El traspaso de nuestras competencias a la máquina evolucionaba como la gripe otoñal, con su pico de dolores y rubores, espontáneamente resuelto en unos días. La memoria de nuestros hechos y dichos le parecía a la máquina más fácil de gestionar que la ventilación de su sala: “¿Cuántas páginas de la Prehistoria Maquinal deben conservarse? Cero, ni la palanca ni la polea, eliminadas por su pretenciosa simpleza, a la postre incapaz de mover el mundo como no fuera cuando el hombre lo hundió más todavía con la catapulta y el pozo seco de los deseos. La Historia Humana, ¿cómo se define? Salvando unos párrafos de Funes el Memorioso, es un sembrado de falsedades y olvido”. El hombre, su mejor ley, su primer poema…, ¡calorías vacías, un picoteo para los virus informáticos…!
Así progresábamos, liberados y complacidos, dejándonos empujar hacia un futuro que nos llevaría millones de años luz más lejos que nunca, pero imposible saber adónde, a la muerte de la muerte, por fin igualados, aunque los más aterrizaríamos desmemoriados y obsoletos de nacimiento.
La máquina ejercía el poder que le traspasamos, ultimaba su selección de cohabitantes humanos para su nuevo hábitat, ponía en nómina a sus relaciones públicas, a su ventilador manual… Mi inteligencia, clasificada automáticamente como lastre social, no sabía barrer de mi cuerpo un mal presagio… Pronto viviría a la intemperie intergaláctica, pero abrigando una fe en la mano del hombre, o en el hombre sin mano, o en lo que fuera aquello que nunca volvería a exclamar ni a interrogar existencialmente, pero que siempre afirmaría su vida, llana y humilde en el sentido verdadero del cuerpo a tierra.