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El último libro. ¿Podrá James Salter llegar a convertirse en un escritor famoso?

 

A Barbara Rosenthal le gustaba ir en coche a Manhattan. Lo hacía por cualquier motivo y aparcaba donde quería, amontonando multas en el suelo del coche a medida que recorría sus tiendas favoritas. Vivía desde hacía muchos años con su marido y sus dos hijas en una granja en New City, al otro lado del Hudson, en lo alto de las Palisades, a unos pocos kilómetros al norte de Nyack. Laurence, su esposo, era compositor de bandas sonoras de películas.

 

Un día de verano de 1975 fue con su hija Nadia, recién graduada en Harvard, a la ciudad. Caminando a última hora de la tarde por Lexington Avenue, vieron a un atractivo hombre vestido con un traje de lino blanco: su íntimo amigo y vecino en New City James Salter. Un Salter a los cincuenta: robusto, sereno, seguro de sí mismo. Este se les acercó resueltamente. Acababa de salir de las oficinas de Random con un ejemplar de su nuevo libro que se publicaba ese mismo día, una novela titulada Años luz. Se la entregó a Barbara –no había sido esa su intención inicial, pero ante sí estaba una mujer a quien adoraba y que lo adoraba a él-, y le dijo: “Es para ti”. Una gran emoción para madre e hija; era la primera novela de Salter en ocho años. Una tarde de hacía diez, les había leído en su casa el primer capítulo de su anterior novela, Juego y distracción. En la adolescencia, Nadia había visto esa novela por la casa y, al leerla, se topó con unas aventuras eróticas que no se esperaba y que le generaron unas expectativas poco realistas sobre el sexo (al confesárselo a Salter décadas más tarde, el le contestó: “Tú, al menos, tenías el listón alto.”).

 

Las Rosenthal volvieron a casa con Barbara al volante. Por el puente de George Washington, Nadia comenzó a leer la novela en voz alta. Inmediatamente, ciertos detalles les resultaron familiares: la casa en el Hudson, las hijas, las mascotas, una cesta de guijarros junto a la bañera. Al principio del capítulo dos, el narrador introduce a una mujer llamada Nedra Berland –“delgada como un palo”, con “una boca grande, la boca de una actriz”– que se ha quitado los anillos para trabajar en la cocina. Los anillos, eso era algo que Barbara hacía siempre. Luego, mencionaba un collar. Se dio cuenta, al tiempo que conducía, de que el libro iba sobre ella.

 

Ella lo leyó esa noche, y luego su marido. Él se llamaba Viri en la novela, el marido de Nedra, un arquitecto –“un judío, el judío más elegante, el más romántico, con un aire de hastío en sus facciones, esas facciones inteligentes que todos envidiaban, su pelo áspero, su ropa curiosamente raída”-. El tercer capítulo describía su visita a un camisero, el mismo de Rosenthal y Salter. Llenaban el libro pedazos enteros de sus conversaciones a la mesa a la hora de cenar. La novela narraba, con prosa viva y episodios breves, la disolución del matrimonio de los Berland, la disipación de la vida familiar y de la propia existencia, el efecto del paso del tiempo en Viri y Nedra, y en sus amigos y sus propiedades, sus hijos y sus mascotas. También describía, con todo lujo de detalles, las infidelidades de los Berland. Los Rosenthal estaban sorprendidos, horrorizados, halagados y ofendidos. Salter no les había contado nada sobre su trabajo. ¿Había estado escribiéndolo todo, tomando notas discretamente?

 

Años luz, que muchos lectores y escritores consideran hoy una obra maestra, atrajo algunas buenas críticas, pero también algunas feroces. Anatole Broyard, del Times, reprobó los personajes y el exotismo de sus nombres (Salter, herido, le escribió una carta: “¡Venga ya, Anatole!”). El Times Book Review la calificó de “novela recargada, snob y bastante tonta”. El libro vendió menos de ocho mil copias. Salter estaba desmoralizado, y buscó consuelo en las reafirmaciones de sus amigos de que se podía entrar en el canon sin tener éxito comercial.

 

Los Salter y los Rosenthal se distanciaron. La representación de Viri como un perdedor mediocre tuvo que doler; Laurence consideraba a Salter un buen amigo. A Barbara le gustaba su descripción. Más adelante, le puso Nedra a un perro y le dijo a Salter que pensaba hacer que inscribieran una frase de Años luz en su lápida: “En su corazón, tenía el instinto de las especies migratorias”.

 

Después de Años luz, el matrimonio de los Rosenthal se rompió, como imitando el final en la novela de Viri y Nedra. Salter había observado aquello de lo que ellos mismos todavía no se habían dado cuenta. Para entonces, Salter y su mujer, Ann, también se habían divorciado. Él llevaba siendo infeliz, y en absoluto fiel, mucho tiempo. Los Rosenthal encontraron cierto consuelo en la creencia de que Años luz iba tanto sobre el matrimonio de Salter como sobre el suyo propio.

 

 

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“¿Es la fama parte de la grandeza?”, pregunta Nedra Berland en Años luz. Viri piensa para sí mismo que sí: “No es solo que la fama fuera parte de la grandeza, es que era mucho más. Era la única evidencia, la única prueba. Todo lo demás no era nada, era en vano”. Salter no es famoso. Entre algunos escritores y literatos, es venerado por su construcción sintáctica, por su poder de observación, por su forma de ilustrar el sexo y el valor y por un par de novelas que, a pesar de las escasas ventas y los temas de difícil comprensión, tenían ciertas posibilidades de perdurar. Ha ganado algunos premios y ha sido candidato a algunos otros, pero nunca se ha llevado “el premio gordo”, en palabras de Joy Williams, escritor y admirador de Salter. Casi nadie lo conoce, y los pocos que sí consideran que su trabajo es rebuscado, pretencioso e incomprensible. Sus admiradores, muchos de ellos reputados escritores de ficción, jóvenes y viejos, creen que es imperdonable lo subestimado que está y lo poco leído que es. Jhumpa Lahiri ha escrito sobre Años luz: “Estoy totalmente en deuda con esa obra”. Richard Ford, citando una sin par “intuición para los pormenores del mundo y sus sutiles asuntos emocionales”, manifestó: “Entre los escritores de ficción, es un principio rector que James Salter escribe oraciones en inglés americano mejor que ningún otro escritor contemporáneo”.

 

Agarrarse a una sola frase como prueba es como sacar un atún azul del mar: inmediatamente, el color se desvanece. De cualquier modo, el estilo de Salter puede que tenga menos que ver con sus oraciones que con sus párrafos. Es elíptico. Los detalles y las observaciones se acumulan de tal modo –oblicuamente, melodiosamente– que casi ponen al lector en pie a la espera del próximo vuelco inesperado: un objeto perdido, un gesto extraño, una escueta declaración o un acto temerario. De repente, puede volverse cruel. La sintaxis es fría, finamente tallada, más que contenida o explosiva. No suena a lengua hablada. Renuncia a los coloquialismos y al loco parloteo americano. Ese ha sido su estilo desde el principio y es difícil determinar de dónde le viene.

 

Aún así, hay razones para que tenga tan escasa reputación. Ha ignorado la actualidad. Los temas que trata parecen venir de un mundo sin política, sin clases, sin la confusión de la cultura pop, la tecnología o, incluso, la mayor parte del tiempo, sin mencionar la actividad remunerada. Su enfoque ha sido estrecho, personal, sutil. En una época de antihéroes, él se ha obsesionado con el heroísmo. No ha sido prolífico. Sus mejores libros quizás sean demasiado subidos de tono para formar parte de los planes de estudio universitarios.

 

A Salter, esto le molesta. Piensa que El gran Gatsby está sobrevalorado. Toda su vida ha aspirado a la gloria, pero sin apestar demasiado a ambición. Salter a los ochenta y siete: la resignación empieza a calar. Pero tiene una nueva novela, la primera en más de treinta años, y probablemente la última. Se llama All that is. Trata de un veterano de la Segunda Guerra Mundial que se convierte en editor y que busca amor y consuelo en las personas que entran y salen de su vida. ¿Puede una historia como esa hacer famoso a alguien? Su escasa producción literaria y su larga ausencia han ejercido mucha presión sobre él, razón, quizás, por la que tardó tanto en escribir este libro. Este comenzó de una manera y ha acabado convirtiéndose en algo distinto. Lo concibió como el colofón de su carrera, y está nervioso de expectación. Cansado de su reputación de esteta ha tratado, a su manera, de ser directo, de no escribir nada que pudiera hacer al lector subrayar una frase o marcar una página. “Quiero dejar atrás lo de gran escritor de frases”, le escribió en una carta a un amigo, “a estas alturas, eso ya no me importa”. Se ha concentrado en crear un protagonista normal y corriente con, en sus palabras, una “vida sin planificar, la vida que se le ha dado y que le pertenece”.

 

“La vida que cuenta es la que se cuenta en los libros”, escribió una vez. “Me gusta escribir sobre cosas que, si no se escribiera sobre ellas, no existirían”, me dijo.

 

 

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Salter pilotó aviones F-86 Sabre en la guerra de Corea, llegando a cumplir más de cien misiones. En Quemar los días, unas memorias de 1997, describe su única matanza:

 

“Se da la vuelta repentinamente y yo lo sigo, como si estuviéramos saltando desde un muro. Empieza a recuperarse. Todavía estoy disparando cuando algo se desprende del avión: la cubierta exterior. Segundos después sale una especie de bulto, el piloto… El MIG, ahora un avión funerario que no lleva nada, se precipita desde treinta mil pies de altura, girando pausadamente en su descenso hasta que su sombra aparece inesperadamente en las colinas, moviéndose lentamente hacia ellas hasta unírseles en una explosión de llamas”.

 

Era la primera generación de reactores de caza. Salter escribió unos diarios con sus experiencias, y tras dos años de servicio, estando todavía en la Fuerza Aérea y trabajando secretamente por las noches y los fines de semana, sacó de ellos su primera novela. Pilotos de caza, publicada en 1956, trataba de un escuadrón aéreo de élite en Corea. La carrera en tiempos de guerra de un consumado piloto y con principios llamado Cleve Saville que, como Salter, estaba estacionado en la base aérea de Kimpo, se echa a perder en medio del éxito de rivales con menos escrúpulos, los cuales compiten para derribar los MIG-15 rusos sobre los cielos del río Yalu. Finalmente, Cleve consigue derribar a uno, pero las circunstancias, y el honor, le empujan a renegar del acto.

 

Pilotos de caza apareció primero como una novela por entregas en Collier’s. En ese momento, Salter estaba destinado en Bitburg, Alemania, realizando incursiones alrededor de Europa y el norte de África. Ostentaba el rango de comandante y estaba a la espera de convertirse en teniente coronel (también había estado al frente de un equipo de acróbatas aéreos). Una noche, uno de los veteranos de Yalu, un piloto llamado Mattson que estaba leyendo Collier’s, le dijo a Salter: “¡Eh!, ¿has leído esto?, ¿esta historia sobre Corea?”. Salter fingió sentir curiosidad suficiente como para no llamar la atención sobre sí mismo. Le importaba menos la opinión de Mattson sobre el texto que la posibilidad de que lo vincularan con él. “Déjame leerlo cuando termines”, le dijo.

 

El nombre del autor no hubiera despertado las sospechas de Mattson. El verdadero nombre de Salter era James Horowitz. Mientras escribía Pilotos de caza escogió James Salter como seudónimo para esconder su identidad de sus colegas y superiores. “Despreciaban a los escritores”, decía. No está seguro de por qué escogió ese nombre en particular (había usado el de John Eden con anterioridad) y ahora siente que podía haber escogido uno mejor. Más adelante, cuando la novela se adaptó al cine, con Robert Mitchum en el personaje de Cleve, fans de los aviones de caza intentaron encontrar a James Low, un as del escuadrón de Salter en Corea que fue la inspiración del villano de la novela, Pell, un teniente egoísta e imberbe. Low, escogiendo cuidadosamente su objetivo, cuestionaba la pasión de Salter por la guerra y sus habilidades como piloto (en la novela, Pell decía las mismas cosas sobre Cleve). Low despreciaba a Salter por ser un “chico del Alto Hudson”, un chico de West Point.

 

George Horowitz, padre de Salter, había terminado primero de una promoción de West Point que tuvo que graduarse antes de tiempo a causa de la Primera Guerra Mundial. Más adelante, logró cierto éxito como agente inmobiliario en Nueva York. Mildred, la madre de Salter, era de Washington D. C. y había tenido, como Salter escribió en Quemar los días, una “alegre juventud” de bailes en embajadas y clubes de campo. James, hijo único, nació en Passaic, Nueva Jersey, en 1925, pero su familia se mudó enseguida al norte de Manhattan. Crece entre veranos en Atlantic City y en los campamentos de New Hampshire, y estudia la primaria en el P. S. 6 (Escuela Pública número 6) y la secundaria en el Horace Mann del Bronx, donde jugaba al rugby. Iba dos años por detrás de Jack Kerouac, un jugador de rugby recién graduado, que mandaba historias a la revista literaria de la escuela. Salter, uno de los editores, contribuía con poesía –“muy mala”-, según recuerda. Tenía pensado ir al MIT (Instituto Tecnológico de Massachusetts) o a Standford, pero su padre, una presencia distante, pero persuasiva, lo convenció de solicitar plaza en West Point. “No era mi primera opción”, me dijo. “Realmente, lo hice de la misma manera en que me casé”.

 

Solo, cogió un tren en el verano de 1942. “Mi padre no me dijo ni qué llevarme a West Point, lo que era un detalle de bastante importancia”, decía Salter. Acababa de cumplir los diecisiete años. En Quemar los días escribió: “Era la escuela dura, la forja. Entrar significaba pasar, desde el primer día, al infierno”. El primer año era brutal y él era un cadete reacio. “No tenía ni la sabiduría de los chicos de campo, familiarizados con animales y herramientas, ni la dureza de la ciudad”. Lo comparaba con un “gran orfanato”. Las absurdas exigencias y las inevitables sanciones llovían sobre él. Estaba perpetuamente marchando por el patio para pagar por sus infracciones. Algunas de sus faltas en las inspecciones de los sábados por la mañana venían de su asistencia al servicio religioso de los viernes por la noche en un gimnasio con un par de docenas de cadetes judíos. El servicio religioso le costaba dos horas de doblar ropa y pulir zapatos. “Era como aceite de hígado de bacalao: no me lo quería comer”, decía. Después de un tiempo dejó de ir y empezó a asistir a la misa del domingo con todos los demás. “No era una protesta ni una renuncia a mi religión o raza. Quiero decir que todo el mundo sabía quién era yo”.

 

A Salter se le ha preguntado con frecuencia sobre el antisemitismo en West Point, pero él no recuerda que hubiera mucho. “Hace como cinco años recibí una carta de un compañero de clase que decía, para mi sorpresa, ‘Tú no te dabas cuenta, pero había gente que te quería fuera de allí’”. “Durante el servicio militar, a veces te topabas con algo así, pero nunca lo sentí como un obstáculo. Una vez, me metí en una pelea en la base aérea de Andrews porque un tipo no paraba de llamarme Ish Kabibble”.

 

En su segundo año, Salter finalmente se sometió a los códigos de West Point al descubrir, o imaginar, en su propio carácter los rudimentos del ideal alemán de un comandante de compañía. Es difícil saber si se adaptó o si lo adaptaron a la fuerza. “Ha sido algo desafortunado, el que West Point me haya hecho más duro de lo que era”, decía. “Mi sistema moral es probablemente demasiado arcaico para hoy en día, y en parte se debe a West Point”. La academia también le tocó la vena elegíaca. Empezó a idealizar a los caídos de las guerras y a aspirar, vagamente, a la inmortalidad o, en cualquier caso, a que se le recordara heroicamente. “Era entre los entendidos entre los que uno esperaba ser mencionado y admirado”, escribió más adelante. “Los años se inclinarían ante ti, serías recordado, tu nombre como el de un purasangre, el de un caballo que corrió y ganó”. En la primavera de su segundo año, le examinaron la vista y, con otros cientos de cadetes de West Point, se incorporó al Cuerpo Aéreo del Ejército. Aprendió a pilotar.

 

 

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La guerra en Europa acabó un mes antes de su graduación. En el ocaso del Día de la Victoria, despegó de Stewart Field, al norte de West Point, en un vuelo en solitario. Unos quince cadetes más tomaban también parte en el ejercicio. La noche cayó, se coló la niebla, y Salter se dio cuenta enseguida de que, en alguna parte de Pensilvania, se había perdido (les habían dado información falsa sobre del viento). Salter, en la cabina, con una linterna y un mapa, viró hacia el este e intentó encontrarle sentido a las luces del suelo. Su desorientación crecía al mismo ritmo en que se agotaba el combustible. Tras varias horas, creyó reconocer el río Hudson y Poughkeepsie y, con el tanque prácticamente vacío, se preparó para un aterrizaje forzoso en lo que parecía ser un parque. En vez de eso, lo que hizo fue abrirse camino a través de unos árboles, perder un ala y precipitarse sobre una casa. Salió de la cabina a un porche. Los ocupantes de la casa, una familia, estaban de pie en la calle; habían oído el ruido del aire y habían salido afuera corriendo. No hubo heridos. La ciudad era Great Barrington, Massachusetts.

 

Después de la guerra, lo enviaron a una base en Manila, y más tarde en Honolulu, y lo relegaron a los aviones de transporte. También sirvió de ayudante de general (más tarde participó en las pruebas de las bombas de hidrógeno en el Pacífico). En Quemar los días evoca el Hawái colonial de James Jones, donde tuvo una aventura amorosa sin consumar con la esposa de un compañero, su mejor amigo. Entre el glamour imperial de posguerra y la rutina de la vida militar, tenía lugar también un constante goteo de lo que Salter llamaba “la criba”. Docenas de sus compañeros de clase murieron en accidentes aéreos en tiempos de paz.

 

Entonces, en 1951, llegó su promoción a piloto de caza y su oportunidad de brillar. Se ofreció como voluntario para la guerra de Corea. Algunos de los hombres con los que voló allí se convirtieron después en célebres expertos de la aviación, y otros, como Aldrin, Grisson y White, acabaron siendo leyendas al hacerse astronautas, pero el mayor logro de Salter en la guerra probablemente ha sido sobrevivir para poder traer de allí sus exquisitas descripciones de vuelos y combates aéreos. Se le suele considerar, junto a Saint-Exupéry, el mejor cronista de pilotaje de aviones.

 

Antes de Corea, mientras estudiaba Relaciones Internacionales en Georgetown, Washington, escribió una novela sobre pilotos. “Era una novelucha, aunque no la escribí con esa intención”, decía. A través de un amigo de la familia en Nueva York, encontró un agente que se lo envió a un editor, quien a su vez pidió que le dijeran: “No, pero quizás la próxima vez”. Salter siguió escribiendo durante la guerra, pero discretamente. No quería que lo vieran ni leyendo. “No quería parecer un ratón de biblioteca”, decía. Y lo mismo más adelante, cuando estaba destinado en Alemania, volando por toda Europa en una especie de gran tour aéreo sin fin. “Yo era el jefe de operaciones del escuadrón. Tenía muchos pilotos bajo mi mando. Era una vida bastante simple, una vida de club de caza y pesca”. La publicación de Pilotos de caza y el dinero que ganó con la película (sesenta mil dólares, lo que equivaldría a casi medio millón en la actualidad), le dieron valor para dejar la Fuerza Aérea y hacerse escritor.

 

Renunciar a su puesto, dice ahora, fue “lo más difícil” que hizo en su vida. Cuando Salter se lo dijo a su antiguo comandante de sección, éste le contestó: “Idiota”. Estaba dejando atrás no solo una cómoda carrera como oficial, sino también la vida ligera y excitante de un piloto. “Estaba el hecho de que había gente muriendo” contaba Salter. “Y había una competición constante, una criba, una selección. También estaba el poder de trabajar con toda esa maquinaria tremendamente poderosa. Y además estaba el hecho, por supuesto, de que tú eras el que llevaba las riendas. El trabajo de todo el mundo era apoyarte a ti: todas las tropas terrestres, toda la gente de suministros, todo el mundo. Eso te daba la sensación, se podría decir, de ser más importante. Pero tú lo permitías. Tenías que permitirlo”. Ha llamado a su época de piloto –la veintena, básicamente– el corazón de su vida. “Como escritor, no eres nadie hasta que no te conviertes en alguien. Como piloto perteneces a la nobleza desde el principio. Es muy duro pasar a ser de repente uno más en un autobús”.

 

“Emocionalmente, fue peor que el divorcio,” me dijo Salter. Desvinculado de la vida militar, se sentía perdido, como un desertor, además de, por supuesto, preocupado por su futuro (él y Ann, una oriunda de Virginia, tenían dos hijas pequeñas. Otra hija y un hijo, mellizos, nacieron en 1962). No sabía nada del mundo literario, de sus tribus y sus rituales, sus intrincadas jerarquías. Le resultaba extraño, casi vergonzoso, el no hacer nada todo el día más que sentarse en una mesa a escribir.

 

 

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Los Salter se instalaron en la ribera del Hudson, en Grand View primero y más tarde en New City. Salter comenzó a conocer gente y a recopilar sus nombres y datos personales. Los Rosenthal fueron de los primeros, cuyas hijas iban a la escuela con las de los Salter y cuyo sentido estético y sensibilidad para el buen gusto eran, para una pareja de la Fuerza Aérea, una especie de revelación. “Larry y Barbara vivían lo que yo consideraba como un tipo de vida superior para nuestra edad”, dijo. “En cierto sentido, esa amistad nos abrió a la vida a mí y a mi esposa”.

 

Ahora era Salter, no Horowitz. Lo que había comenzado como un “nombre de guerra”, como él lo consideraba, se convirtió en una nueva identidad. “Quería distanciarme de mi pasado, por supuesto”, me dijo. “Estaba viviendo una vida como Horowitz y como Salter, y me dije: voy a darle la vuelta completamente. Yo no veía ningún problema con eso. Mi madre, sí”. Salter también ha dicho que no quería ser visto como otro escritor judío más de Nueva York, ya había muchos de esos. Durante años, Horowitz quedó olvidado. Cuando en 1990 un perfil del Times Magazine reveló el cambio de nombre, le molestó. Según Peter Matthiessen, un viejo amigo: “Aquello fue como salir del armario para él”.

 

En aquellos primeros tiempos cerca de Nyack, Salter complementaba sus ingresos con un pequeño negocio de venta de piscinas. Como vendedor, conoció a un guionista de televisión llamado Lane Slate. Juntos hicieron una película documental sobre fútbol americano llamada Team Team Team que, para su sorpresa, ganó uno de los principales galardones del Festival de Cine de Venecia de 1962. Hicieron otros documentales, sobre artistas contemporáneos y sobre el circo. Al poco tiempo, Salter ya escribía guiones. El cine le aportaba ingresos, y el encanto de trabajar en un arte floreciente; Antonioni, Fellini, Godard. En 1963, Laurence Rosenthal le presentó a Peter Glenville, el sibarita director de cine y teatro británico, quien lo reclutó para que escribiera un guión sobre un abogado en Roma que se casa una chica que resulta ser prostituta. Finalmente, en 1969, el guión se materializó en Una cita, con Anouk Aimée y Omar Sharif en los papeles estelares y bajo la dirección de Sidney Lumet. Para describir esta película, y casi todo lo que tiene que ver con el cine, Salter suele utilizar el término “basura”. Sin embargo, el filme lo llevó a Roma durante un año para hacer investigación, de varios tipos (en Quemar los días escribió: “‘¿Estás casado?’, me preguntó, de camino, en el coche. ‘Sí’. ‘Y yo también’”). Una cosa es el trabajo, y otra la vida.

 

En 1961, le presentaron a Irving Shaw, el primer escritor consumado que conocía. Shaw se convirtió en un mentor, aunque más en la vida que en el trabajo. Hoteles, mujeres, Francia. “Guionistas, dueños de restaurantes, joueurs” (Shaw aparece en Años luz como un sátiro enamorado que corteja a Nedra en un hotel suizo). A instancias de Shaw, Salter adaptó al cine una de las historias cortas de este: Tres (1969), película que también dirigió, sobre un triángulo amoroso y un cuaderno de viaje francés, con Sam Waterston y Charlotte Rampling como protagonistas (de su actriz principal escribió en Quemar los días que “masticaba un montón de chicle, tenía el pelo sucio y, según la de vestuario, su ropa olía mal”). El filme se fue tal como vino (a Rex Reed le encantó; Shaw la creía pésima), pero aún así Salter recibió más ofertas para dirigir, que rechazó. Otro guión, sin embargo, captó la atención de Robert Redford, que quería empezar a dirigir sus propias películas después de años de trabajar como actor. A Redford le sorprendió, al conocer a Salter, el encontrarlo tan reticente y atildado. “Yo me esperaba un tipo desgreñado”, me dijo Redford una vez. “Me sorprendió por lo tranquilo y reservado que era, y por una especie de sensibilidad triste que tenía” (según un amigo, “una inseguridad atractiva”). Redford no sabía nada del pasado militar de Salter, incluso después de haber viajado juntos durante meses por toda Europa, investigando para una película que querían hacer juntos sobre el circuito de la Copa Mundial de Esquí Alpino. Downhill racer, estrenada en 1969, ha sido la película con más éxito que Salter haya escrito, y la que menos inclinado se siente a repudiar. Aún así, me dijo: “Odio cuando la gente me dice, ‘Ah, tú has escrito Downhill Racer’. ‘Es un verdadero agravio’”. No es más que una película, dice.

 

Al final se cansó del negocio del cine y lo dejó. “De lo que me cansé probablemente fue de la falta de éxito”, dijo. “Creo que el problema era mío, un problema del escritor”. Escribió su último guión en 1976, una pieza para Redford sobre alpinismo llamada Solo Faces, basada en las hazañas del díscolo alpinista estadounidense Gary Hemming. Salter pasó más de un año investigando para la película. Empezó a practicar alpinismo, escalando paredes rocosas, acampando en salientes, en las montañas Rocosas y en los Alpes, junto con Royal Robbins y otros cuantos. Cuando le entregó el guión a Redford, lo hizo pensando que era el mejor que había escrito. “Estaré extremadamente decepcionado si no es apreciado”, le escribió en una carta a un amigo. Sin embargo, Redford consideró que el héroe era demasiado taciturno para la pantalla. Robert Ginna, un amigo que era entonces editor en jefe de Little Brown, le sugirió que lo convirtiera en una novela, que Ginna publicó en 1979. En solitario tuvo un éxito razonable y es muy valorado entre los alpinistas por su fiel representación de la escalada. Es también la última novela que Salter escribió antes de ésta última que acaba de publicar.

 

De dieciséis guiones, solo cuatro han sido producidos. Ha habido viajes, dinero, mujeres seductoras y hombres fascinantes, así como acceso a lugares que de otro modo le hubieran sido inaccesibles: historias más apropiadas para la sobremesa que para las páginas. Para él, ha sido un tiempo perdido.

 

También describe como perdidos sus años de piloto. Estaba avergonzado de no haber logrado nada más en la guerra. “Sentía desprecio por mí mismo”, escribió años después. Se sentía igual respecto a sus libros sobre pilotaje. “Cosas de juventud”, según él. Sin embargo, al final volvió a escribir de sus años de piloto en Quemar los días, y cuando un amigo quiso volver a publicar sus antiguas novelas, revisó Pilotos de caza y otra más sobre la Fuerza Aérea, The Arm of Flesh (1961), a la que rebautizó como Cassada.

 

Hace seis años, un general que había leído la nueva edición de Pilotos de caza (y compró ejemplares para todos sus jefes de escuadrón) invitó a Salter a Fort Worth a pilotar un F-16. Los jóvenes pilotos (“me miraban igual que un jugador de baseball miraría a Frankie Frisch”, me dijo Salter) hablaban con mucha admiración de los grandes de la aviación con los que él había volado en Corea. Le dieron un pequeño curso de orientación y despegó con un teniente coronel a bordo. “No había estado en una cabina en cuarenta y cuatro años”, dijo. “Y era como si lo hubiera hecho la semana anterior”. El avión tenía diez veces más potencia que un F-86, el último que había pilotado, y los controles eran diferentes, pero se hizo con ellos. En nada, estaba haciendo giros y piruetas. El coronel le dejó rienda suelta. “Y me dijo algo maravilloso. Dijo, ‘¡Genial!, ¡Genial!’”.

 

 

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En el año 1961, durante la crisis de Berlín, Salter, que entonces servía en la Guardia Nacional de Estados Unidos, fue enviado a Chaumont, un pueblo de provincia unas cuantas horas al este de París. Pasó casi un año allí, paseándose los fines de semana en un descapotable Delahaye. Los franceses lo llamaban coronel Delahaye. Se había enamorado de Francia. También tuvo un romance con una chica francesa. En 1996, terminó una novela basada en esas experiencias: Juego y distracción.

 

Este es un librito raro. Un narrador en primera persona cuenta la historia de una aventura amorosa entre un estudiante de Yale que ha abandonado sus estudios y una francesa de dieciocho años llamada Anne-Marie. La pareja viaja por los pueblos de Francia en un descapotable y hace el amor en habitaciones de hoteles. Hay increíbles evocaciones de Francia y descripciones explícitas de sexo anal. El narrador, un amargado fotógrafo ocasional y amigo de Dean, afirma en muchas ocasiones que la aventura amorosa es producto de su imaginación, que se la está inventado, lo que hace que la novela sea un poco desconcertante. Salter ha contado que concibió ese tipo de narración por necesidad. “No se podía contar la historia de Dean en la primera persona, creo yo, sin perder la simpatía del lector, una simpatía esencial”, me dijo. “Y en tercera persona se convierte simplemente en un recuento. La historia pierde un poco de sustancia y se convierte en un expediente, un informe sobre algo, sin importar lo que las palabras hagan para enriquecerlo”. De lo que se desprende que para contar la historia de su propia aventura amorosa con intimidad y encanto tenía que encontrar un modo de hacerla no solo de otra persona, sino de otra persona tal y como esta se la imaginaría. La novela es una Alhambra de narcisismo y auto-enmienda.

 

La editoral de Salter, Harper, y otras cuantas rechazaron la novela, aduciendo los reparos habituales –demasiado repetitiva, personajes antipáticos- aunque Salter se imaginaba que lo que provocaba rechazo era el sexo. Un amigo le dio una copia a George Plimpton, editor de Paris Review. Este no era un tipo al que le espantara el sexo y acababa de poner en marcha una colección de Paris Review con Doubleday. Plimpton le pagó tres mil dólares a Salter por el manuscrito. El libro tuvo críticas bastante decentes, pero vendió menos de tres mil copias.

 

De cualquier modo, la novela se ganó a una serie de devotos seguidores. A mediados de los setenta, Jack Shoemaker, un librero de Bay Area, estaba en el comité literario del Fondo Nacional para las Artes junto con algunos escritores y editores, entre ellos el escritor Reynolds Price y el crítico John Leonard. Shoemaker, decidido a crear una editorial, estaba compilando una lista de clásicos infravalorados del siglo veinte. Prince y Leonard le hablaron de Juego y distracción, a la que Prince se había referido como una “novela casi tan perfecta como cualquier otra obra de ficción americana que conozco”. Shoemaker quedó cautivado por la lectura y empezó a fotocopiar cuentos cortos de Salter de los que se publicaban de vez en cuando en Esquire y Paris Review. Reunió los cuentos y se dirigió a Salter con la idea de editar una selección. También publicó bonitas ediciones de bolsillo de Juego y distracción y Años luz, que ya estaban descatalogados. La compilación de cuentos –que no fue publicada hasta 1988 ya que Shoemaker tuvo que esperar prácticamente una década a que Salter le entregara dos cuentos que creía necesarios para la antología- ganó el premio PEN/Faulkner de Ficción, lo que atrajo nuevamente la atención sobre las novelas. Para entonces, Salter ya se había ganado la reputación de “escritor de escritores” o, como John Asbery dijera una vez de Elizabeth Bishop, “escritor de escritores de escritores”.

 

En el año 1995, la Modern Library publicó una edición en tapa dura de Juego y distracción. Joe Fox, el editor de Salter, organizó una cena en un restaurante francés en Madison Avenue para celebrarlo. Esa noche, mientras Salter se aproximaba al local, una limusina se detuvo frente a él. Vio una pierna desnuda emerger del asiento trasero y contempló cómo una mujer salía del coche. Era la chica francesa, la inspiración de Anne-Marie en Juego y distracción, ahora en los cuarenta. No la había visto desde que la recogiera en el aeropuerto de Nueva York casi treinta años antes cuando se fue a vivir a Estados Unidos. Habían perdido el contacto. Esa noche, ella se alejó y él no dijo nada. Y no contó lo sucedido a los invitados de la cena cuando se les unió para brindar por el reconocimiento ganado por un libro que había escrito para conmemorarla. Le hubieran obligado a buscarla.

 

 

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A lo que Salter aspira, en su vida y en su trabajo, es a la ausencia de sentimentalismo, una sofisticación y serenidad que él asocia a los franceses: Gide, Genet, Céline, Colette. Admira a los escritores japoneses, y a Babel y Gogol, y a Dinesen y Duras. Citando a Graham Green, Robert Ginna dijo de él: “Un escritor debe tener una astilla de hielo en el corazón”. Esto quizás explique su costumbre de tomar notas sobre las personas que se encuentran a su alrededor, incluso amigos íntimos. “A veces pone a la gente un poco nerviosa”, me dijo Peter Matthiessen. “Lo puedes ver escribiendo bajo la mesa”.

 

El refinamiento le llegó progresivamente. Se esforzó mucho por alcanzarlo. En 1969, el poeta y traductor Robert Phelps le envió una nota de elogio después de haber leído Juego y distracción y comenzaron una buena amistad, intercambiando cartas de admiración hasta la muerte de Phelps en 1989. Phelps le inició en Cocteau y Léautaud y le dijo, según declaró Salter a Paris Review en 1993: “Puede que yo pertenezca, si no a la mejor compañía posible, por lo menos a una esfera más amplia de libros y escritores”. Por aquel entonces, Salter tenía amigos y conocidos en el mundo literario y aún así no formaba parte de ninguna escuela o grupo en particular. Durante un tiempo, mantuvo una amistad bastante estrecha con Saul Bellow, hasta que Salter empezó a sentir que sus respectivas diferencias de estatura literaria hacían que Bellow lo tratara con condescendencia y dejó morir la amistad. “No me gusta ser el copiloto”, dijo Salter.

 

Antes de concebir Años luz, Salter tenía una idea en su mente: que el matrimonio dura demasiado tiempo. Cuando se casó con Ann, se dio a sí mismo, en principio, cinco años. En su diario había escrito con respecto al matrimonio: “Cada año parece el peor”. Juego y distracción –y la confesión incluida allí- no ayudó a mejorar las cosas. De su primer matrimonio, Salter me comentó: “Me casé sin sentir demasiado entusiasmo. Me casé porque todo el mundo se estaba casando y conocí a una chica con la que pensé que me casaría cuando se me animara a hacerlo”. En la Fuerza Aérea, estar casado tenía sentido.

 

No halló un modo de encarar el problema del matrimonio y de celebrar sus fugaces momentos de felicidad hasta que no se encontró un catalizador: el de los Rosenthal. Arrancó las páginas de un calendario de mesa y apuradamente hizo un esbozo de una novela en el reverso. Se topó con una frase que atribuye a Jean Renoir –“Lo único importante en la vida es lo que uno recuerda”- y llenó sus páginas de añicos matrimoniales. El resultado fue una narración fría, que logra ser emocional y existencialmente devastadora. No es infrecuente escuchar a un lector decir que el libro le dejó anonadado. Para otros es difícil de encarar. Probablemente haya que tener, además de un gusto o tolerancia por ese tipo de prosa, una especie de mentalidad sentimental, una atracción por la aceptación doméstica y un sentido agudo de su rápido desenlace en la nada.

 

 

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Salter ha pasado este último invierno, como casi todos, en Aspen. Fue por primera vez en 1959, impelido por un amigo de juventud. Se fracturó el brazo esquiando, pero aún así le gustó el lugar, que en aquel entonces era un pueblo minero abandonado en vías de renacer como enclave bohemio y estación de esquí. En 1970, se compró una casa pequeña en el extremo occidental del pueblo por 20.000 dólares. El dueño era un viejo alcohólico que durante años había estado tirando botellas vacías por la ventana. El patio estaba empedrado de pedazos de cristal. En aquella época Aspen era un pueblo hippie que comenzaba a atraer a gente de Hollywood, un lugar en el que hasta los buenos matrimonios iban a morir.

 

La casa fue el sitio donde ocurrió la mayor tragedia de la vida de Salter. En 1980, cinco años después de divorciarse de Ann, su hija Allan, descrita por muchos como hermosa e inteligente, se fue a vivir a Aspen. Había una cabaña junto a la casa, en donde se instaló. Durante su primera noche, se electrocutó en la ducha y murió. Fue Salter quien la encontró. Demasiado terrible como para escribir ni hablar de ese tema.

 

En Aspen, Salter conoció a Kay Elredge, una periodista y dramaturga un par de décadas más joven que él. Empezaron a vivir juntos después del divorcio de Salter. En 1985, tuvieron un hijo (se mudaron a París para que naciera allá), y se casaron en París unos años más tarde. Hace siete años escribieron un libro juntos llamado Life is Meals, una mezcla de chismes literarios, anécdotas históricas, aforismos y charlas de sobremesa, compilados durante décadas de veladas nocturnas como invitados y anfitriones.

 

El resto del año, viven en Bridgehampton, en una casa modesta que Salter construyó en un terreno que compró en 1980. Aspen, Bridgehampton. Suena elegante, pero viven austeramente.  No cuentan con mucho dinero. El ambiente es rústico –casas ingeniosamente repletas de libros, mementos, fotos, provisiones-. El dinero de las películas no le duró mucho, ya que perdió gran parte de él hace años al invertir con un amigo en una panadería en Ohio. El negocio fracasó, dejando a Salter con grandes deudas y pesares. Hizo periodismo durante un tiempo: artículos de viaje, perfiles en People sobre Nabokov, Graham Greene y Antonia Fraser (así era People en aquella época). Impartió algunas clases. También recibe una pensión de la Fuerza Aérea. El mes pasado fue el ganador, inesperadamente, de la primera edición del Premio Windham Campbell, dotado con 150.000 dólares. “Formidable cantidad de dinero”, escribió en un email.

 

A los ochenta y siete años, Salter es escéptico acerca de la declaración de Philip Roth de que ya no va a escribir más. Salter no puede imaginar dejar de escribir, aunque es cierto que ha escrito solo una fracción de las palabras que Philip Roth ha amasado. A pesar de que se afana más en cada párrafo que prácticamente ningún otro escritor vivo, trabajando cada frase como un cadete que lustra la hebilla de su cinturón, no ha sido el más diligente entre los novelistas. Puede quejarse a un amigo de su falta de productividad y después irse a Francia tres semanas solo a pasar el rato. Pero siempre está trabajando en algo: pasando a cuadernos las notas que ha tomado en cajas de cerillas, sobres de hotel y pedazos de papel, garabateando y mecanografiando oraciones una y otra vez, puliendo los sentimientos. Una vez se describió a sí mismo como un frotteur: le gusta manosear las palabras. No tiene miedo ni de las más oscuras ni de las más caras. Hace listas de palabras, de títulos, de nombres (para bien o para mal, le gustan los arcanos), o de otros escritores que siente que son mejores que él en cualquiera que sea la competición en que los escritores se imaginan que están.

 

 

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Cuando lo fui a visitar a Aspen, este último invierno, estaba terminando un relato corto para una colección que va a publicar en Reino Unido. Estaba trabajando en un porche acristalado. Llegué una mañana y lo vi desde la calle, inclinado sobre el escritorio como un hombre en una película sobre la vida de un escritor. Los arrendajos se peleaban en un gran pino y la nieve derretida goteaba de los aleros mientras que Salter seguía escribiendo, pasando la vida a las páginas.

 

Cuando sus pantalones de pana están siendo lavados, Salter se pasea en pantalones con tirantes para la nieve y un suéter negro de cuello alto. Sus manos, agrietadas y amoratadas, tiemblan un poco. No se empezó a sentir viejo hasta hace algunos años. Cuando lo visité, un problema de la columna vertebral le estaba provocando dolor en una pierna y dificultando su movilidad, pero no habló mucho del tema. Detesta quejarse y admitir ningún tipo de fragilidad. “Nunca hago siestas”, ha dicho. Fino esquiador en su época, ha tenido que renunciar a ello: “Hay un momento en que las cosas se vuelven simplemente raras”. Sin embargo, sentía curiosidad por las condiciones de la nieve y por mi descubrimiento del lugar en que una tía mía había muerto en una avalancha en 1972 (en un ensayo sobre esquí de 1992 la llamó “diosa”). Hacerse viejo no es fácil para nadie, pero parecería particularmente incompatible con un hombre que, en su trabajo y en su vida, le ha dado tanta importancia al vigor. El ocaso ha suavizado un aire de seguridad en sí mismo que era frecuentemente interpretado como arrogancia. La vejez: “La siente como un insulto personal”, dijo Kay.

 

Salter y yo conversamos en la mesa de la cocina, varias horas al día, al calor de una estufa. Cuando conversa es amable, impasible, precavido y tiene un modo peculiar de mezclar timidez y cuidado. No le gusta que le hagan preguntas directas. “Me parece vergonzoso analizarse a uno mismo en público”, me dijo. Su voz es fina, casi afeminada. Es más gracioso en persona que en su prosa, que es casi siempre solemne, y tiene una vena dulce. Si encuentra hormigas en la mesa, no las mata. Está obsesionado con un documental de 2003 acerca del purasangre Seabuiscuit, que ve una y otra vez, haciéndole llorar ante sus invitados. Se sabe que canta American Pie a las almejas cuando las desbulla. Siempre revisa la cuenta en los restaurantes. Si cuenta una historia en que tiene que calcular una cantidad específica de años o números se pone a susurrarse los cálculos a sí mismo mientras pestañea y tira de su oreja con un dedo. Le gusta recitar poemas y leer en voz alta. Le gusta visitar cementerios. Mide los ingredientes de sus Martinis con precisión, incluyendo una gota ritual de Worcestershire. Es muy competitivo. En una época le gustaba ganarle al tenis al poeta Kenneth Koch, un jugador superior a él, y mantiene registros meticulosos de los partidos de fútbol de toques que jugó con sus amigos del mundo literario durante muchos años en Long Island. “Bien entrado en los cincuenta, todavía podía dejarlos atrás con dos palmos de narices”. Es reconocido entre sus amigos por su aplomo y su autocontrol. Siente inclinación hacia un modo de vida que puede que esté terminándose en el mundo. Para la cena de fin de año en Aspen, hace algunos años, hizo que todos se vistieran de esmoquin.

 

Una vez, Salter le dijo a su amigo cercano, el poeta y novelista William Benton, que una de las funciones del escritor es provocarle envidia al lector; envidia de la vida que el escritor lleva. Su vida y sus libros están llenos de buenos hoteles y comidas, mujeres cautivadoras y hombres singulares, amistades sofisticadas, momentos de reposo en un clima maravilloso. Los describe con serenidad, como un delantero estrella que no celebra marcar goles: se comporta como si todo eso ya lo hubiera vivido. También transmite su certeza de la futilidad de todo. Todo y todos serán olvidados. Uno termina de leer su obra preguntándose si debería haber vivido más, incluso a pesar del hecho de que, en sus obras, el vivir más, frecuentemente, lleva a la ruina.

 

 

 

Nick Paumgarten es un reportero de plantilla de The New Yorker y vive en la ciudad de Nueva York. Este artículo fue publicado el 15 de abril pasado en The New Yorker, donde también publicó en febrero de este año un reportaje sobre la crisis española titulado The hangover. La novela a la que se refiere Paumgarten, All that is, será publicada el año que viene en España por Salamandra (donde ya han aparecido Quemar los días y Juego y distracción) con traducción de Eduardo Jordá.

 

 

 

Traducción de Vanessa Pujol Pedroso, revisada por Inés Guerrero Congregado

 

English version

 

 

 

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