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El ‘trumpazo’ y la náusea. La in-esperada elección, que no victoria, de un neoyorquino Jesús Gil

En las ficciones del existencialismo, acompañamos a una serie de personajes grises confrontados por el absurdo de una existencia cosificada que los conmina a realizar una serie de actos inanes, los cuales los aíslan y apartan aún más de aquella nimia realidad. Náusea que se ha generalizado entre los votantes de los Estados Unidos de la aparente diversidad identitaria, tras la “inesperada, increíble, inasumible, etcétera” elección, que no victoria, de un neoyorquino Jesús Gil con implante cabelludo de Destino Manifiesto desde la cuna de oro familiar, grotesca reencarnación de la doble papada bravucona y exabrupto mussoliniano. El resultado, que no ha sido ratificado por la  mayoría de los votantes estadounidenses, ha aumentado entre algunas élites como las universitarias, un  sentimiento de marasmo negacionista. Rellénese ad nauseam de prefijos in-, que nos separan en segundo grado e ineficientemente de la arbitrariedad del lenguaje de la abyección trumposa, sin lograr explicarnos ni su mundo, ni nuestros sentimientos.

 

Hoy es un ayer, como si nos despertáramos, cual masa manipulada por la prensa nacionalista de la época, ante la “imposible” derrota de la escuadra española en Santiago de Cuba en 1898: o sea la victoria de un imperialismo expansionista y unilateral a lo Teddy Roosevelt, que busca reencarnar la Make America Great Again de dominación, sobre el difusamente ajeno e ineficazmente inmovilista statu quo  reminiscente de aquella Restauración conciliadora de Sagasta que había ofrecido la autonomía a los independentistas cubanos, o el quiero y no puedo de la no-intervención multilateral de “baja intensidad” a lo Obama, o la de la desencajada Clinton, por ejemplo, ante la agresiva Rusia en Oriente Medio, etcétera: estrategia también evocadora de la de Franklin D. Roosevelt con la Guerra Civil Española. Hasta aquí, la náusea ante dos diseños planetarios que no ocultaban dos efectos de realidad equivalentes: la  aspiración reaccionaria de anacrónica dominación sobre un  mundo paradigmáticamente globalizado, defendida por los inmigrantes europeos precarizados a los que se jacta “irónicamente” de representar el hipermillonario presidente in pectore; o la errática navegación con la que ha surcado su mandato el premio Nobel de la Paz de 2009, con políticas de expulsión nacional y acogida internacional ma non troppo de refugiados y migrantes de las diásporas, rechazados éstos hasta por los afroamericanos de los guetos, muchas veces más necesitados como residentes en zonas de guerra urbanas, fidedignamente vistas en The Wire. Galardón noruego, que de nuevo negó su esencia y existencia (¡ese Henry Kissinger que recibía a sus visitantes en Harvard con los pies encima de la mesa!), otorgado ahora a un mandatario de drones y de alambradas sin clausurar como Guantánamo: la sombra de los reconcentrados de Cuba es alargada.

 

¿Y el Trumpazo? ¿Por qué nos rasgamos ahora la vestiduras ante un desastre tan anunciado? Ninguno de los grandes medios de comunicación entonará su mea culpa: desde la cadena NBC que promocionó la imagen basura de los programas del mega Gilito hasta todos los que le dieron una cobertura abusiva en campaña. Mientras, ratificaron sin alterarse su comportamiento de matón anticonstitucional contra la libertad de expresión con periodistas molestos en minoría como Jorge Ramos de Univisión, sin difundir, por otro lado, los mensajes críticos del casino-gulag capitalista del candidato de las bases progresistas: Bernie Sanders. Le insuflaron vida al Polifemo inmobiliario y de la telebasura machista, y cuando quisieron quemar el ojo de su demagogia desafiante de cualquier ápice de realidad, los devoró con el desdén de supuesto francotirador, mientras se apropiaba de parte del legado de Sanders, para canibalizar astutamente una agenda de progreso para unos votantes dispuestos a aceptar cualquier saco de promesas soñadas en los destellos televisivos, filtradas por la parodia  contra la ideología políticamente correcta y la diversidad denigradas por el amarillismo del imperio de Rupert Murdoch (Fox), al que sirve nuestro José Mari Ansar. Votantes del Trumpazo furiosos contra la globalización y automatización, así como las instituciones elitistas como las universitarias y grandes medios de comunicación, o profesionales de la política tal la saga de los Clinton. Ya sabemos, que en la sociedad del espectáculo descrita por Guy Debord en 1967, o en la “basura fabricada de la imagen”, como calificó a la televisión el desaparecido Gustavo Bueno, el que no sale, no existe, a pesar de la pseudo capacidad democratizadora de las redes sociales, las cuales operan en circuitos cerrados sin controles de calidad epistemológica, mientras que sólo apelan a una corte de prosélitos que pueden difundir todo tipo de bulos y falsedades. Ortega y Gasset en La rebelión de las masas ya se refirió a la  “hiperdemocracia” y advirtió hace casi un siglo sobre el “progresivo triunfo de los seudointelectuales incualificados, incalificables y descalificados por su propia contextura”, lo que hoy redescubrimos y tipificamos, como si nos hubiéramos, de repente, caído del guindo de nuestra autosatisfacción del ensimismamiento, como post-verdad.

 

A pesar de los esfuerzos de inscribir por parte del Partido Demócrata, minorías, como nuevos votantes latinos, etcétera, en distritos tradicionalmente de blancos de origen europeo favorables a los republicanos, el sistema anti sufragista universal del Colegio Electoral censitario inclinó la balanza a favor de éstos. La desigual representación de votos electorales a favor de los pequeños estados pro-republicanos del interior, sin proporcionalidad para representar la base poblacional progresista de  los otros  territorios federales, fundamentalmente en las costas norestes y occidentales, Puerto Rico y D.C., permitieron el “golpe de estado” legal que a su vez, acrecentó con efecto boomerang, las opciones ultraconservadoras en el Congreso y Senado. Además, en estas elecciones, de nuevo, la participación ha dejado a un 42% sin votar, que no se siente representado por un proceso con las graves repercusiones actuales. Las movilizaciones de minorías racistas, xenófobas, del Ku Klux Klan, de la Alt-Right, antifeministas, antigays, antiabortistas, antimusulmanas, anti salud pública, anti igualdad sexual, militaristas, imperialistas, azuzadoras de violencias policiales de discriminación étnica, etcétera, a partir de plataformas y congregaciones ultra-religiosas de clases bajas y medias mayoritariamente blancas, de generaciones de baby-boomers y post-Vietnam depauperadas educativa y laboralmente a través de un vasto país semi-rural, fueron suficientes para coartar el discurso de la diversidad progresista de ciudades y centros de servicios entre minorías y jóvenes del milenio. Peligro de la falacia democrática por la que las mayorías no escogen siempre la más óptima de las opciones posibles, en este caso distorsionada por el abyecto sistema de los compromisarios electorales.

 

Pero es que a los blancos nostálgicos ante una supuesta decadencia nacional, sempiterno eco de todas las elecciones en el imperio post-Vietnam, se les unieron las élites afroamericanas de los Oreos (negros por fuera y blancos por dentro) triunfadoras en el  sistema, los latinos del síndrome de Estocolmo, deseosos de impedir la llegada de sus hermanos Chanchis sin documentación, que pueden competir en su red laboral: síndrome de los ilusos del sueño americano degradado. También favorecieron el Trumpazo todos los asiáticos neoliberales que adoran la eficacia empresarial de los servicios de distribución globalizados en los megacentros comerciales planetarios o gracias a la economía digitalizada por las Sillicon Valleys: “business is business” y así lo mostró inmediatamente Wall Street. Estas otras minorías, desdijeron la pretenciosa y negacionista imagen identitaria que se cultiva en los think tanks de los estudios culturales universitarios, por la que la metafísica del sujeto minoritario garantizaría su adscripción a un discurso igualitario mientras dicho análisis descuida las raíces  materialistas y sobre todo, la capacidad consumistamente adormecedora de las contradicciones socioeconómicas, vía un capitalismo de la American Way of Life. Así, a la ultramillonaria Hillary Clinton no se le ocurrió mejor parodia que acusar a su rival de no poder jactarse de su verdadera fortuna empobrecida.

 

Además, los pucherazos relativos tras cerca de 100.000 mesas electorales menos en todo el país, o la existencia de suficientes scaners en muchos colegios, provocaron largas colas y la sospecha de manipulación informática rusa de resultados en estados bisagra (Michigan, Pennsylvania y Wisconsin), en línea con ese intervencionismo anti Clinton de wikileaks, sospechoso aliado con los intereses del espejito moscovita del triunfador in pectore. Rumores que han posibilitado una campaña de micro-mecenazgo promovida por la candidata verde a la presidencia, Jill Stein, para reunir 7.000.000 de dólares e iniciar un recuento en dichos estados, ya efectivo en Wisconsin. Además, no se puede obviar la tradicional imposibilidad de votar para muchos trabajadores en día laboral, sin que sus lugares de empleo tengan ninguna obligación de facilitarlo con horarios favorables. La ley del voto varía por estados y muchos electores de tendencia demócrata, recelan pedirle a sus patrones de ideología conservadora-republicana, horarios electorales en una economía de recuperación desigual y pleno empleo mayoritariamente precarizado.

 

La sima sociopolítica para potenciales colectivos hegemónicos de la diversidad, esos estudiantes que hoy protestan en los campus y ciudades de Estados Unidos, se ha dramatizado aún más con el Trumpazo de los desahuciados blancos, white trash, por ejemplo en el antiguo Rust Belt industrial de Ohio o Pennsylvania, donde contaminaban, cuando llegué a Estados Unidos en el último tercio del siglo pasado, manufacturas del carbón y del acero de base demócrata; o en el medio oeste y sur rurales y religiosamente republicanos, arraigados en cientos de pueblos de pesca homónimos del interior. Espacios modestos y uniformes, con la cuadrícula repetitiva de sus Main Streets y Park Avenues, de sus raíles divisorios entre los have y los have nots de la Melting Pot fracasada, donde los últimos ya no viven discriminados por las barreras de los pasos a nivel de los extrarradios, sino que se han convertido en una amalgama económicamente degradada y extendida tras las viejas casas de madera dentro de los cinturones urbanos  y las mobile homes de las periferias. Estados Unidos alejada de la sonrisa blanca de Norman Rockwell post New Deal, anclada en  la angustia desvelada e imaginada por un neofrancés Edward Hopper en sus cuadros de hastío y nada, por el Jack Kerouak de On the road, por el cine de Hollywood que descompuso su mentira idealista reforzada por el Código Hayes. De To Kill a Mockingbird (1962), película extraída de la novela de Harper Lee, pasando por The Last Picture Show (1971) hasta, por ejemplo, Nebraska (2013), claroscuros de The Sound and the Fury, de ese país guerracivilista que ha reemergido del Profundo Sur de Faulkner. 

 

La enorme  abstención y por otro lado, el voto de casi 7.000.000 de electores que se inclinaron por opciones verdes o “ultralibertarias” vinieron favorecidos por el distanciamiento de muchos progresistas o ultraconstitucionalistas de un Partido Demócrata, cuyo sistema y manipulación electoral durante las primarias, había ignorado las ventajas del aire fresco de Bernie Sanders, el candidato de las bases de progreso. Los votantes de Stein asumieron el riesgo de robar posibles papeletas decisivas  a la opción menos mala de Clinton, por ejemplo en Michigan o Wisconsin, para intentar democratizar el discurso y así dar la opción a estas formaciones y obtener 5% de los votos totales, una futura financiación federal y representación en los grandes medios que ignoran sistemáticamente su voz e imagen. El 10 de noviembre, el New York Times seguía omitiendo bajo la rúbrica de other a estos votantes cansados del bipartidismo mediático. Pero ni la marca blanca republicana a lo Ciudadanos del Libertarian Party, ni el pseudo-Podemos verde de The Green Party (1% del cómputo total) lograron sus objetivos de representación. Dualidad de Stripes and Banners Forever.

 

Mas el Trumpazo pareció hasta angustiar al propio vencedor, sobrepasado por un éxito que no anticipaba y que se veía reflejado, en la madrugada postelectoral, por el marasmo de su propio hijo menor en el primer plano del nepotismo dinástico y masculino, frente al segundo cosificado de la mujer del magnate. Reacción esperable del títere sin cabeza, niño mimado que cuando tiene el objeto de su deseo ya no lo quiere, no sabe qué hacer con él. Imagen del nuevo rico desplazado en su visita a la Casa Blanca por el peso de la institución que ha visto desfilar a los Washington, Jefferson, Lincoln, Franklin D. Roosevelt, Jack Kennedy o el porte académico del  propio Obama. Pero el objeto de deseo, esta vez, es el poder político ejecutivo más importante de la tierra y el futuro inquilino de la Casa Blanca no es desde luego ese incapaz que han querido pintar algunos medios. Al contrario, estamos ante un hábil manipulador de las veleidades del sistema del espectáculo, rodeado de un equipo de ideólogos extremos, a los que ha empezado a nominar para su equipo ejecutivo. Se encuentra también reforzado por la mayoría de las dos cámaras, donde sobresale un ultra como Paul Ryan, el congresista portavoz de la cámara baja, originario de Janesville, Wisconsin, la ciudad que vio nacer la modernidad industrial de las estilográficas Parker, el cual no ha dudado en exigir inmediatamente la aplicación de las promesas electorales de exclusión y agresión.

 

Esta facción ha aprovechado los errores de Obama, que no asumió su única mayoría de enero de 2009 y ahora purga su legislación sanitaria (Obama Care) de costes prohibitivos para muchos, en manos de las propias aseguradoras ir-responsables, sus iniciativas ejecutivas (Cuba, inmigración, matrimonio homosexual…), sus comentarios sobre la Segunda Enmienda de la Constitución anti-porte de armas, detestados por todos aquéllos que siempre han pensado que sobre todo, un Oreo de Harvard, con nombre islámico y bulo de alienígena no-estadounidense, padre keniano, casado con una descendiente de esclavos, no podía dirigir los designios del pueblo blanco, supremacista y elegido, representado, entre otros, por movimientos neonazis como el de la Alt-Right que reclama aquel país del que se vanagloriaban padres y abuelos.

 

Nuestra angustia hoy, ante todo, se manifiesta por el Trumpazo del espejismo de una doctrina Obama, que quiso y no supo/pudo, que dudó y buscó pactar con una ultraderecha inmisericorde, cuya mayoría absoluta en el Senado, a través de futuros nombramientos al Tribunal Supremo, puede enviar la agenda de progreso estadounidense a esconderse tras la náusea del vómito de una pesadilla de generaciones. Consecuencias inéditas para el ya inestable planeta del calentamiento global que ha negado el pre-déspota lego, y cuyos ideólogos, pueden manipular sin náusea ni Trumpazo: su vicepresidente Mike Pence, segundo Satanás que se levanta tal Dick Cheney, vuelve a hablar de interrogatorios bajo la tortura y maneja una tupida agenda de fundamentalismos. La duda o el desaliento para su cruzada de exclusión no asoman entre una coalición, en la que el 58% de las mujeres blancas profundamente antifeministas que la han secundado admiran el poder de su ricachón macho alfa y hasta parecerían aspirar a ser sus objetos de palabra y/o gesto. Cerrada legión del discurso del excepcionalismo estadounidense, amenazada por la dispersión de las narrativas gremiales de una oposición fraccionada, obsesionada por defender agendas minoritarias plasmadas en estudios culturales que debilitaron la pertinencia del marco universal de los Derechos Humanos. Fueron incapaces de recuperar las recriminaciones contra la  discriminación positiva de estos grupos blancos que se pintan ahora como víctimas ante afroamericanos, latinos, feministas, LGBT (Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transgenéricos), asiáticos, musulmanes moderados, you name it. Derechos Humanos que nuestra tradición hispana debe reivindicar y proyectar históricamente a través de la enseñanza de las discusiones teológicas de Bartolomé Las Casas, Antonio de Montesinos o Francisco de Vitoria. Consecuencias también del ocultamiento de las grandes narrativas del “desprestigiado” Marx a favor de los menesterosos, que sí acertó a vaticinar que la historia como tragedia se repite como farsa, la cual, en la macronarrativa estadounidense presidencial tiene nombres y apellidos y hechos  concretos: Richard Nixon, Ronald Reagan, George W. Bush …   

 

Debilitado el frente disperso de “progreso”, sin un partido que pueda recapitalizar alternativas reales al marasmo demócrata, se necesita articular un discurso económicamente progresista por encima de estas diferencias culturalistas que sólo reúnen circunstancialmente, juntos pero no revueltos, a las Beyoncé, Jennifer López, Le Bron James étnicos, Madonna, Jodi Foster, John Waters entre los LGBT, o residentes bien pensantes tipo Elvira Lindo[1] o Antonio Muñoz Molina del Manhattan copado por la especulación del ganador y Wall Street, con afroamericanos, migrantes o el white trash de los barrios periclitados. ¿Cómo articular una coalición que muestre una permanente resiliencia para oponerse y lograr levantarse del Trumpazo, a partir de una combinación de multiredes, protestas y reivindicaciones pacifistas e iniciativas socioeconómicas asumidas por congresistas y senadores progresistas, por electos locales y estatales?

 

Desde luego, nada se logrará descalificando algunos de los argumentos de Mark Lilla a favor de un “liberalismo post-identitario” que, por lo menos, facilite el pragmatismo victorioso de una política de progreso englobadora también de las minorías blancas excluidas, como la defendida por Bernie Sanders, el cual se quedó ronco repitiendo implícitamente que no eran las identidades metafísicas, por ejemplo, de género (Clinton) o raza (Obama), sino la clase económica y la justicia social las que, sobre todo, podían ganar elecciones y cambiar la realidad (It’s the economy, stupid que decía, irónicamente, Bill Clinton). Reclamo de Judi Jennings a favor de un feminismo socialmente consciente y responsable en 2008, ante la grotesca aparición de Sarah Palin, esperpéntica parodia de la británica Margaret Thatcher, extraída de las cloacas de la discontinuidad histórica. Esta llamada para reclamar también una república de ciudadanos, en la que los mensajes identitarios no opaquen en su cortoplacismo ombliguista un discurso histórico de largo alcance como el defendido por Jo Guldi y David Armitage en The History Manifesto, que retoma ideas de March Bloch sobre la ignorancia del pasado, se ha topado rápidamente con la ultracorrección política de Katherine Franke, Making white supremacy respectable again.

 

Su análisis del artículo de Lilla, al que califica de “liberalismo de la supremacía blanca [liberalim of white supremacy]”, está construido sobre una negación anacrónicamente presentista, la distorsión y exageración con calificativos abrumadores de la dicotomía del bien y del mal de la raza, del género de lo heterosexual blanco frente a l@s LGBT –(que yo sepa, Lilla no menciona en su artículo ni su raza ni sus inclinaciones sexuales)–, de los calificativos incorrectamente insuficientes ante lo que más le importa a Franke: los detalles e imágenes de los que extrae sus micronarrativas amalgamadoramente impactantes frente al supuesto idealismo descalificadoramente neoliberal de la supremacía blanca de Lilla. Una retahíla de reproches, por ejemplo, para mantenerse a ras del suelo ante la ejemplaridad de “Black Lives Matter” [La Vidas Negras importan] e impedir las supuestas reducciones idealistas que sólo confortan a los blancos según Franke: “Si son los valores liberales los que importan en esta narrativa [de Lilla], entonces los factores se convierten en menos importantes [If it’s liberal values that matter in this telling, then facts become less important”; o no apreciar la importancia del minoritario discurso transgenérico en Egipto y favorecer, por el contrario, una lectura pedagógicamente aclaradora de las ventajas democráticas generales: “[su] condena de la cobertura mediática de las violaciones de derechos humanos contra personas transgenéricas en Egipto como meros ‘dramas de la identidad’ [condemnation of media coverage of human rights violations suffered by transgender people in Egypt as a mere “identity drama”], etcétera. Tomar el rábano por las hojas, empezar la casa por los fundamentos democráticos de los Derechos Humanos parece afirmar Lilla, entrar en la complejidad de los fenómenos histórico-políticos inmanentemente por las referencias constitucionales básicas del sistema, retornar a cierta cronología en el relato  y no ahogarse transcendentemente a través del totum revolutum de la diversidad identitaria, para unos electores ya poco duchos para acceder a la complejidad política nacional y mundial, dominados por una simplista narrativa hipernacionalmente obtusa de Barras y Estrellas excluyentes, como lo han mostrado fehacientemente los resultados de 2016. Pero para Franke, se trata sólo de un pseudo liberalismo que asume únicamente las vidas e intereses de hombres blancos como “terreno neutro sin marcas [the neutral, unmarked terrain]” sobre el que elevar una agenda de intereses comunes exclusivos para aquellos.

 

Así, la hermenéutica de los estudios culturales que defiende Franke distorsiona y niega con agresiva superioridad moral en defensa de los explotados, la macronarrativa de los Derechos Humanos y Ciudadanos, desconstruidos convenientemente en minoritarios, cuya falsa conciencia liberadora antiteleológica no sabe ahora como recomponerse ante este frenazo regresivo anti-identitario del Trumpazo. Franke rechaza que Lilla intente amalgamar el mensaje de los Padres Fundadores, con el de Franklin D. Roosevelt,  los afroamericanos y/o feministas, etcétera, cuando apela pluralmente a “una nación de ciudadanos en el mismo barco y necesidad de ayudarse mutuamente [a nation of citizens who are in this together and must help one another]”. Espacio no solo con derechos sino obligaciones democráticas de la dimension histórica de una narrativa nacional y globalizada  en la que se destaquen “las fuerzas y acontecimientos fundamentales [y] moldeadores de la política mundial [the major forces and events in our history [and]   shaping world politics, especially their historical dimension]”. Pero Franke prefiere ensañarse, con falsa conciencia de irrealidad universitaria, y distorsionar con brocha gorda “el racismo estructural que permea la vida de sus estudiantes [structural racism that permeate the lives of his students” ] –los de Lilla, claro, no los de Franke–, hiperprivilegiados sobreprotegidos ambos en la Universidad de Columbia, uno de los recintos cuyo pedigrí garantiza el éxito socio-profesional de sus egresados, y que Lilla  ridiculiza “narcisistamente ajenos a las condiciones de sus grupos definitorios [narcissistically unaware of conditions outside their self-defined groups”]. A su vez, con   juicios de valor presentistas criticados por March Bloch, Franke despacha a Roosevelt por su oportunismo político y  falta de condena a linchamientos en el Sur en 1941, o a los Padres Fundadores por la exclusión del voto femenino en la Constitución estadounidense de 1787. Documento fundador cuyos principios igualitarios permitió jurídica y socialmente sustentar, por ejemplo, el sufragismo y la enmienda 19 de 1919 sobre la anulación de la discriminación del derecho de voto basado en el género, o el movimiento de Derechos Civiles (y económicos) de Martín Lutero King en el que participaron ciudadanos de todas las razas, creencias y condiciones, esa historia común  que reclama Lilla, mientras pide equilibrar el peso del género y la religión en una narrativa colectiva para no alienar simbólicamente a aquellos que pueden ayudar  a lograr un pragmatismo político victorioso de pluralismo postidentitario.

 

Sospecho que lo que posiblemente más le duele a Franke, y en general al gremio académico, desde cuyo privilegiado medio pienso y escribo, es la acusación de narcisismo identitario incapaz de “saltar las bardas de su corral” que subyace en el texto de Lilla, contra esta  mirada miope en  nuestras instituciones pensantes, que algunos hemos criticado muy minoritariamente al defender  una historiografía de la diferencia, evidentemente, pero sin caer en el presentismo y en la aberración postfactual de la machacona corrección política exclusivamente a favor de los márgenes. Los prosélitos de la diferencia identitaria frente a los defensores de la comunidad de ciudadanos igualitariamente diversos pero materialmente discriminados, no han advertido que algunas periferias  de los excluidos terminan por integrarse en los centros de expulsión del mercado del Trumpazo. Este análisis cortoplacista ha sido potenciado por la arrogante falacia de que la exclusión de una sociedad de minorías permanece teleológica y perennemente en los márgenes progresistas de sus diferencias y no puede ser absorbida ni por el aplanador bienestar consumista ni por los populismos azuzadores de apocalipsis y de fracasos. Náusea también para algunos como Franke, infiero, ante la amenaza de pérdida de cuotas sustanciales de poder y discurso universitarios sobre minorías, erigidas sobre nuestra libertad de cátedra y seguridad laboral, facilitadas en parte, en época del New Deal y las Cuatro Libertades de Roosevelt (expresión, culto, bienestar, paz) incorporadas en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Espíritu de independencia pensante  detestado por la ignorancia y prepotencia de juicios resultadistas capitalista-financiero-cuantitativos contra nuestra labor por parte de los emprendedores del Trumpazo, cuyo ídolo se había especializado telebasuramente en plasmar el caprichoso darwinismo del patitas en la calle sobre sus monigotes concursantes y que ahora aspira a extenderlo urbi et orbe para un listado de mayorías: todos aquellos que pensamos fuera de la nueva norma de la supremacía excluyente anticonstitucional.

 

Por de pronto, en una república de mayorías de ciudadanos afectados por el Trumpazo, hay que dejar de tirarse los trastos de las estrategias discursivas a la cabeza, ya que Lilla, Franke y tantos otros compartimos un Némesis común. Desde luego, exigir en las escuelas de esta nación, el retorno de algún tipo de educación cívica fundamental, con la que se formen ciudadanos que puedan detectar mínimamente las transgresiones anticonstitucionales escondidas tras la teórica libertad de expresión de cualquier Trumpazo. En particular contra el Preámbulo de la Declaración de Independencia de 1776 que establecía como  derechos inalienables “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, así como la Carta de los Derechos (Bill of Rights) de 1791, sobre todo, enmiendas primera (libertad de expresión, culto, asamblea, prensa, petición), cuarta (protección contra incautación o registros irrazonables), la quinta o la autoincriminación, sexta o juicio por jurado, o la décima sobre los poderes de estados y personas frente al poder federal, o las posteriores decimotercera y decimoquinta sobre la abolición de la esclavitud y su profundo simbolismo para la igualdad racial. A su vez, poner en marcha movilizaciones mayoritarias y políticamente eficaces y firmar peticiones para que los estados cambien el sistema censitario y otorguen sus votos representativos en forma proporcional al voto universal, en línea con lo señalado en la Declaración de Independencia, por la que “cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarlo o abolirlo”. Esto obligará a equilibrar el valor de los votos de estados progresistas de las costas frente a los conservadores del interior, y a los futuros candidatos presidenciales a librar una verdadera batalla electoral por todo el país y no sólo por una docena de estados bisagra. Porque estas elecciones han vuelto a probar (caso de Al Gore en 2000) que el sistema no es víctima de la falacia democrática por la que el derecho de los votantes escogería la peor de las opciones, sino que este sistema no reconoce la elección de la mayoría.

 

Lograr también que la náusea, por lo menos, retorne  entre la eufórica brutalidad manifiesta de los ilusos precariados trumposos que sospecho no verán sustanciales mejoras laborales en su primer mundo globalizado y automatizado. Los supuestos  proyectos de infraestructuras beneficiarán, sobre todo, a los cabildeos pro-magnate, a los contaminantes y destructores del medio ambiente como la explotación carbonífera, la fracturación hidráulica o los oleoductos que vuelven a hollar reservas sagradas para los indígenas, hacia los que se ha continuado una política de cosificación y exterminio antropológico. Este supuesto crecimiento que calentará breve e ineficazmente el PIB de Estados Unidos frente al de una sostenibilidad ecológica, será incapaz de competir con los sueldos de miseria de las diásporas, que la mayoría de los partidarios de Clinton habían ignorado, y el agitador pre-electo, explotado a través de sus planetarios casinos. Por otro lado, Estados Unidos de la decencia, que por ejemplo, se están manifestando por primera vez en instituciones de educación secundaria, deben ocupar la capital estadounidense el día de la investidura de aquél, al que el proyecto ilustrado quebrado de la falta de educación constitucional de los Derechos Humanos, ha permitido operar en un circuito de diálogo democrático donde permanentemente ha negado su esencia, sin que, por ejemplo, los medios le retiraran su cobertura ante su flagrante transgresión de palabra y de obra. Por eso,  los ciudadanos negados por dichas aberraciones constitucionales deben darle la espalda ese día y girarse hacia el Monumento de Lincoln y de nuevo reclamar allí, o ante cualquier otro mojón constitucional del país, un “gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo”.

 

Este fracaso obliga a explicar los recovecos del Trumpazo y la náusea, en los campus universitarios mimados de Estados Unidos, donde han brillado por su ausencia las narrativas de la causalidad del materialismo histórico, asoladas durante la Caza de Brujas, en favor luego de las micro reductoras y desintegradas de los estudios culturales postestructuralistas rechazadas por estas minorías blancas no educa-das/bles, que han favorecido el Trumpazo de la cerrazón, abrazadas a una teleología del pueblo escogido de vencedores sin distracciones ni fisuras minoritarias. Nación también reunida por la  ideología del consumo sin náusea tipo Black Friday y multibeneficio que simboliza la dominación de la torre del megamillonario en la Magnífica Milla de la Av. Michigan de Chicago, en cuyas esquinas se hacinan los rechazados afroamericanos del sistema, que tampoco votaron por sus antecesores en la Casa Blanca, ni lo harán por sus ¿sucesores? Paradójicas ocupaciones de espacios de la ciudad residencial de Barak Obama y originaria de Hillary Clinton, y en cuyo estado, nació el republicano abolicionista  Abraham Clinton, en el mismo momento en que desaparece irónicamente el desgastado símbolo del azote anti-yanqui que fue Fidel, el último icono de la política de bloques de la Guerra Fría, en la que los negacionistas con antiparras del Gulag defendían, por lo menos, la necesidad de un contrapeso ante el inimaginable  hipermercado planetario.

 

Además, a los estudiantes universitarios, o se les está pidiendo respuestas parciales e interesadas ante la posible eliminación de becas y ayudas para minorías, o se les está ofreciendo terapia gremial desideologizada, para poder enfrentarse sentimental pero no dialécticamente al Trumpazo y a la náusea, en un universo político de afectos desideologizados: sucedáneos para tapar una neurosis socioeconómica profunda, opacar la neumonía infecciosa de los sobrevivientes basura, en un mal ordinario asumible, como aspira todo discurso terapéutico adormecedor neo-freudiano: “to cope in order to cope out” [correr un tupido velo para escabullirse]. En el fondo, todo lo que el sistema sabe controlar a partir de la náusea para mitigar y consumir los Trumpazos económicos, políticos, sociales de un sistema presidido por el vellocino de oro, ese demonio de nuestra época designado por el Papa Francisco. Eterno retorno para el que esto subscribe, testigo del descarrilamiento de George McGovern en 1972, en una nación tocada por el síndrome de Vietnam, pero incapaz, entonces, de analizar la causalidad de aquella guerra y las responsabilidades del único presidente, Richard Nixon, que luego  abandonó su cargo, pero en una época en que el Partido Demócrata podía equilibrar la balanza a través de su dominio de los resortes legislativos. A falta de “píldoras” antináusea, buenas son “tortas” que tuitearía hoy una María Antonieta del Halloween digital o el “#SuckitupButterCup” [Chúpate esa mandarina] con el que los trumpistas se mofaron, con cierta razón, de los gastos universitarios a favor de terapias extendidas para estudiantes y claustros de la depresión postelectoral. Fenómenos que los “I like it” de las redes sociales, facilitadores del Trumpazo con bulos diversos, son incapaces de explicar para la vasta mayoría de la arcada ante los relativamente transparentes mecanismos de los populismos de la post-verdad y la ignorancia post-factual, en el que el lenguaje se ha retirado a un tercer grado del newspeak trumpfiante.

 

Es ese mismo universo del discurso a cualquier precio en el que nada la incoherencia histórica del Col.lectiu Wilson, acolchado también en estos campus estadounidenses del Trumpazo, incapaz de desconstruir a partir de su nombre, las narrativas de los desastres nacionalistas del Tratado de Versalles. Todo en defensa de la falacia democrática eufemística del derecho a decidir, o sea independència velis-nolis de otra minoría identitaria, la cual tiene como mayor amigo estadounidense al congresista Dana Rohrabacher, un flamante fichaje del Trumpazo, con el que se fotografió sin sonrojarse en 2015, el secretario de los supuestos Asuntos Exteriores de la Generalitat, Roger Albinyana. Los caminos del Trumpazo son inescrutables.

 

Pero a pesar de toda esta desbandada, se podría, por lo menos, invocar la “intelijencia” juanramoniana, profesor en esta universidad (1943-1951) para que [nos dé] “el  nombre esacto de las cosas”, la “aristocracia de intemperie” del Hombre Común de su amigo Henry A. Wallace, vicepresidente de Franklin D. Roosevelt (1940-1944), otro heterosexual blanco de progreso social de aquel New Deal tan devaluado para las cruzadas de la diversidad tipo Franke. Que la universal lengua democrática que defendían aquellos líricos nos ayude a desnombrar permanentemente a aquél cuyo discurso y nominaciones le niegan constitucionalmente poder representar al pueblo: el  que nunca será legitimado por los votos y deseos de tolerancia de una mayoría de electores estadounidenses y de ciudadanos mundiales, cuya voluntad de aspirantes a la kantiana paz perpetua nunca favorecerá el Trumpazo de su nombre.

 

 

 

 

Obras citadas:

 

Bloch, Mark. Apologie pour l’histoire ou Méthode d’historien. París, 1949.

 

Bueno, Gustavo. Telebasura y democracia. Barcelona, 2002.

 

Debord, Guy. La société du spectacle. París, 1967.

 

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Lilla, Mark. The end of idemtity liberalism. http://www.nytimes.com/2016/11/20/opinion/sunday/the-end-of-identity-liberalism.html

 

Lindo, Elvira. Esto nos puede pasar. La victoria de Trump demuestra que sobran analistas y falta periodismo. http://cultura.elpais.com/cultura/2016/11/25/actualidad/1480097557_408328.html

Ortega y Gasset, José. La rebelión de las masas. (1930). Madrid, 2007.

 

Wallace, Henry. The Century of the Common Man. Nueva York, 1943,

 

 

 

 

José María Naharro-Calderón, especialista en estudios del exilio, es profesor titular en la Universidad de Maryland (Estados Unidos). Entre sus últimas publicaciones destacan ediciones de El rapto de Europa Campo francés, de Max Aub; La almohada en la arena El paraíso incendiadoLa almohada de arena, Versos del Maquis de Celso Amieva, y en curso de publicación: Entre alambradas y exilios: Sangrías españolas y terapias de Vichy (Biblioteca Nueva). En FronteraD ha publicado Ante el horror… de los campos de concentración. Españoles en el norte de África.

 


[1] Esta se apropia de la discusión identitaria et al.,  a la que me referiré infra, mientras descarta analistas y rescata el periodismo, suponemos que ¡el suyo!, al “ordenar mi pensamiento, confuso de tanta lectura”,  pero sin citar sus fuentes. 

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