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El vendedor de seguros (y los compradores de aberraciones)

 

 

Al recibir la noticia del suicidio de Goebbels, el escritor —y oficial del ejército alemán— Ernst Jünger consignó en su diario unas anotaciones que, como suele decirse, carecen de desperdicio. Era la primavera del ya lejano 1945, el día 7 de mayo para ser exactos, pero lo cierto es que da la impresión de no haber transcurrido, por lo que respecta a la actualidad de lo que escribe, ni un solo día desde entonces.

 

 

El tema de fondo de esa entrada de sus renombrados diarios no es otro que la propaganda y la seducción publicitaria en relación con la ideología, cuestión, crucial donde las haya, en la que el esmirriado y sarmentoso doctor Goebbels de los ojillos de hurón, como es de sobras conocido, sentó cátedra en muchos aspectos cuya pervivencia, si fuéramos algo avisados, no podría menos de causarnos asombro, cuando no sonrojo y alarma, aunque no fuese más que por ver de qué raza le viene al galgo.

 

 

A raíz de la noticia de su envenenamiento, Jünger recuerda fundamentalmente el día en que, poco después de que Goebbels recalase ya en Berlín, al comienzo por lo tanto de la cosa, acudió a Spandau, a regañadientes según él, en compañía de un amigo para escucharle durante un mitin público, a partir del cual hila sus sustanciosas consideraciones. Instructivo es la palabra que usa para describir lo que allí presenció; e instructivo es también la palabra que mejor designaría lo que podría ser para nosotros la atenta lectura de cuanto Jünger dejó razonado en su diario. Pero no caerá esa breva pedagógica.

 

 

Lo que más le chocó fue el modo en el que la multitud, compuesta todavía por entonces en parte por “comunistas”, estaba entregada al agitador nacionalsocialista, su habilidad para mover los ánimos y sacudir furiosamente las pasiones. Algo nunca visto hasta entonces, confiesa. Y tras consignar el impacto que aquello le produjo, se detiene a intentar explicárselo por medio de ese método tan sencillo que consiste en describir detalle a detalle lo que uno tiene ante sus ojos. Claro que para ello debe tener uno ojos.

 

 

Su voz, su indumentaria, su actitud, el lenguaje utilizado, dice, no eran los de los grandes tribunos de hasta entonces y, sin embargo, su eficacia era extraordinaria. Estaba vestido con esmero, es cierto, pero nada a lo que no pudiera llegar con algún esfuerzo el común de sus oyentes, o bien “el hermano que ha estudiado”, y su voz, lejos de ser agresiva y grosera,  estaba modulada con finura, sutilmente disciplinada. La ponderación del timbre y la actitud quería dar a entender además que cuanto decía descansaba en denodados esfuerzos de comprensión y minuciosos estudios, y las imágenes que utilizaba, realmente superficiales, en ningún caso rozaban nada que no pudiese entender el público al que se dirigía; todo un poco por encima de su nivel, pero sin que nunca sobrepasase su capacidad de comprensión.

 

 

A cualquiera, por poco que se esfuerce, le puede sonar hoy una descripción semejante y cada cual hará sus asociaciones. A Jünger no, a Jünger lo que le llamó justamente la atención es que, a lo que más se parecía, no era a un orador de viejo cuño ni a un tribuno de los de entonces o de los de antes, sino, literalmente, a un vendedor de seguros, y que su voz era la de los publicitarios, la de “las máquinas de vender”, es decir, la voz de los marrulleros, de los que te enredan y te engatusan dejándote luego colgado con “pagos interminables.” Se había producido una modificación colosal que consistía en que la propaganda política había asumido las técnicas de la reciente publicidad, con todo su juego de engaños, guiños y triquiñuelas, y pagos pendientes. En seguida, afirma Jünger, los comunistas trataron de imitarle, y después, podría añadir hoy cualquiera, fueron ya todos los demás. Se había dado un gigantesco paso adelante en las técnicas de comunicación política.

 

 

¿Y en los contenidos? También se había dado un paso gigantesco, pero hacia atrás. No hacia la segunda mitad del siglo XX, sino hacia pleno siglo XIX. Desde el punto de vista ideológico —describe Jünger—, no emergían sino lugares comunes del siglo XIX, a veces retocados de forma nueva y a veces ni eso, sino simplemente retrotraídos a su origen.

 

 

Una aberración, una aberración propiamente dicha podemos decir, un discurso monstruoso con una pata estiradísima hacia delante y la otra, igual de estirada, pero hacia atrás; con una forma comunicativa habilísima que hacía suyas las más modernas técnicas de seducción, y un contenido por contra retrógrado y grosero, de someros afeites y pujos originarios. Ese artefacto aberrante, ese engendro contra natura de las dos patas descoyuntadas facultaba sin embargo, en su grotesca deformidad, en su desencajamiento de forma y contenido y su dislocación de futuro y pasado, de modernidad y presunta originariedad, para la más halagüeña manipulación de los sentimientos y las pasiones más elementales, para que salieran a la palestra las más habilidosas capacidades de mover los ánimos y sacudir furiosamente las pasiones. En el fondo, concluye Jünger, no importaba tanto aquello que dijese en realidad el avispado hombrecillo; “a veces me daba la impresión de que, como un maestro de capilla, dirigía el coro con leves gestos de la mano.”

 

 

Aquel engendro discursivo, unido a la construcción de una aparato colosal, trajo aparejada la destrucción de Europa y la muerte de millones y millones deseres humanos. Pero la derrota de ese aparato nacional no ha traído consigo la erradicación de sus formas aberrantes ni el descrédito de sus modos de construcción de los relatos. El uso de las más modernas técnicas de comunicación para ganar elecciones, de los modos más sofisticados (que a veces se unen también a los más groseros e ilícitos) para mover los ánimos y soliviantar las pasiones, el odio, el resentimiento, la envidia, van de nuevo a menudo (en España conforman con creciente alarma desde hace tiempo nuestra actualidad política) aberrantemente del brazo con una vuelta a contenidos decimonónicos, románticos, esotéricos, elementales, a orígenes e historias (e historietas) nacionales o sociales periclitados o improbables, a contenidos en el fondo intercambiables o prescindibles cuando no incomprensiblemente insensatos porque un puñado de hombrecillos, mezcla de vendedores de seguros o de detergentes y de maestros del coro, tiene ya cautiva y en un puño a un parte suficiente de la población, rea de cuanto les quieran decir y obediente al más leve gesto de su mano.

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