I
El turista no tiene ánimo de agotar todo lo que –seguro– los lectores matamorenses de hueso colorado saben de la Casa ‘La Paloma’, por lo que ni él, ni G. –el amigo que le habla por primera vez de la construcción– desean la última palabra. Sin embargo, cualquiera que haya visto la Casa en el callejón 11, entre la avenida Roberto Guerra y Naciones Unidas, en la Colonia Popular de Matamoros, evocará una institucionalidad no oficial, insidiosa, temible, sarcástica, de la que brotan espacios de surrealismo tan trágico como amateur, como los que el turista –que nació un pelín cobarde– asocia a algunos lugares de Tamaulipas. Entre estos, la Casa, “una especie de construcción, con un puente, a lo San Francisco, entre miradores, donde patrullaban sujetos armados”, según resume G.
El turista manosea –mentalmente– las imágenes de Google Maps (la Casa de ‘La Paloma’ en 2009) que le acaba de enviar G. Las seleccionó para que viese cómo estaba el lugar, si bien no en su esplendor (décadas más atrás), sí en un momento en el que todavía conservaba una aureola de poder (ya macilento, ya larvado, filtrado al subsuelo del inconsciente matamorense, pues apenas queda nada de eso). El turista no puede evitar que le bullan imágenes en el cerebro, como señales de humo, de torretas medievales y arqueros esperando el asedio, en una cuenta atrás 10, 9, 8, 7, 6…, antes de lanzar las flechas al enemigo. Aun dejándose llevar por la imaginación, el turista –es cobarde, muy cobarde, y si su nombre fuera Jesús los lectores lo llamarían Jesusto– procura pensar en escenas luminosas, redondeadas y suaves, y no en las brusquedades oscuras, helicoidales y punzantes de la frontera noreste…
Pero nadie puede cerrar todas las puertas, ni todas las ventanas, y entonces entran voces desconocidas, y el turista está obligado a escucharlas y, aunque nunca las hayas escuchado antes, reconocerá la voz de los muertos, “como animales enjaulados/ a punto de perder el cuero”.
II
El turista va a la Casa ‘La Paloma’ en el carro de G., un carro gris roca lunar, que estrenaron cuando acompañaron, unos días atrás, a un profesor venido de Ciudad Juárez que quería ver la desembocadura del Río Bravo, y hacer fotos y tomar videos y sonreír al entrecomillarse a sí mismo allá. El carro selenita se desplaza en una hora desde la Colonia Buenavista a Playa Bagdad, y pasa del cemento a la arena, y manejan al lado de negocios semicerrados (es decir, abiertos únicamente si entra alguien), y el carro rueda por la arena durante media hora, hacia la desembocadura… Sin ver a nadie, salvo albatros, hasta que a mitad de camino se topan con el faro, entambado de cemento en su base, imposible de entrar y subir y divisar, pero fácil de merodear, atraviesan los alambres y constatan que está metido en un cubo de cemento, ya ningún barco se lo podrá llevar para el tornaviaje.
Suben de nuevo al carro, y a los pocos minutos ven venir otro carro de frente, unos güercos de unos catorce o quince o trece (tres hombrecitos y cinco mujercitas), borrachos a las once de la mañana, con hilos de mirada hacia el cielo, miradas levantadas, como columnas, durante segundos, como si encaramándose a ellas fuesen a alcanzar no solamente ese cielo (“qué poca recompensa un cielo tan despejado y una playa tan vacía”, pensarían), sino que fuesen a alcanzar otro lugar más elevado, tras las nubes, y quizá ellos sí lo atisban, lo atisban con denuedo… Pero, inmediatamente, sus miradas se derrumban, en pedrea, como tentáculos cortados caen a la arena ardiente de Playa Bagdad, se derrumban sus miradas, y allí quedan macilentas –miradas ya sin ojos–, y los carros continúan conducidos inapelablemente, como vagonetas por rieles enterrados, unos a los mariscos fuera de temporada, otros al Río Bravo.
La desembocadura es un lugar lleno de individuos preparándose para pescar o comer, con sus lonches, pescaditos, barbacoas chiqui, con sus hieleritas de Oxxo y sus respectivos coches estacionados a la orilla del estero o del océano, un lugar donde no se sabe si la hidra del trazado fronterizo es un solo ser de nueve cabezas o nueve seres con un solo cuerpo. El turista no sabe si saludar a gritos a estos lugareños o, por el contrario, permanecer callado, no saludar y sentarse en la arena, clavarse como una sombrilla o un palito, y a ver si amaina el calor. En esos lugares y momentos no hay término medio, el turista piensa que ese extremismo tal vez sea porque todos esos individuos están demasiado a gusto y conocen el lugar (licuefacción de la normalidad como en el poema ‘Préveza’ de Kostas Karyotakis) y, en cambio, el turista está abrumado porque el Río Bravo termina allá, no en otro sitio, ahí mismo, y no hay banderas ni uniformes, solo un estero entremezclado con el Atlántico y a lo lejos –al menos eso apunta G., pero no sabe si es presente o futuro– una base de lanzamiento de cohetes, 5, 4, 3, 2, 1, IGNITION TO THE MOON. El estero puede nadarse con facilidad, pero ya al lado gringo surgirán los guardias fronterizos, los drones vigilando, o al menos eso asegura el profesor… Sin embargo, lo que constatan es que al llegar a esa parte de la Playa Bagdad el océano está destrabado, bajo un cielo que mece, ni el mar ni el cielo están alterados, todos están en paz, es curiosa esa indistinción tan remarcada en un cruce fronterizo tan goloso de simbolismo. Todo está mezclado allá y, por ejemplo, el turista no sabe cómo le harán los barcos para diferenciar las aguas mexicanas de las gabachas, el turista observa que unos barcos van y otros vienen sin ningún control, pero quizá en esa frontera el mapa es un teselado inaudito, donde la pieza, siendo parte del mosaico, alcanza a englobarlo, y las partes y el todo pesan y miden lo mismo… Siempre que tesela y mosaico estén esamblados, es decir, siempre que la frontera siga allá y no se desplace podrá continuar dándose ese trampantojo de que pieza y mosaico son iguales para las personas, los bienes que la atraviesan y quienes impiden esos traveses.
Pero ahora es ahora, y el carro selenita está empotrado en el callejón chiquito frente a la Casa de ‘La Paloma’, con el motor en marcha, como si la manzana en el lomo del escarabajo kafkiano tuviese rueditas. Es el año de Nuestro Señor de los Esteros 2021, y G. y el turista auscultan a ‘La Paloma’, que no se ve abandonada del todo –aunque nada hay ya del puente sanfranciscano–, hay personas como limpiando sus carros o metiendo cosas en los carros o los carros sirven para almacenar o están regresando de una compra grande en el súper, ese tipo de borrosidades. ¿Qué más dará que haya gente o no? Es 2021 en Matamoros y las historias como esta ya ni suenan. La superficie se renueva, aunque este ensayo tase el runrún subterráneo de lo dejado por las últimas décadas en una ciudad básica para que México abandone el miserable nombre de “Estados Unidos Mexicanos”.
III
La primera vez que G. vio esa casa fue en 2001, pero ya sabía, de mucho antes, que allí vivía “una familia de traficantes poderosa”. Lo que se contaba –mitote time– era que a sus fiestas iban –previo pago– personalidades como Lucía Méndez o Vicente Fernández. ¿Cierto u otro rumor más, en esta cadena de rumores que forman los pliegos de la atmósfera mexicana y que sitúan a Vicente Fernández, en los últimos tres siglos, en cada fiesta de cada casa? “¿Cómo pasaron los hechos/preguntaba peritaje?”. Gérard Walter, en la biografía Nerón, ¿loco, comediante o sádico?, escribía que muchos juraban haber visto al emperador, aunque llevase años muerto. El regreso del muerto, hermanado a la aparición, en el lugar más inesperado, del aclamado en vida, legitima no solo a quien lo enuncia, sino a quien cree en ello. ¿Por qué? Porque los convierte en solución de un enigma, y basta que un individuo se lo crea para que la desmesura de la mentira se ramifique en un bienestar psicológico cuasi religioso.
En el sótano de la Casa, en los tiempos en los que no estaba tan dañada, había, pues, leones[1]. Lo neroniano era que, supuestamente las bestias de la Casa se alimentaban con los enemigos o con secuestrados, se entiende de los pobres cuerpos de quienes no pagaron el rescate. Es más, la atmósfera que destilan los rumores del siglo XXI es de las fiestas como cebos, pretextos para que los marcados entrasen por la puerta de la casa (todavía podían echarse para atrás), y luego entrasen a la puerta del sótano (si encontraban el interruptor de la luz y se armaban de valor, todavía podían echarse para atrás), y, finalmente, hic sunt dracones.
“Supe de esta casa por mi hermana mayor”, recapitula G. “Ella fue la primera en migrar a Matamoros desde Ciudad Victoria. Recibió muchos consejos de mi papá, que fue guarura de un servidor político de Tamaulipas en los setenta y por eso viajó mucho, incluido a Matamoros. Él le contó historias, ejemplos para que mi hermana supiera en qué ciudad viviría, para que se cuidara y tomara sus precauciones. Yo llego a vivir a Matamoros en 1994 y mi hermana me cuenta algo de esta casa cuando, en 1996, nos mudamos al barrio vecino, Los Ángeles, colindante con la colonia Popular. Me hice pronto de amigos y empiezo a juntarme en esa colonia, sobre todo con mi amigo G2, que conoció a la familia de la Casa. Fue su vecino de toda la vida”.
A este amigo le marca por teléfono y, de la conversación de G + G2 = las siguiente notas compartidas con el turista. Este, tras leerlas, se pregunta si G. no será como el viejito que le contaba las historias a un Juan Rulfo quien, en palabras de Saramago –tal vez apócrifas–, se quedó sin nada qué narrar cuando el viejito se murió. En cualquier caso, ni G. es un anciano, ni el turista es Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno (¡qué susto si lo fuera, los nombre tan largos no caben en ningún formulario en línea!). De hecho, si al turista le preguntan, prefiere leer Rescoldos, de Antonio Estrada Muñoz, del que supo no por Rulfo, sino por La Cristíada, de Jean Meyer, a quien también prefiere. Es más, puestos a evocar crítica poética, al turista siempre le llamó la atención la entrevista de Joaquín Soler Serrano a Juan Rulfo. La boca del escritor insertada en el hueco de una cara de cartón, como en las imágenes de feria. Su imagen muñecoide de vendedor de neumáticos. Su voz anclada tan lejos, cara muerta de tierra y boca muerta de fantasmas. Un rostro ancho y vegetal. Hipnotizado, parece maravilloso que un humano mueva los dedos, lleve corbata o fume como lo hace Rulfo, como buscando algo único que lo borrase todo (Pedro Páramo, alguien único que borrase todo lo que le vio nacer y depositara a los muertos –ya con el estatus de viajero– en el paisaje, para que caminen entre el único turista despistado por las torpes analogías con su propia infancia).
IV
—¿Por qué la Casa tiene ese nombre?, pregunta G. a su amigo.
—Porque la viejita, la que inició todo el negocio de contrabando de whisky y no sé qué más chingaderas, se llamaba así, Paloma. Ella tuvo hijos, y el que recuerdo se llamaba Jonás o Javier, quien continúo con el negocio junto con su esposa. Al matrimonio los detuvieron y los encarcelaron en Estados Unidos. La esposa ya murió, como hace quince, dieciséis años. No sé si en la cárcel murió, o al salir, pero ya murió, está muerta, murió hace años. El viejito (ya es un viejito), vive actualmente en los departamentos, frente a la Casa, y él salió de la cárcel hace como nueve o diez años. Estuvo encarcelado como dieciocho años, o así. Pobre y ya sin poder, solo vive de las rentas de esos departamentitos viejitos y en muy mal estado, son unos depas que están en el mismo callejón, frente a la Casa de la que, por cierto, vendieron la mitad… El resto, lo que no vendieron, sigue abandonado… Quién le ayuda al viejito a cobrar rentas y así sobrevivir es su nieta. Ella era la que desalojaba a los drogadictos que se metían en la Casa abandonada, la terminó por cerrar después de que la desvalijaran…
—¿Cual fue la época de esplendor de ‘La Paloma’?
—Yo era adolescente, era 1977, tenía diecisiete años o así. Convivíamos en el barrio y en escuela con los hijos de ese señor Jonás. Tuvieron tres chamacos, uno era el mayor, al otro le decían ‘El Chupón’ y estaba la chamaca. Recuerdo perfectamente todo un suceso en el barrio, el carro que a ella le regaló Don Jesús Roberto Guerra [un alcalde matamorense[2]], creo por sus XV años. Lo recuerdo bien porque se paseaba por todo el barrio con el carro.
Yo ya empezaba a irme y regresar por temporadas, ya que mi familia migramos, como mucha gente, a los Estados Unidos. Cuando regresaba a Matamoros ya me enteraba de las cosas. A ellos se les identificaba como traficantes, luego, pues me imagino que al vender otras cosas, drogas y eso, pues se fueron metiendo al narco, y también se decía que trata de blancas, para la zona de tolerancia, lo que era la Zona Roja, por esos años todo era esplendor y dinero por estos rumbos, es el mismo barrio y están relacionados en negocios. Pero como todo, todo cambia o llega a su fin, a ellos igual les pasó, tuvieron su época de poder y abundancia, que se fue acabando.
—¿Recuerdas cuándo fue la caída de la Casa?
—Pues como yo iba y venía de Estados Unidos, ya cuando regresaba nomás me contaban que desaparecieron al mayor y al otro, y no aparecieron, o yo no sé que aparecieran. Yo creo ahí fue el final de todo. Quedó la hija que actualmente vive y trabaja en Estados Unidos de manera normal, como cualquiera, como cualquiera con trabajo, ¡eso es todo! Ya la Casa sola y deteriorada, pues, ¿para qué le haces?… Pues fue como mediados o finales de los ochenta que se deterioró.
—Cuéntame la historia de tu hermano, el que vivió como indigente en la Casa.
—Yo tenía un hermano, le decíamos ‘El Nefas’ o ‘El Nefasto’, se juntaba con los hijos, lo perdimos en la drogas, y perdido en las drogas se perdía por la ciudad por temporadas y, pues vagaba, y luego ya en lo que fueron sus últimos años se refugiaba en esa Casa, pero la nieta, la que actualmente cuida lo que queda de las propiedades los corría, a él y a otros drogadictos y vagabundos, eso pasó entre 2001 y 2004, me parece… Al principio, la señora dejaba que se quedaran en la Casa, pero destruían mucho el lugar, hogueras, suciedades, hazte la idea que como un tianguis de changuitos y un changuito araña poniendo orden, todo insalubre, un lugar que había sido tanto, y de una buena familia, pues el lugar estaba muy sucio, por eso los corrió, hizo bien, hasta hubo ahí un brote de tuberculosis, y mi hermano enfermó, de eso enfermó y de eso se murió, pues muerto, muerto. Yo le pagaba a alguien para que lo cuidase, pero ya había momentos, meses te digo, que no sabía dónde estaba, no sabía ya nada más de cómo le fue, hasta que murió, andaba muerto, allá dentro se murió una vez, y luego con una tuberculosis allá en sus condiciones, pues se murió para siempre… No murió solo él… Luego la casa se vendió, la mitad, y la otra pues creo que sigue cerrada…
—Cuéntame sobre el puente.
—Lo usaban como mirador. Para ver y controlar.
—¿Como con guardaespaldas armados, vigilando?
—Pues la verdad yo no recuerdo, a lo mejor sí era así, ahora que lo dices puede que sí, pero de manera discreta. Yo me imaginaba que era como un mirador para ver quiénes se acercaban, pero pues sí, debió ser también para eso, vigilar, aunque yo no me sentía vigilado.
V
El turista toma estas notas y se las comparte a los lectores, pero ¡ahora es cuándo!, y el turista debe tomar un camión, pues el fin de semana lo han invitado a un baby shower. Sabe que los padres expondrán a su bebé como a una de esas máscaras tomémicas africanas en la pared –la causa es que son padres primerizos a los cuarenta y a que se entrenaron antes con un gato–, pero también conoce a sus amigos y la “fiesta de nacimiento” se antoja una excusa: “en el fin de semana/ quiero bailar/ en el fin de semana/ quiero gozar”. En las catorce horas que le esperan de bus (Matamoros-Ciudad Victoria-San Luis Potosí-Guadalajara), el turista tendrá tiempo para pensar en quienes “tuvieron su época de poder y abundancia, que se fue acabando”, y soñará con los monumentos que erigieron, aunque duda que los restos de la Casa ‘La Paloma’ puedan denominarse “monumentales”, mucho menos cuando en marzo de 2021, por el callejoncito 11, #21, por donde se entraba en realidad a la casa, solo queda constatar techos ovalados y puentes evaporados.
No, no era una casa monumental, ni en sus mejores tiempos, y no lo era por su interrelación tan orgánica con quienes la erigieron, diferente a la de un monumento, donde nadie vive dentro. Quienes erigen monumentos apenas tienen un apego más allá del estético o pecuniario, pero lo conservan y buscan que perdure. Y no es monumental porque no conmemora nada, aunque sí evoca mucho, muchísimo, incluso ahora mucho más, por estar desmoronada. La naturaleza de la Casa ‘La Paloma’, a su nivel urbano neo novosantanderino, es análoga a la de las megafaunas insulares[3], que solo pueden nacer y crecer en un punto ciego geográfico, como han sido algunas ciudades tamaulipecas durante tiempo.
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[1] Recientemente, en la alcaldía Itzapalapa de Ciudad de México se encontró el cadáver de un león muerto, cubierto de cal. Como que quien lo abandonó, un individuo con cuerpo de león y cabeza de hombre, hubiera tenido que irse rápido a hacerse su PCR en Salud Digna. Proceso (19 de febrero, 2021).
[2] Escribe Flores Pérez: “De acuerdo con el testimonio que rindió en el juicio en su contra un antiguo colaborador, García Abrego era ya considerado el principal jefe del tráfico de drogas en Matamoros y otros traficantes tenían que obtener su permiso para efectuar operaciones de tráfico de drogas en la zona. Por ejemplo, según esa fuente, García Abrego les cobraba USD$200,000 por cada aeronave cargada de cocaína que aterrizara en la zona bajo su control (US v. Juan García Abrego, doc.328: 262-264). Durante esta época, Juan N. Guerra y Juan García Abrego tenían una situación cómoda en Tamaulipas, pues Emilio Martínez Manautou –el antiguo amigo del primero, que recibía sus contribuciones económicas en respaldo a sus aspiraciones políticas con miras a la sucesión presidencial de 1970– gobernó la entidad entre 1981 y 1987. De hecho, en 1984, el gobernador Martínez Manautou maniobró para que un sobrino de Juan N. Guerra fuera designado candidato del PRI a la alcaldía de Matamoros. Jesús Roberto Guerra Velasco, hijo de Roberto Guerra Cárdenas y primo de Juan García Abrego, fue presidente municipal de esa localidad entre 1984 y 1987. Pero para Juan N. Guerra y García Abrego, el periodo de mayor afluencia estaba aún por venir, en el sexenio del Presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-1994)”. Flores Pérez, Carlos Antonio (2019), ‘Contrabando, tráfico de drogas y la configuración de circuitos institucionales para su protección en México’, Revista de Estudios en Seguridad Internacional, vol. 5, núm. 1, 37-58. doi: http://dx.doi.org/10.18847/1.9.4 , pp. 47-48.
[3] “En 1937 un granjero que estaba excavando su terreno para enterrar un caballo muerto encontró un ‘cementerio’ de moas [aves no voladoras que habitaban en Nueva Zelanda]. También había, entre ellas, los restos de un águila gigante. El terreno correspondía a una antigua turbera donde las moas habían quedado atrapadas. El águila seguramente había descendido a devorar alguna de ellas y, a su vez, quedó también atrapada. De ahí se deduce que pudo ser el depredador de estas aves gigantes. La existencia de este águila podría explicar los hábitos nocturnos de aves actualmente vivientes no voladoras como el kiwi o el kakapó, para protegerse mejor de sus ataques. El águila gigante debió extinguirse hacia el año 1400, ante la desaparición de sus presas principales, que eran los moas, y la modificación de los hábitats que los maoríes estaban empezando a imponer”. Crónicas de fauna (18 de enero, 2018).