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AcordeónEl tren. A través de la nueva Ruta de la Seda

El tren. A través de la nueva Ruta de la Seda

Etapa 11. Majachkalá, Derbent, Bakú. 15-16 de noviembre de 2021

Las aguas azul plomizo del mar Caspio se despliegan al otro lado de la ventanilla del compartimento de literas. Mientras el tren traquetea hacia el sur, una plataforma petrolífera de LUKoil en la orilla me recuerda que seguimos en Rusia. Pero al descender en la estación de Majachkalá, el mundo cambia de aspecto. Los rostros se vuelven huesudos, los hombres lucen barbas, las mujeres van cubiertas con hiyab, se alzan minaretes sobre los edificios y los taxis han pasado a la categoría de vehículos destartalados. Es necesario regatear duro con el conductor para continuar hacia los confines del antiguo Imperio ruso.

Derbent es una de las últimas localidades antes de alcanzar la frontera con Azerbaiyán. Se promociona como la ciudad más antigua de Rusia. Su historia, disputada, se remonta a unos dos mil años. Jugó un papel clave en el desarrollo de las rutas de la seda: era conocida como el pasaje del Caspio porque se encuentra en un estrecho paso entre las montañas del Cáucaso y el mar. Unía Europa y Asia occidental. Controlarla era esencial. La ciudad estuvo dominada por sasánidas, persas, árabes, otomanos y mongoles antes de que la conquistara el Imperio ruso en el siglo xviii. Su pasado de defensa frente al ataque de tribus nómadas explica su nombre: Derbent significa “puerta cerrada” en persa.

La ciudad se extiende como una sábana desde la orilla del Caspio ladera arriba. Parte de la muralla que aún conserva trepa hacia las escarpadas montañas. Seguir su trazado hacia lo alto, donde se encuentra la fortaleza de Naryn-Kala, me hace perder el resuello. Los últimos metros son tan empinados que Imran, un joven local, se detiene un rato a descansar y echar un pitillo.

—Fue construida por los persas para controlar las vías comerciales de la Ruta de la Seda. –Imran tiene veintiocho años y es un amigo local de Vasili, nuestro intérprete; ha nacido en Derbent y parece saberlo casi todo de la ciudad–. Las caravanas que pasaban por aquí debían pagar un tributo –añade, y enfila el último repecho hasta lo alto del castillo.

La vista desde la fortaleza de Naryn-Kala sobrecoge. Al atardecer, la ciudad va tornándose azulada y parece una extensión del Caspio. Se iluminan las callejuelas y se escucha la llamada al rezo. Imran guía camino abajo hasta un cafetín en el que recobrar fuerzas. Hay hombres que juegan al dominó y al backgammon bajo una nube de tabaco. Se escucha el rodar de los dados y el golpeteo de las fichas. Bebemos té y comemos baklavas.

Imran es urólogo, está a punto de casarse y se está construyendo una casa tradicional hecha con conchas del Caspio. Lleva una barba espesa y tiene labios gruesos y una nariz considerable: se considera una buena mezcla de tribus antiguas. Su tatarabuelo fue muy popular: logró reproducir en la zona ejemplares de la rubia fruticosa, una planta cuyos pigmentos se empleaban en los tintes de color rojo oscuro. Las exportó a Odesa y a Francia, y al parecer erigieron un monumento en su honor en Sauvignon. Pero el éxito se esfumó en cuanto irrumpieron los tintes sintéticos, del mismo modo que la importancia de Derbent fue decayendo como punto de paso con el desarrollo de la navegación y los transportes modernos que desdibujaron los viejos caminos comerciales.

Continuamos el descenso hacia el mar por callejas de piedra que conducen a la mezquita de Juma, la más antigua de Rusia, del siglo viii; nos detenemos en la casa taller de un maestro percusionista, en cuyo televisor encendido se ven imágenes de soldados de Azerbaiyán: ha habido nuevas escaramuzas con Armenia a cuenta de la disputada región de Nagorno Karabaj. Acabamos cerca de la orilla, en un restaurante donde comemos pata de cordero. El alcohol sube los decibelios, y algunos acaban la velada entonando canciones prochechenas de cantautores prohibidos por Moscú: “¡Nuestras montañas se derriten en el fuego de la batalla, pero no hay hordas que nos hagan ponernos de rodillas!”. Un joven confiesa con los ojos encendidos como ascuas:

—Al escucharla a uno le entran ganas de hacer la guerra.

El equivalente contemporáneo al antiguo paso de Derbent se encuentra a unas decenas de kilómetros al sur. Siglos después, tratar de cruzarlo para ir a Azerbaiyán sigue siendo igual de difícil. A primera hora de la mañana, en el control de fronteras y aduanas ruso no hay nadie. El portón de hierro azul está cerrado.

Lo primero que pensamos es que hemos madrugado demasiado. Luego tememos lo peor: una clausura temporal por la pandemia. Tenemos motivos. Gestionar la entrada en Azerbaiyán desde Rusia ha supuesto un intercambio de decenas de correos, llamadas y mensajes. He tenido que negociar con las autoridades azeríes durante semanas. Estas me advirtieron desde el principio que era imposible cruzar la frontera en ferrocarril. “La línea de tren entre Rusia y Azerbaiyán no funciona, está suspendida por la pandemia”. ¿Y en autobús? “Suspendido por la pandemia”. ¿Alguna opción? Avión. “La frontera terrestre está cerrada por la pandemia”.

Como volar es siempre la última opción, insistí. Tras unos días de silencio, se ofrecieron a solicitar un permiso especial para cruzar por tierra, siempre que fuera en nuestro propio coche. Obviamente, no tenemos uno, pero gracias al intérprete, Vasili, logramos encontrar a un conductor dispuesto: Zaur, un tipo fibroso, rubio y de ojos claros que recuerda a Putin de joven. Damos cuenta a las autoridades azeríes de la matrícula, de la hora prevista de llegada y proporcionamos infinidad de datos, incluidas las PCR.

“Si hay cualquier problema, me avisas”, me escribe una mujer llamada Nigar, nuestro enlace en el Ministerio de Exteriores en Bakú. Los hay nada más llegar. Zaur baja del coche y golpea en la valla metálica. Se abre una portezuela y desaparece. Va con nuestros pasaportes en la mano. Al cabo de un rato regresa y dice que no dejarán pasar, a menos que mostremos documentos oficiales de invitación a Azerbaiyán. No tenemos más que unos visados electrónicos. No es suficiente.

Se lo comunico a Nigar. Mientras aguardamos el envío de nuevos escritos, un hombre encapuchado se acerca al coche y muestra una placa. Tragamos saliva: es un agente del FSB, el servicio de seguridad ruso, vestido de paisano. Nos pide que le acompañemos hasta un checkpoint militar cercano, reclama los pasaportes. Somos conscientes de que Rusia ya ha comenzado a ponerse seria con los periodistas extranjeros y atesora un historial de expulsiones y encarcelamientos de reporteros acusados de espionaje y amenazas a la seguridad nacional. Todo queda en un susto: los soldados reciben una bronca por habernos permitido pasar por la mañana sin dar el alto. Nos dejan libres.

De regreso a la frontera, Nigar ha enviado por WhatsApp una copia de las acreditaciones de prensa. Debería ser suficiente. Zaur golpea en la valla, desaparece tras la portezuela, regresa: no lo es. Nigar contraataca: me manda una misiva con membrete del ministerio con un listado de nombres en azerí. Ninguno de los nombres es el nuestro, le hago notar. No es un error, replica: “Siempre que muestren, ellos reconocen”. El documento va firmado por el vice primer ministro de Azerbaiyán.

El lote completo satisface a los guardias rusos, aunque lo requieren todo impreso. Suspiramos: encontrar una impresora en el lugar parece inviable. Pero en esta frontera todo es posible. Entre los coches aparcados encontramos a un hombre dueño de un implacable negocio: cobra casi veinte euros por las diez páginas. Es como asistir a una clase en vivo de economía; sin competencia y ante la necesidad total, esto, queridos alumnos, es un monopolio. A los diez minutos, el impresor nos entrega un rulo de papeles que extrae del interior de la chaqueta.

Ahora solo queda esperar a que se abra el portón, algo que ocurre solo unas horas al día. Cuando sucede, nos juntamos con otros pocos viajeros transfronterizos con permiso: una familia dentro de una tartana repleta de maletas y un tipo que pasea un caniche. Los agentes rusos escrutan los coches y los equipajes, un pastor alemán olfatea los vehículos y, cuando descansa, corre tras una pelota que le lanzan los guardias. Tiene cara de enfado, aunque acabará olisqueando al caniche.

Los guardias nos invitan a echarnos a un lado y a pasar a un recinto que no se puede llamar cárcel, pero que tiene rejas y una única puerta, y que solo puede abrirse presionando un interruptor desde el interior de las dependencias policiales. Nos reclaman los documentos, hacen preguntas. Y finalmente dan permiso para continuar bajo la promesa de que no haremos nada raro. Lo prometemos. Al conductor, Zaur, le obligan a dar media vuelta. A nosotros nos suben a otro coche para atravesar la carretera en tierra de nadie y llegar hasta Azerbaiyán. El pobre conductor elegido es un comerciante que va hasta arriba de paquetes y nos abandona en cuanto puede ante las garitas fronterizas del lado azerí.

A nuestro alrededor se arma un revuelo de guardias de Azerbaiyán. Como el intérprete, Vasili, ha tenido que regresar a Moscú, echo mano del traductor del móvil para explicar la situación. No es muy preciso. Tras una parrafada la aplicación traduce mis palabras. Los oficiales quedan pensativos y responden con otra parrafada al móvil para que traduzca. Unos segundos después la aplicación interpreta: “Mi gato”. A saber qué diablos habrán entendido ellos.

Dudamos qué hacer. Saco todos los papeles que atesoro, muestros correos electrónicos y contactos en el móvil de funcionarios de Exteriores. Técnicamente, aún no hemos entrado en Azerbaiyán. Temo que nos devuelvan a Rusia, que allí nos rechacen, quedarnos varados en territorio de nadie. El salvoconducto resultará vital. Al leerlo, los soldados consultan por los walkie-talkies. Aguardamos unos instantes que se nos hacen eternos. Les llega una orden y finalmente nos dejan seguir, tras hacernos nuevas PCR en una caseta habilitada para ello. Dejamos a pie la frontera. Hemos tardado en cruzar casi seis horas. Cuando entramos en Azerbaiyán, no tenemos un duro en moneda local, no hablamos una palabra de ruso o azerí, estamos hambrientos y no tenemos coche. Nos morimos de ganas de ir al baño. Y todo esto es justo lo que se puede conseguir en el pueblo fronterizo: un buen almuerzo, manat azerbaiyano, unos servicios decentes y un conductor de larga barba dispuesto a llevarnos a Bakú en su viejo Mercedes de tipo familiar en cuanto termine el rezo. Mientras, disfrutamos del guiso y del bollo que nos sirven en un restaurante vacío.

Estos fragmentos corresponden al libro del mismo título publicado por La Caja Books.

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