Esta atmósfera tan tibia
tiene treinta años.
El río Cofio era negro
y brillante y silencioso,
y a los nenúfares de postal
les sustituían las hojas
amarillas y pequeñas,
como lágrimas,
de los árboles torcidos.
Siempre estuvo en disputa
con la roca por el cauce,
donde nunca se supo
si había un río o un gigante
de piedra dormido que,
de vez en cuando,
sacaba las rodillas,
o los codos de su baño eterno.
Allí, sobre una de esas islas
de carne dura
y arrugada y resbaladiza,
el mundo se paró de sopor
una tarde
mientras tres amigos planeaban
sin concierto
el verano prodigioso,
el último de su especie, reunidos
en las catacumbas del bosque.
Nada se detiene desde que,
de pronto,
todo cogió velocidad.
Es agradable sentir el viento caliente
en la cara.
Es el calor reconocible
que trae aromas de pino y de jara.