Ya ni recuerdo cuando fue la última vez que tomé un expreso nocturno. Tengo que pensarlo, tengo que coger aire y hundirme en recuerdos muy hondos. ¿Hace 20 años? Sí, por ahí andará. Puede que un poco menos. Creo que fue el tren Hotel Barcelona-Milán. O mejor dicho la vuelta de Milán a Barcelona, después de enlazar con el tren que de alta velocidad que venía de Florencia. Fue un viaje bastante cómodo, porque el tren hotel es bastante cómodo (siempre y cuando no intentes ducharte con el tren en marcha, claro…). Aquel fue, si no me equivoco, la última vez que salí de este país que durante muchos años ha sido mi cárcel. Era un nuevo tipo de viaje porque no iba con mis amigos sino con mi mujer, y no iba de albergue sino de hotel bueno. En aquel momento las cosas iban bien y mi límite podía ser Europa o podía ser el mundo. “¿Japón? Bueno, porqué no. Japón no está muy lejos”, sí, el límite lo ponía yo, no me lo imponía la vida.
Hablaremos de eso luego (o no, ya veremos). Lo que sí que recuerdo perfectamente bien, y en esto no tengo que hundirme muy hondo, bucear hasta que me falta el aire hacia los lodos del fondo del pantano, porque es un recuerdo que por muy antiguo que sea siempre sale a la superficie, nunca se hunde, siempre está ahí, brillando sobre las aguas oscuras a la luz de plata de la luna, es el recuerdo de la primera vez que vi cruzar un expreso nocturno. Eran las fiestas del pueblo, las fiestas del final del verano, y estaban tirando un castillo de fuegos artificiales en la explanada que había cerca de la iglesia. Eso era el final del pueblo, donde empiezan los campos y las colinas, y justo por ahí cruzaba la vía que iba a Madrid, con un terraplén bastante alto y largo. Fue una simple casualidad pero a mitad castillo, entre palmeras de colores que iluminaban la noche, aparecieron las luces de los vagones de pasajeros, de esos vagones antiguos que eran largos y tenían compartimentos, donde a veces dormía la gente apelotonada en asientos o a veces podía tener una pequeña litera en un espacio muy reducido y compartido con otras personas, casi siempre desconocidos. Fue una visión muy fugaz, porque el tren pasó a toda velocidad, pero es una imagen que conservo muy bien en la memoria, porque le pregunté a mi padre dónde iba ese tren y me dijo que era el expreso nocturno a Madrid, y que él lo había tomado muchas veces. Y eso abrió un horizonte infinito en mi vida, porque Madrid era algo mítico que no había visto nunca, y viajar por la noche (durante toda la noche) en un tren era algo que estaba muy por encima de mi vida de niño, una vida que solo tenía dos escenarios, el de la ciudad en invierno y del pueblo en verano, y ese era todo su universo. “Los del tren verán los fuegos artificiales y se preguntarán quién son los de ese pueblo que están en fiesta”, pensé, “lo mismo que yo miro el tren y me preguntó quién son los pasajeros de ese tren”. En ese momento comprendí que algún día yo mismo sería un pasajero de ese tren, y cruzaría la larga noche del final del verano, y de repente un hermoso estallido multicolor rompería la negrura del mundo; y me recordaría un día de mi infancia, y que todo llega y que todo pasa y que la belleza dura en segundo porque de pronto todo vuelve a estar negro y nosotros solo somos un punto de luz entre dos mundos desconocidos.
Y sí, luego, una noche, cuando ya iba con la mochila y con mis amigos por el mundo, entre unas montañas muy lejanas, en una noche de verano, un súbito estallido me descubrió unos tejados de un pueblo, y por unos segundos la ventana se llenó de la alegría y el color de un pueblo en fiestas, y eso, la confirmación de un deseo cumplido, me hizo reconciliarme con mi pasado. Hay pocos momentos en los que uno siente que está donde tiene que estar, y que la vida va cómo tiene que ir, y esos pocos momentos durante muchos años casi siempre ocurrían en los viajes. Porque los viajes eran la Vida de verdad, la Vida con mayúsculas, porque los viajes eran el oxigeno que me daba la vida para poder volver a meterme en la trinchera de los meses muertos, los meses podridos, los meses envenenados. Cada verano los trenes y los autobuses me llevaban más lejos que el verano anterior. Y así era cómo sentía que tenía que ser.
París, Bruselas, Portugal… Un año nos fuimos a Hungría. Nunca había cogido tantos trenes en mi vida. Y casi siempre eran trenes nocturnos, trenes baratos en los que a veces teníamos que dormir en el coche cafetería, porque no teníamos ni asiento en ningún compartimento. Si había suerte y podíamos estar solos, cerrábamos la puerta haciendo un nudo con las mangas de una camiseta, y convertíamos los asientos en improvisadas camas (en algunos trenes se podía hacer, en otros los asientos estaban fijos y no se podían abatir ni estirar). Así una madrugada me desperté en una estación, y descorrí la cortina y miré un momento por la ventana, y alguien intentó entrar pero no pudo, y alguien dijo “Viena», y eso solo significaba que el tren iba a seguir su camino, y que podíamos dormir un rato más. Porque la noche anterior, en una ciudad de los Alpes, había sido muy extraña. Y la noche anterior a la noche anterior, en un tren que salía de Venecia, había sido más extraña aún. De manera que uno dormía cuando podía y ya ni hacía caso a los carteles de las estaciones. Viena podía ser Ginebra o podía ser Roma. ¿Qué más daba dónde estuviéramos mientras quedara viaje por delante? Era importante no equivocarse de tren. Era importante no perderse por las aduanas. Era importante que el metro nos dejara en el andén a tiempo. Y todo lo demás era tan normal como excitante, tan lógico como sorprendente: nuevos amigos, curiosos personajes, muchas experiencias y muchas aventuras, y siempre un tren en una estación, y ninguna prisa por volver, ni ninguna prisa por llegar. ¿Se puede ser feliz durmiendo unas horas en el suelo de una estación? Pues sí. Yo lo he sido. Tan feliz que no piensas en la felicidad. Porque en la felicidad que tenías piensas luego, cuando pasan los años y ya no cruzas ninguna frontera. Cuando cada año tu celda se va haciendo más pequeña otra vez. Y te dicen que eso es la vida y tú sabes que la vida tenía paredes que se iban alejando, y ahora son paredes que se van acercando, y tú sabes que al final esas paredes te van a aplastar, y no acabas de entender cómo has acabado ahí, si hace tan poco el mundo no tenía límites, el límite lo ponías solo tú.
Curiosamente, así son las cosas, un día el mecanismo que mueve las paredes de la celda, se frena, y luego, lentamente, muy lentamente, se invierte su sentido, y las paredes comienzan a alejarse otra vez. Y tú asomas la cabeza y buscas con la mirada ese expreso nocturno que aún debería cruzar la noche, y que al hacerlo te debería rescatar de tu pasado para lanzarte a un futuro de nuevos viajes y nuevos aventuras. Pero no lo ves. No lo ves porque ya no hay expresos nocturnos. Poco a poco han ido desapareciendo todos. Ahora se viaja de otra manera, te ciega la luz y en dos parpadeos ya has llegado a tu destino. “Eso está bien”, te dicen. “Eso estará bien”, piensas tú. Eso estará bien en esta nueva vida, en la que cada hora cuenta y cada día que pasa es un día perdido, pero antes tenía días de sobra y horas de sobra, y sí, “malgasté” muchas horas y muchos días, y algunos los quemé en los vestíbulos de estaciones, en las noches de tren, de esos trenes expresos que cruzaban países y continentes, y no me arrepiento, qué va, las doy por ganadas, nunca por perdidas, es más, si me tengo que arrepentir de algo fue de todos los viajes que no llegué a hacer, porque luego la vida te echa el freno y te deja en cualquier rincón, y ya no hay más expresos nocturnos para ti. Pero eso tú entonces no lo sabes. Y cuando lo sabes ya solo puedes bucear muy muy hondo en los recuerdos, y rescatar todo lo que puedas del fondo del lodo, mientras aún tengas aire en los pulmones…