta como un período de inflexión para el orden mundial que ha imperado durante el siglo XX. Occidente cede ante el ímpetu de un país que busca el lugar que le corresponde. Es el siglo de China, y eso se puede comprobar perfectamente en los cambios que ha sufrido la estación de tren en la que esperamos. 

 

Se abren las puertas y los pasajeros comienzan a desfilar hacia el andén. Una azafata de azul pica los billetes sin mirar en ningún momento a la cara, y encontramos nuestro lugar en el interior de la serpiente verde. Vagón número tres, compartimiento cinco. Las placas exteriores, en las que se puede leer el trayecto en tres idiomas diferentes (chino, inglés y mongol), dejan claro que el K-23 no es un tren cualquiera. Por fuera lo parece, pero el interior revela espacios mucho más cómodos y amplios. De hecho, la segunda clase, la que se denomina en china como litera dura, es comparable a la primera, la litera blanda, del resto de trenes que recorren el país: son compartimientos cerrados con dos literas enfrentadas, de dos alturas cada una. En cualquier otro trayecto nacional habría una cama más en cada lado, y desaparecería la puerta que aquí da cierta privacidad. Todo está impecablemente limpio. Las sábanas, con el logotipo del tren, lucen blanquísimas dentro de un embalaje de celofán, y todo ello está primorosamente colocado en cada litera. Incluso las zapatillas de celulosa que se ofrecen para que los pasajeros se descalcen. Lo único que desentona, una vez más, son las duras miradas del personal, que parece sacado directamente de una prisión de trabajos forzados.

 

No ha llegado la manecilla del reloj a marcar las 07:40 cuando el tren se pone en marcha. Narices pegadas a la ventana, maletas que suben y bajan, despistados que buscan su vagón o su plaza. El Transmongoliano se despide de Pekín. Al otro lado del cristal desfilan los atascos, las monstruosas colmenas de apartamentos, y los lujosos centros comerciales. El K-23 es el tren mongol, que se turna con su homólogo chino para cubrir dos veces a la semana el trayecto que une las capitales de dos grandes imperios: uno presente; el otro, pasado. 

 

El convoy comienza a ganar velocidad, pero nuestra compañera de viaje no consigue organizar sus bultos. Parece que esté de mudanza y pretendiera llenar hasta el último rincón del compartimiento. Como si estuviese jugando al tetris. Bajo las camas, la repisa de arriba, y los huecos de los laterales. Sólo le falta preguntar si nos importa que coloque algo bajo nuestras almohadas. No le afectan en absoluto las miradas reprobatorias que le lanzamos aprovechando esos escasos milisegundos en los que se cruzan nuestros ojos, así que tenemos que esperar con nuestras mochilas en el pasillo hasta que se da por satisfecha. Ya ha acomodado todos sus bultos.

 

Sin decir una sola palabra desde que el tren se ha puesto en marcha, esta mujer espigada de mirada perdida se acomoda junto a la ventana mientras nosotros tratamos de encajar las últimas piezas del puzle que nos ha preparado. Para cuando hemos terminado, nuestra amiga ya ha montado un chiringuito en la única mesa del espacio: una botella de agua, un par de libros, una linterna, y varias bolsas con comida. Eso sí, con una amplia sonrisa nos ofrece unos pastelitos de guisantes.

 

El gris cemento cede al verde de la vegetación de los suburbios, que no tarda en tornarse en ocre de la tierra desnuda, pero la mancha blanquecina del cielo de Pekín sólo se limpia con tonos azulados a varias decenas de kilómetros de la megalópolis. Es evidente que este trayecto se ha convertido en un reclamo turístico, y se ha considerado que no son necesarias las dos clases menos glamurosas de los ferrocarriles chinos, que vienen en las mismas variedades que las literas pero en soporte diferente: el asiento blando, medianamente confortable, y el asiento duro, que hace honor a su nombre. Este último, que en los trenes más viejos consiste en bancos corridos de madera, está generalmente reservado para los emigrantes rurales que buscan un futuro mejor en la ciudad. Y, sin duda, Mongolia no aparece en la lista de destinos preferentes de los inmigrantes chinos.

 

El Transmongoliano es para los pudientes. El populacho se ve obligado a viajar en trenes locales hasta la frontera y, desde ahí, cada uno busca la mejor forma de llegar a su destino. En jeeps rusos, o en destartalados autobuses en los que se confunden los animales de dos y cuatro patas. Pero en el Pekín–Ulan Bator no hay espacio para asientos, salvo en el vagón comedor. No vaya a ser que a los australianos que viajan en primera clase se les ocurra husmear en la cuarta y llevarse una idea más realista de lo que son China y Mongolia. 

 

En treinta horas, el tren verdoso habrá avanzado dos mil kilómetros en el espacio, y habrá retrocedido un milenio en el tiempo. A cien kilómetros de Pekín, ya es evidente un cambio de 50 años. Adiós a los Mercedes, bienvenidos sean los búfalos. Zaijian a los rascacielos, ni hao a las pequeñas construcciones de adobe. Es el telón de fondo que prepara a los viajeros para uno de los puntos fuertes del viaje, la Gran Muralla. Construida hace más de dos mil años para prevenir los ataques de las salvajes hordas mongolas, ahora ni siquiera dibuja la frontera del país. Una parte del gran imperio de Gengis Khan fue conquistado hace ocho siglos por la dinastía Yuan, y anexionado a China con el nombre de Mongolia Interior. Ahora es una de esas regiones, como el Tibet, Xinjiang o Hong Kong, que disfrutan de un estatus diferente, siempre como parte de la indivisible Zhongguo, el Imperio del Centro, la República Popular China.

 

La visión de las escarpadas montañas coronadas por la piedra de la muralla no puede dejar indiferente a nadie. Salvo, por supuesto, a los chinos que han sucumbido ya, como manda la tradición y en posturas inverosímiles, al abrazo de Morfeo. Sólo parecen liberarles de él la fastidiosa exigencia de sus vejigas y las paradas del tren, que utilizan para abastecerse de sopas instantáneas de fideos. Son sólo cinco minutos, pero los chinos son capaces de saltar al andén, abrirse paso a codazos hasta el carrito del avituallamiento más cercano, disputar la vez al resto de viajeros, y salir, triunfantes, con varios botes de este alimento. Como si hubieran ganado una medalla de oro. El olor de las sopas termina uniformizando la atmósfera de los trenes chinos, independientemente del origen y el destino. Cada nueva estación significa una hora de olor rancio a salsa picante.

 

Quienes no quieren sucumbir a la tiranía de la sopa en bote, compuesta básicamente por fideos petrificados a los que se les añaden polvos de diferentes colores antes de ahogarlos con el agua hirviendo de los calentadores situados en cada vagón, tienen pocas opciones. El coche restaurante, que separa ambas clases, cuenta con un menú de seis platos, un cocinero con cara de pocos amigos y manos de higiene dudosa, y dos camareras que se hurgan nariz y orejas. Cuando están despiertas, claro, porque la mayor parte del tiempo aparecen tumbadas en los bancos corridos de las mesas. No es de extrañar que muchos potenciales clientes asomen la nariz por un extremo y se den la vuelta de inmediato.

 

Da incluso vergüenza pedir comida. Desganada y con gesto de fastidio, la que parece camarera jefe, se despereza y toma nota. Voy a lo seguro, el plato que no puede fallar: huevos revueltos con tomate. Sencillo y reconocible. Porque con la carne siempre queda la duda de a qué elemento animal pertenecen exactamente esos trozos irremediablemente llenos de huesecillos. Dos japoneses sentados a la mesa contigua parecen plantearse la misma cuestión, ya que inspeccionan cuidadosamente la comida con un claro gesto de desaprobación. Por si fuera poco, quieren pagar en dólares estadounidenses o yenes nipones. Es la gota que colma el pequeño vaso de la camarera, que les pregunta en un ladrido a ver si saben en qué país se encuentran. Ni siquiera los huevos con tomate están buenos, y a la botella de aceite que utiliza el cocinero sólo le falta el logotipo de Repsol. No es de extrañar que no haya cola para reservar mesa. Por algo las sopas de fideos se adueñan, y seguirán adueñándose, del tren. En la siguiente parada somos nosotros quienes salimos con los codos en tensión para hacernos con un par de botes.

 

Es agradable viajar sobre raíles a pesar del picor que provoca en la nariz la nube de la salsa deshidratada de las sopas. Por alguna extraña razón, el tiempo no se ralentiza como sucede en el autobús. No es sólo el hecho de que uno pueda moverse e ir de un lado para otro, porque tampoco es que haya grandes atracciones en los pasillos. Pero, lo que ocurre es que el tren proporciona una sensación de libertad y calma que no se obtiene sobre el asfalto. La gente lee, juega a las cartas, pule sus neuronas con los sudokus, duerme cuando el correteo de los niños lo permite, y deja volar la imaginación por el hipnótico paisaje que, a pesar de su desértica monotonía, tiene a más de uno con la nariz pegada a la ventana.

 

Cae la tarde y el sol coquetea con el horizonte. La planicie del Gobi sólo se rompe por escasos núcleos urbanos y fugaces fábricas de cemento. Es hora de romper la baraja, sacar los libros o enchufar el ordenador portátil para disfrutar del último taquillazo de Hollywood. También toca deshacerse de los restos de la dichosa sopa en los baños, en cuyos lavabos, en vez de agua, hay una botella con un líquido corrosivo cuya composición se puede leer en perfecto mongol. La azafata del vagón, tocada con una gorra de plato copiada del ejército soviético y armada siempre con una amenazante fregona que frota compulsivamente por cada pasillo, no tiene inconveniente en sacar a empellones al pasajero que se limpia los dientes porque tiene que seguir con su trabajo. Comparado con el trato que nos espera en Ulan Bator, la suya es una actitud de amabilidad sorprendente.

 

Ereen es uno de esos pueblos fronterizos conocidos por su bandidaje, contrabando, corrupción y, en general, por toda actividad ilícita en la que uno pueda pensar. La última parada en China da la bienvenida a los pasajeros con antiguas canciones revolucionarias que parecen salir de un vinilo rayado reproducido en gramófono de museo. Miembros de las Fuerzas Armadas se mantienen firmes mientras el tren va perdiendo velocidad. Parece como si Mao Tse Tung fuese a hacer su aparición en cualquier momento, y la imagen es un brutal anacronismo en la China del siglo XXI. 

 

El Gran Timonel no aparece, pero, en su lugar, soldados vestidos con el uniforme verde oficial abordan el convoy, y, después de recoger nuestras declaraciones de aduana y los preceptivos formularios de salida, comienzan una exhaustiva búsqueda de inmigrantes ilegales. Hay quien tiene que acompañarlos al terrorífico edificio de corte comunista de la estación de Ereen. Entre ellos está nuestra compañera de compartimiento, la mujer silenciosa que viaja con la casa a cuestas. Por si acaso, no se deja la cartera en el vagón. Aquí es más importante que un buen abogado. Ella tiene suerte y regresa al tren. Otros desaparecen en la negrura de la noche. El resto recibe el preceptivo sello en su pasaporte.

 

Una vez que el Transmongoliano está limpio de sospecha, comienza la maniobra más espectacular que lleve a cabo tren alguno en cualquier parte del mundo. El convoy al completo es conducido a un inmenso pabellón en el que los vagones son desenganchados y alineados en dos filas paralelas. Entonces, unos gigantescos gatos hidráulicos levantan cada coche, con sus atónitos pasajeros en el interior fotografiando todo el proceso, suspendidos a varios metros del suelo. Salvo los que están regularizando su situación con las autoridades, claro. Las mismas azafatas que hasta entonces han estado pasando la mopa, ahora se han enfundado guantes y un mono de mecánico, y ayudan al resto de operarios a quitar todas las ruedas de cada vagón, y a ajustar las nuevas. En la operación participan hasta las camareras. Antes ya era evidente su falta de tacto y exceso de fuerza, pero era difícil pensar que terminarían desguazando el tren.

 

El problema está en la diferencia del ancho de vía de los dos países que conecta el Transmongoliano. 1.435 milímetros en China, y 1.520 en Mongolia, la misma distancia que en Rusia, desde donde comenzó la construcción de la precaria red ferroviaria del país de Gengis Khan. De hecho, hasta 1947 sólo existían líneas de mercancías destinadas al transporte de mineral que sumaban menos de 300 kilómetros de vía. Sin duda, una nadería para un país con una extensión que multiplica por tres la de Francia. Hasta 1950 no llegó la conexión entre Ulan Bator y la frontera rusa, de forma que la capital mongola quedaba conectada con Moscú por tren, y se tardó un lustro más en llegar hasta el límite con China. Para evitar tener que cambiar de tren, que es lo que sucede con todos los convoyes excepto con el Transmongoliano, idearon este sistema de ruedas de quita y pon.

 

La operación lleva tres horas. Los baños permanecen cerrados todo ese tiempo, lo mismo que las puertas de acceso al vagón, y algún pasajero desprevenido se acuerda de los antepasados de las azafatas-mecánicas que continúan dándole a la llave inglesa a pocos metros. Hay quien incluso revienta en el interior de una botella de plástico, porque la intransigencia mongola es total: los baños están cerrados, y punto. Incluso las ventanas parecen selladas. Afortunadamente, a nadie se le ocurre encender una cerilla. Es hora de dormir.

 

Con las nuevas ruedas y el pasaje íntegro, el tren cambia de vía y se introduce en la red de Mongolia. Una cacofonía de ronquidos da la bienvenida a los oficiales de inmigración que suben al tren y despiertan a sus ocupantes con la tradicional amabilidad mongola: con un brusco zarandeo que provoca más de un susto. Eso sí, saludan a los viajeros con una inesperada sonrisa de oreja a oreja acompañada de un Welcome to Mongolia. El horizonte está ya completamente negro. Pero negro de verdad, no ese gris amarillento producto de la contaminación lumínica. Es medianoche, y el proceso de inmigración se realiza con rapidez y sin mayor molestia que la de la interrupción del sueño. 

 

Tampoco hay mucho tiempo para descansar. A las cinco de la mañana comienza el trajín. El sol marca el ritmo. Para asombro de los pasajeros, no sólo han cambiado las ruedas. También el coche restaurante es nuevo. La simplicidad del que ha acompañado en el trayecto por China se ha transformado en un barroco chillón formado por motivos tradicionales, y guerreros, de Mongolia. Hay hasta cabezas de ciervo, de plástico, eso sí, decorando las paredes que aparecen ahora recubiertas de una madera de color claro, sobre la que también cuelgan tapices en los que se han tejido escenas de mongoles a caballo. 

 

Afortunadamente, también el menú ha experimentado una expansión sustancial. Quizá eso, y la poco atractiva perspectiva de sorber otra sopa de fideos instantáneos como desayuno, hace que el vagón-restaurante amanezca concurrido. Un grupo de turistas australianos jubilados, cuyo viaje continuará por Rusia hasta Moscú, declaran, con la ilusión iluminando sus sonrisas, que este viaje es la aventura de sus vidas. “Un sueño hecho realidad”, dice Daniel Hutchinson. Como muchos otros pasajeros, este heterogéneo grupo de Adelaide ha optado por conectar con la línea del Transiberiano, y continuar el periplo por tierras rusas. “Hay algunas paradas programadas, como el lago Baikal, pero son bastante cortas. Un par de días y volvemos a subir al tren”, se lamenta el australiano. No obstante, considera que el viaje sigue teniendo algo especial. “Un aire épico”.

 

Las conversaciones continúan con excitación creciente. Después de más de un día de viaje, Ulan Bator se acerca. Y nadie sabe muy bien qué esperar. Es una ciudad que conjura imágenes contradictorias: por un lado están los cielos azules y la luz cálida; por el otro, el frío ambiental y humano, herencia comunista. Muchos recuerdan también imágenes de reportajes que centran su atención en los niños de la calle de la capital, que viven en el subsuelo para calentarse con los tubos del agua caliente que corren por las alcantarillas. Los guías no dejan pasar la oportunidad, y, en pequeños grupos, advierten a sus ovejas de lo que no deben hacer. Es mejor no caminar solo, y salir a partir de las once de la noche es una temeridad. “Estos asiáticos son muy exagerados, siempre creen que sus ciudades son inseguras, y creo que es porque no conocen Occidente. Seguro que Ulan Bator es una ciudad en la que no hay que preocuparse en absoluto”, comenta entre risas otra australiana. Pronto descubriremos quien se equivoca.

 

Llegamos a Ulan Bator con esa extraña mezcla de miedo y curiosidad que convierte al viajar en una droga. Sin embargo, la familia de Mukhdelger Boldbaatar, siente la emoción de regresar a casa. Hace quince años que ella dejó su país para encontrar el sueño americano al otro lado del Pacífico. Lo encontró, y ahora vuelve a casa con sus hijos, de trece y nueve años. “He conseguido reunir el dinero suficiente para retomar mi vida en Ulan Bator junto a mi familia”, comenta. Su caso es excepcional, ya que la mayoría de mongoles (son más los que viven fuera que dentro de las fronteras del país), decide emigrar por completo.

 

Las primeras yurtas, las construcciones nómadas tradicionales, hacen su aparición en el horizonte. Las lágrimas recorren el rostro de Mukhdelger a la vez que se las muestra a sus hijos, cuya excitación es notable. “Hemos aprendido mongol a la vez que inglés, y no tenemos miedo de vivir en Mongolia, aunque sabemos que no será fácil”, reconoce el mayor. Sin duda, en su caso, la aventura es muy diferente a la que viven los turistas australianos. Su riesgo ahora es financiero. “He invertido los ahorros en el sector minero, que vive un boom muy interesante”, explica la mujer.

 

Salvo por contados salpicones de vida, el Gobi es un pedregal estéril. Una alfombra de ocres en la que resaltan una yurta aquí y unos camellos más allá. Este es uno de los pocos lugares en los que todavía pervive el nomadismo, en forma similar a la que conoció el gran Gengis Khan, que dominó la mitad del planeta. Sin embargo, poco queda de su legado. La Mongolia actual es un desastre. Un estado fallido en el que la población duda entre vivir en el siglo X o el XXI. No hay término medio. El millón y medio de nómadas se cuenta entre la población más pobre del planeta, y a ellos queremos acercarnos después de admirar los centros comerciales en los que ya brillan luminosos como el de Louis Vuitton.

 

Poco a poco la tonalidad del paisaje va cambiando. Al principio es sólo un brochazo cada cierto tiempo, pero pronto se rompe la paleta de ocres. Va llegado el momento de rodar hacia la meseta. Las llanuras verdes anuncian el final del viaje y el principio de la aventura. Pequeñas industrias demuestran la debilidad económica de Mongolia y anuncian la llegada a la capital. La estación de Ulan Bator recuerda a aquella de Pekín hace medio siglo: porteadores, baches, señalización manual… Se suceden los abrazos. Mukhdelger no puede contener las lágrimas, tampoco la familia a la que dejó atrás hace quince años. Es la emoción del reencuentro. Para otros, es la emoción de lo desconocido.

 

 

 

Zigor Aldama es periodista. Radicado en Shanghái, trabaja para diferentes medios de comunicación, entre los que destacan El País, los medios regionales del grupo Vocento, La Voz de Galicia, los medios del Grupo Noticias y Berria. Es autor del libro Asia, burdel del mundo, sobre el tráfico de personas destinado a la prostitución. En FronteraD ha publicado Shanghái, entre perla y puta

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