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Mientras tantoEl Turín de Pavese

El Turín de Pavese


Estoy en Turín, llevo aquí dos días. Se me hace raro escribir estas notas desde el hotel, acostumbrada a mi desordenada mesa de trabajo. Siento que mi mirada se pierde distraída por la habitación, en el cuadro a carboncillo de la Piazza San Carlo, en las pesadas cortinas. Podía haber elegido cualquier destino y sin embargo estoy aquí en la quinta planta de un hotel de Turín, escribiendo estas notas en un portátil viejo. La culpa la tiene Pavese y el libro que sobre la cama reposa ausente. Desde que leí sus diarios sentí la necesidad de seguir sus pasos, impregnarme de la esencia melancólica de la ciudad. No soy la primera que lo hace, leer a Pavese te empuja a la misma introspección que se dibuja en cada palabra, en la neblina de la ciudad que se cuela por la ventana, en cada soportal, un querer saberlo todo, cuando lo fácil sería no saber nada, y vivir sin más.

Turín está lleno de librerías, justo al salir del hotel, una librería Feltrinelli me invita a entrar. Busco en sus estantes Il mestiere di vivere, no me vale mi edición española, necesito que sea su voz la que me guie, esa voz que sin saber por qué imagino viril y casi cinematográfica. Sentada en un café, leo algunos fragmentos al azar y mientras lo hago, trazo las líneas de lo que será mi viaje. En mi libreta voy perfilando el Turín que él vivió. La estación Porta Nova, fue allí donde sufrió un desvanecimiento cuando tras venir de su encierro en Brancaleone supo que su novia se había casado con otro hombre. La Piazza Solferino, allí estaba la frutería donde compraba sus cerezas. Sería un milagro que aún existiese, aun así la anoto en mi cuaderno.

Lo que de verdad me interesa es la editorial Einaudi, dónde trabajo durante tantos años compartiendo despacho con Natalia Ginzburg. Me dirijo allí, sin apenas pensarlo. Miro en el mapa la Via Arcivescovado, según mis notas se encuentra en el número 7. Recuerdo que en la novela Léxico familiar, Natalia Ginzburg comentaba que se trata de una buhardilla en el último piso. Trato de imaginar el bullicio, las máquinas de escribir, a un Pavese concentrado en sus lecturas ajeno al estruendo de las bombas, malhumorado y enamorado como siempre.

Camino a buen paso, es un paseo agradable. Dicen que por la geometría de la ciudad es imposible perderse, eso dicen. En cambio yo, ando perdida. Me sucede mucho, mi orientación es nula, ni siquiera con el google map soy capaz de orientarme, mucho menos con mi plano que ya está medio arrugado. Termino por preguntar a un tipo, que se empeña en acompañarme con la excusa de ir en mi misma dirección. He oído mucho hablar de la hospitalidad de los turineses, pero no pensaba que fuese hasta tal punto. Me pregunta que es lo que busco en esa calle, según él se trata de un edificio de oficinas sin ningún interés turístico. No quiero entrar en detalles, a fin de cuentas no sé si entendería mi curiosidad por Pavese, una curiosidad que bien pensado ni siquiera entiendo yo. Muchos me han reprochado esta mitomanía que me lleva a interesarme por personajes con personalidades complejas, y hasta suicidas, como si hubiera respuesta.

En dos minutos hemos llegado, menuda desilusión, ni siquiera una placa recuerda que allí estuvo la sede de la editorial. Alzo la vista, intento buscar la buhardilla y me limito a hacer un par de fotos que se me escapan al cielo. No me rindo, en mi libreta tengo anotado que cuando la editorial creció, se mudaron a la avenida Re Umberto, a un edificio más grande dónde Pavese ya contaba con un despacho propio. Vuelvo a mirar el plano mientras camino, cruzando callejas y avenidas me siento como el protagonista de uno de sus relatos que vaga por la ciudad sin rumbo. Es una sensación que me gusta, el tráfico y los árboles, verme reflejada en los escaparates de las tiendas.

El nuevo edificio se alza en plena avenida, justo como imaginé. Es un edificio de oficinas, de porte moderno, y ladrillos rojizos. Me detengo, permanezco quieta, dejo volar la mirada otra vez al cielo. Sumida en mis pensamientos, intento retroceder a esos años, los años en que solo encuentra consuelo en sus versos. Trato de  imaginar tras las ventanas, su vida gris, una vida que transcurre entre la editorial y la casa de su hermana. Unos ojos que delatan una tristeza que solo advierten quienes le conocen bien. Son tantas las veces que ha hablado del suicidio, que nadie le ha tomado en serio, lo ha dejado escrito en sus diarios, lo ha gritado en silencio hasta desfallecer. Maldito silencio que nadie oye.

El ritmo de la calle me devuelve a la realidad. De nuevo el mapa y el Hotel Roma, adonde me dirijo. Camino despacio, tan despacio como lo hizo él aquella tarde de agosto mientras arrastraba su maleta por los soportales. En su cabeza unos ojos color avellana, los ojos de una mujer a quien quiso, a la que ofreció matrimonio, a la que dedicó sus versos: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos». En los bolsillos de su chaqueta, tantos tubos de barbitúricos como para matar a un elefante y una nota en la mesilla como despedida: “Perdono a todos y a todos pido perdón”.

Tras el mostrador del Hotel Roma, la recepcionista recibe a unos viajeros; maletas y más maletas ocupan el vestíbulo. Han pasado los años y todo sigue igual en la habitación 346, o eso dicen. La misma cama, la silla de madera, el perchero, las mismas flores de plástico en el jarrón. Esta vez no me detengo. La vida sigue, miles de personajes me esperan, solo es cuestión de saber encontrarlos. Guardo mi libreta. Sin darme cuenta ya es de noche. Mi hotel no queda lejos. Paso otra vez por delante de la estación Porta Nova. Viajeros y más maletas. Nada nuevo aunque lo parezca.

 

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Fotografía: Turín, Mole Antonelliana.

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