El problema de las analogías de la situación actual con las vísperas de la Guerra Civil, más allá del sustrato de los protagonistas, cuyas diferencias serían abismales, es que las pretensiones socialistas eran otras, de fondo. Y la estructura de aquella España agraria… en fin.
Las analogías, si las buscáramos, radican en el desprecio a las formas/procedimientos democráticos. Un desprecio que conduce del sectarismo al totalismo, a una voluntad política (reducida a voluntad de la mayoría) empozoñando y dificultando las funciones de los otros dos poderes y colonizando sin cortapisas las distintas esferas de nuestra acción (tanto da si hablamos de la esfera privada, de nuestra vida cotidiana cuya libertad de acción queda delineada -posibilitada- por los derechos civiles más básicos, como de la que compete a las decisiones económicas más complejas), provocando la reacción resentida de los excluidos y, a partir de aquí, contrarreaciones y a saber cuántas acciones y abominables cursos de acción más.
Para evitar emboscarnos en algo semejante a los prolegómenos de aquella guerra, el Valle de los Caídos (pongamos, si quieren, nuestro Auschwitz, «nuestra vergüenza», que diría Habermas) podría constituirse en el referente de nuestra, con perdón, memoria colectiva si lo pensáramos como punto de inflexión de nuestra historia fratricida, el punto donde la historia pasa a ser magistra vitae, donde el pasado no sólo queda detrás nuestro, reproduciendo tradición y vano ‘sentido común’; en suma, podríamos -intencionalmente- ponernos frente a nuestro pasado y conceptuar el Valle como el símbolo de un curso histórico que dio un nauseabundo precipitado, que fue nuestro gran error histórico. Los alemanes, Habermas a la cabeza, lo hicieron con un pasado de nacionalismo étnico.
Mirar así, reflexivamente, al pasado nos podría servir para hacer una proyección (una anticipación del futuro) canónica que nos guíe en nuestra prudente intención colectiva -política- de no repetir el infortunio. Bien, pues dicha conceptualización del Valle nunca debe señalar simplemente a un nacionalismo español que, a diferencia del alemán (y en menor medida del italiano), no se vino cociendo rampantemente desde el XIX, con algo similar a la germanística, ni con esencias románticas felizmente divulgadas y arraigadas. Porque España no se constituyó «from nation-to State». Básicamente porque ya era Estado. Y del «from State to nation», poquito. Nuestra historia, plagada de guerras civiles, es otra. Nuestros errores, distintos.
Si la historia nos debe enseñar algo no será en primer lugar, ni por asomo, a recelar del nacionalismo étnico y a abrazar un patriotismo constitucional, es decir, una conciliación entre democracia pluralista e identidad política. Esto valió para Alemania, aunque durante 30 años no lo asumieron y cuando se enfrentaron al asunto la mayoría lo quiso obviar. Y valdría, claro, para Euskadi, cuna del nacionalismo étnico en España (pero ahí les hemos dejado hacer, con beneplácito socialista, una memoria con la que el Gobierno vasco ha buscado blanquear a sus hijos abertzales, retrotrayéndose a los 60 para poder mezclar al gusto del chef vasco a las víctimas de ETA con la del franquismo y así diluir el significado político de ambas y la responsabilidad de la sociedad -en España, cuando se pudo votar, se votó en masa al PC; en Euskadi caían las muertes del bando constitucionalista que representaban ahí más que nunca PP-PSOE, pero se votaba PNV porque sólo encaminando los fines que alumbraron la violencia pensaban ellos solucionar el problema-); y valdría también hoy para Cataluña (pero IcETA -Aka, condenador de todas las violencias, vengan de donde vengan- encuentra que Torra es un tipo entrañable).
Si acaso es por extensión de estas dos anomalías, cada vez más extendidas hacia otras regiones, por lo que valdría para España la necesidad de repensar nuestro patriotismo constitucional. Quizás escaso «patriotismo», seguro que no por exceso de «constitucional» (no digamos ya de «nacional»). Pero faltará algo más.
Hay otra memoria que nos sería más útil (desgraciadamente, frente al fervor del memorial, la historia poco nos importa y, para colmo, sustraemos la periodización histórica al foro público, como si cuestión tan política fuera mera ciencia, o como si la ciencia histórica no tuviera que exponerse a la crítica y a la revisión: por ejemplo, ¿se han divulgado convenientemente los sucesos del 34 en el contexto de nuestra guerra o todo comenzó indefectiblemente en el 36?). Decía que, lo que más valdría para nosotros (una lección que la Alemania de la gran coalición -y casi toda Europa- conoce algo mejor) es aprender a aceptar la democracia como procedimiento, como régimen pluralista que del pluralismo pretende extraer las mejores y más justas decisiones (dimensión epistémica) o, al menos, las más legitimadas, las que por haber podido ser participadas por todos y aceptadas por una mayoría (y poder ser revisadas mañana por la hodierna minoría), traerán la paz social. Verbigracia, deberíamos aprender a dejar de satanizar al otro (el PP es, para el PSOE, un doberman, la vuelta del fascismo, desde aquel vídeo promocional del 96, que entonces debió prohibirse), rebajar las malditas guerras culturales que no hablan de repartir recursos y sólo encienden a propios contra extraños, no crear frentes populares sin mayor programa/fines políticos que desenterrar a Franco y pasarle la mano por el lomo al nacionalismo que amenaza con arrebatarnos recursos comunes (el mercado de trabajo catalán, el puerto o el suelo barcelonés, muchas de nuestras empresas más productivas, etc.), no abusar del decretazo y, sobre todo, aceptar que el demos/pueblo soberano que debe canalizar su voluntad política mediante esos procedimientos (y respecto a los ámbitos competenciales constitucionalmente previstos, so pena de fagocitar las instituciones contramayoritarias que deben garantizar el proceso de reflexión social, es decir, la democracia) es indisoluble, legítimamente indisoluble, siempre y cuando los sucesivos gobiernos se sometan a la ley común y traten, gracias a ella, por igual a todos los españoles. No obstante, esto es algo que empiezan a dejar de hacer por ofrecer tratos inicuos, privilegios, a distintas identidades colectivas (sobre todo, pero no sólo, al nacionalismo), pisoteando el principio republicano, que debería guiarlos, que identifica la ilbertad con la no-dominación.
El empeño por que nuestro aprendizaje de la Historia consista simplemente en recelar del nacionalismo español (¿es concebible sentimiento nacional más aletargado frente a lo que estamos soportando? ¿es nacionalista español un pueblo que sigue votando y apoyando demoscópicamente a un Gobierno como el de Sánchez, sustentado en todo el espectro nacionalista del país?) es algo que, sin duda, tributa suculentos frutos electorales tanto a los nacionalistas realmente existentes, que son precisamente los antiespañoles (cuyos procesos de construcción nacional, es decir ataques a la ley y a la igualdad política, tienen bula papal), como a los que se pretenden a la izquierda sin perder la compostura. Les da a éstos muchos réditos, sobre todo, tras conseguir que los voceros y esos inanes del «mundo de la cultura» (cantantes, actores y futbolistas…) asocien al nacionalismo español (a Franco) con el PP… y ahora con Ciudadanos. Pero pregúntenle a Sánchez, sin ir más lejos, qué política migratoria está pactando con Merkel -por volver cínicamente, no puede ser sino cínicamente, hacia esas guerras culturales que tanto gustan pero que tan escasamente ayudan a la reflexión política por lo poco que revelan acerca de las condiciones sistémicas que se imponen a nuestras maltrechas democracias… Se impondrá el idealismo (irreflexivo, si valiese el oxímoron), ese germen de todo fascismo. Nadie se cuestionará las miserias de los suyos para no sufrir desgarro en su identidad de voto. Así, sin pudor pero mirando hacia otro lado, los sectarios seguirán avivando el mito de la extrema derecha, aislando facciosamente a sus conciudadanos en el rincón del oprobio.
Hasta aquí ha llegado la ignominia -ésta sí, directamente relacionada con nuestra vergüenza– propalada sin pudor por los medios más prestigiosos y poderosos durante décadas de democracia. Divulgación debida a una pura cuestión electoral, absolutamente miope, que se ven incapaces (si es que lo quisieran, que lo dudo) de revertir. Porque no tienen poder para enarbolar otro programa/discurso sin dejar de ser creíbles (para sus talegones y talegonas, para los y las que han adquirido bajo la férula discursiva socialista su no menos ridícula que inamovible identidad de voto) o sin que les coma Podemos la tostada. Y la mantendrán y no la enmendarán. Y saben, porque deben saberlo, que nos conducen al precipicio mientras nos tachan de exagerados o exaltados para que nadie les pida cuentas por el suicidio colectivo al que nos abocan; y saben, y lo saben de sobra, que en el fondo son unos miserables a sueldo. Los que dirigen el timón y los que no se plantan.
Lo que pretenden hacer con el Valle de los Caídos, no nos engañemos, es convertirlo en el gran lazo amarillo marca PSOE. El lazo con el que ahogar al adversario (ya enemigo, puesto que es más adverso que los declarados enemigos del Estado) y con el que ahondar en la exclusión social de la derecha, crucificándola en lo alto del monte, a ojos de todos, asegurándose de que su voto no se revelará en vano. Miseria del pepero. Sin embargo, lo que ese Valle (del que sobra Franco, sin duda, pero buscando las mayorías y usando los procedimientos adecuados si es que el papel crítico y emancipador de la memoria les importara algo) debe representar no puede ser sino el recuerdo del horror al que conduce el sectarismo, la apropiación sustantiva (opuesta a la versión procedimental) de la democracia, el frentismo, la falta de neutralidad administrativa, la patrimonialización, una vez alcanzado el poder, del suelo público (esos lazos, cruces, carteles y ‘non gratos’…) y de la esfera pública.
Si se mirara bien en el Valle, hoy el PSOE se vería mucho más a sí mismo que al PP. Y desde luego vería con qué clase de energúmenos se ha aliado. Mañana no sé qué se verá. Piénsenlo un poco. Y piénsenlo desde la izquierda.