El Mundaneum fue un proyecto ideado en 1910 por los belgas Paul Otlet y Henri LaFontaine con la intención de compilar todo el saber humano en fichas de papel. El archivo iba a formar parte de una gran ciudad mundial del conocimiento que Le Corbusier estaba diseñando en Europa. A lo largo de casi tres décadas se llegaron a crear y catalogar más de doce millones de fichas con información procedente de libros y periódicos, ordenadas según un sistema que llamaron Clasificación Decimal Universal. Se ofreció además un servicio de pago para consultar el archivo desde todo el mundo mediante correo y telégrafo (hubo unas 1.500 solicitudes anuales). La segunda guerra mundial y la muerte de Otlet en 1944 acabaron con esta suerte de proto-Google de papel, pero todo lo que ha quedado de tan fantástica aventura puede visitarse hoy en un museo de la ciudad belga de Mons.
La deliciosa foto que abre este post no deja dudas sobre el funcionamiento del sistema pero, contemplándola, uno siente curiosidad por saber cómo se contestarían las consultas, sobre todo las que no tenían respuesta. El Mundaneum, como el Atlas Mnemosyne, son proyectos de vocación totalizadora pero instrumentación casi doméstica, territorios de información que se imaginaban objetivos y globales, pero que estaban sujetos al componente incierto, borroso, orgánico, lánguido, del factor humano.
Hoy la gestión de la información se resuelve entre máquinas. El llamado internet de las cosas deja poco sitio al limitado, lento y caduco humano, un ingenio a baja resolución que no puede competir con la obscena objetividad full HD de las máquinas digitales. Necesitamos saberlo todo, mostrarlo todo, mirarlo todo (terrible pieza de Jon Lee Anderson en El Puercoespín), nada puede quedar oculto al panóptico de la Red, toda búsqueda debe tener una respuesta (nítida, inmediata y exactamente la que queremos), no queda sitio para dudas y brumas.
El pasado fin de semana Fabrice Murgia y el Teatro Nacional de Bruselas presentaron en Madrid Exils, un hipnótico espectáculo sobre el exilio y la invisibilidad, sobre el progresivo desvanecimiento del inmigrante en la fría claridad de quien le ignora. Con la sala invadida por una niebla ligera, casi imperceptible, una pared —la cuarta— de gasa semitransparente y una compleja tecnología audiovisual, Murgia sobrecogió a través de la indefinición. Paradójicamente, un velo puede actuar como lupa. Al difuminar todo detalle, amplifica la desolación de la historia. Es la ensoñación desfigurada la que nos muestra la cruda verdad.
En nuestros días, tanta resolución, tanta nitidez, tanta facilidad de información, quizás nos esté acostumbrando a no extrañarnos por nada, a darlo todo por hecho. Siempre, en cualquier lugar y a cualquier tamaño, habrá una pantalla que finja una respuesta. Todo parece evidente, objetivo, fundacional, todo tiene una existencia previa al otro lado del monitor. ¿Qué lugar dejamos para el reverso de las cosas, para aquello que no sabemos que deseamos?
Ayer leí que hay una tribu en África donde la edad de un niño se mide, no desde su nacimiento o concepción, sino desde el momento en que su madre piensa por primera vez en la idea de tenerlo. La historia es más larga. Aunque probablemente no sea cierta, a mí me viene ni que pintada para acabar este post. Por si les interesa saber cómo sigue, les dejo el enlace.
«Exils», de Fabrice Murgia y el Teatro Nacional de Bruselas.