Las movidas con la «Ley Sinde» han permitido sacar a la luz la parte más chusca y menos sublime de ese negocio llamado creación, donde los creadores son el último mono. Un negocio dominado por intermediarios de distintos bandos, tan piratas unos como otros, que no paran de llorar para salvar sus privilegios. La propiedad intelectual sólo es negocio para los grandes comisionistas, los más listos, los de siempre, los que tienen poder para acojonar a los políticos si éstos no les mantienen el corral bien despejado.
Unos y otros, los magnates de las descargas y los adalides de la industria cultural, pretenden hacernos creer que lo suyo es amor al progreso y a la creación. Para ello no dudan en camuflar sus rentables mercadeos bajo consignas rimbombantes como «la libertad de internet» o «la defensa de los creadores». Nada nuevo, son viejos trucos de ganster. Mafias rivales en celo luchando por dar buena imágen mientras pelean a dentelladas por su parte del botín.
Y como no hay dos sin tres, en medio del cotarro aparecen los políticos, peleles a disposición de quien más le toque las pelotas o más votos prometa, capaces de perpetrar disparates como el canon digital o de flirtear con bucaneros disfrazados de… internautas (¿tiene todavía sentido esta palabra?)
Poco sitio hay para los creadores en ese trío diabólico.