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El único dátil

 

Primer acto. Se levanta el telón. Piso decimotercero de un lujoso edificio de Achrafieh, el Beirut cristiano. Llamo al timbre. Una filipina ataviada con el uniforme de empleada doméstica abre tímidamente la puerta de servicio y pregunta quién soy. Ruido. Un hombre blanco elegantemente vestido aparece en la cocina y me echa un rápido vistazo. Al comprobar horrorizado que mi piel es blanca obliga a la filipina a cerrar la puerta con una mirada de odio. Hay que repetir la escena. A un europeo jamás se le hace entrar por la cocina. Uno no se pasa años de su vida años cobrando como intermediario en todo tipo de chanchullos turbios para que ahora la chacha venga a joderte la fiesta dando la bienvenida a las visitas por el sitio donde te dejan las hortalizas y la fruta.

 

Segundo acto. Sonido de pasos apresurados en el salón. La filipina abre la puerta con cara angustiada y me dirige hacia un amplísimo salón con vistas al Mediterráneo. El hombre se disculpa por la torpeza de su empleada, yo asiento comprensiva, hay chachas incluso más estúpidas que sus patrones libaneses.

 

Stephanie, cuarenta y muchos, recauchutada y puesta de botox hasta las trancas, se presenta en el moderno salón con ropa deportiva y una botella de agua. Como si viniera de ejercitar sus  preciosos músculos con la misma entrenadora de Madonna. Ella también, en uno de esos años en los que no tenía nada a lo que dedicarse, quiso aprender español. Quizá, si los actos benéficos, los viajes y las clases de zumba pueden permitirlo, un día lo retome. Me presenta a su hijo Eddie.

 

Eddie, salido de su habitación con el mismo entusiasmo con el que uno debe de ir al proctólogo por primera vez, saluda con cara de sobrado. Se ha disfrazado como los adolescentes pijos libaneses, orgulloso de su camiseta de Abercrombie, sus bermudas blancas y unas zapatillas Birkenstock que lo reafirman como un teenager de lo más cool.

 

A Eddie se lo rifan las chicas. Su mirada distraída, indiferente, como de lerdo alelado que ha pasado demasiadas horas chateando con el móvil, las vuelve locas. Su conversación es cautivadora, en cuatro meses apenas ha podido memorizar los pronombres personales en español. Admite en cierto modo ser un completo inútil pero, como a todos los paquetes incapaces de concentrarse más de media hora seguida frente a un libro, se le dan muy bien los deportes acuáticos. Así de moreno luce el chaval.

 

La madre, protectora, subnormal como todas las madres que creen haber parido un tesoro, señala que el niño tendrá ahora que aplicarse un poco si quiere aprobar. Yo estoy por aconsejarle que quite a Eddie del colegio y lo meta a director de inversiones en algún banco o a político. Seguro que la familia tiene enchufe suficiente para ello. Podría ser también periodista pero Eddie ni siquiera es capaz de leer en árabe. Me pregunto incluso si es capaz de leer algo que no sean mensajes de texto. Lo están educando a conciencia para convertirse en uno de esos meapilas que pisará el acelerador de su Ferrari en una recta beirutí llena de socavones y al que pronto habrá que medicar cuando compruebe que en Estados Unidos y Europa no es más que un moro de mierda. Por mucho que se llame Eddie.

 

La filipina número dos me sirve un expreso en una bandeja exquisita acompañado de un vaso de agua. Diviso incluso a una filipina número tres que recoge cosas en los dos mil metros cuadrados que rodean el sofá. Eddie me sorprende aún más, hasta le cuesta escribir correctamente el alfabeto latino a pesar de acudir a un colegio francés.

 

Masoquista, mi cabeza regresa al libro que leo estos días. Del hijo de Thomas Mann, Klaus, desconocido en gran medida pero con una prosa deliciosa, plagada de observaciones llenas de sensibilidad. En Hijo de este tiempo, Klaus Mann recuerda sus años de infancia y adolescencia, las historias que de pequeño le gustaba inventar, los libros leídos, los paseos con su hermana Erika por Munich, el tierno aburrimiento de los domingos, la vida de un niño que conocía a Beethoven, a Wagner, las vivencias en torno a la primera guerra mundial… Su padre, el premio Nobel, se cuela amedrentador a través de las líneas de un hijo con inquietudes literarias propias. Entre las anécdotas más llamativas cuenta como en una ocasión, sentados a la mesa, Thomas Mann dio a Erika, solo a ella, un dátil y explicó la “cruel arbitrariedad” de la siguiente manera:

 

Es bueno que os acostumbréis pronto a la injusticia…

 

Y desearía retroceder 100 años atrás. Vivir en un mundo que no he conocido, más afilado, menos algodonado, en el que nadie creciera creyendo en el derecho a que todo debe salir bien.

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