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El veraneo de los objetos o Los viajes interiores

 

Este verano que me he quedado sin viaje de vacaciones, las que sí han viajado han sido las cosas de mi casa, que se lo andan pasando en grande estos dos últimos meses, siendo llevadas en brazos, de un cuarto a otro de la casa, con la misma ilusión que si realizaran un viaje transoceánico. Falta les hacía a las pobres cambiar de aires, y acicalarse en el camino, y deshacerse de malas compañías, puestas por fin en la puerta de la calle. Al fin y al cabo se hace más llevadero convivir con objetos desestresados, que con cacharros insatisfechos.

 

La causa de mi sedentarismo y la del traslado del atrezo doméstico ha sido la misma: la restauración de la fachada del inmueble donde habitamos. El asunto no resulta baladí o arbitrario, si atendemos a la contundencia del breve comunicado que recibimos de nuestros caseros: “Los vecinos deberán dejar vacías completamente sus terrazas durante los próximos meses de Julio, Agosto y Septiembre”. Tres meses de restauración de fachadas, todo un verano.

 

Si se tiene en cuenta que algunos de nuestros jardines colgantes llegan a alcanzar los 8 metros de ancho, por un metro y medio de fondo, puede deducirse que la cantidad de objetos y plantas que han podido reunirse en ese espacio, durante los últimos veinte años, puede llegar a ser más que considerable.

 

Tras el infarto sufrido por Faba hace ya más de un lustro, se despertó en él una natural simpatía por las piedras. Morirse no es más que eso: autolapidarse. Un infarto es una pesada losa de mármol que oprime tu pecho, pero desde el interior del cuerpo. Que se sepa, las piedras no tienen circulación sanguínea interna; eso debe pasarle al cuerpo de un moribundo: que se está petrificando.

 

Después de experiencia tan límite, comenzó Faba a considerar hermanas a las piedras, y llenó su terraza no sólo con todas las que encontraba por calles, campos y parques, sino con aquellas otras que le traían sus amigos de los países que pisaban en sus viajes. Piedras del Mar Caribe, recogidas en el malecón de La Habana; piedras rojas africanas fundidas como la lava, piedras de San Petersburgo, El Cairo o Thailandia. Arenas del desierto de Gobi, lascas y simientes de la Acrópolis ateniense, algas petrificadas de la Costa de la Muerte, y hasta dos grandes pedruscos con manchas ferruginosas, recolectados en las ruinas del mismísimo cortijo de los Campos de Níjar, donde se perpetraron los trágicos hechos, que inspiraron a Lorca la escritura de Bodas de sangre.

 

Además de este lapidario natural tan viajado, se encontraban las losas de la mesa de mármol blanco, y las que habían estado cubriendo los radiadores de la casa, antes de ser jubiladas. Largas tiras de mármol rosa, (que formaron parte de las repisas de algún bar del barrio), se estiraban junto a un pequeño escuadrón de losas de granito, que se habían subido a su casa, cuando estaban empedrando la plaza y las calles cercanas; fue la voz de la piedra quien las reclamara. 

 

De entre todas ellas, destacaba la lápida bautismal del mismísimo Francisco de Quevedo, rescatada de un contenedor de la calle Arenal de Madrid, donde la habían depositado -boca abajo- los santos padres, o el nuevo párroco de la centenaria parroquia de San Ginés por aquel entonces. Más que una terraza jardín, la de Faba era una cantera clandestina en una sexta planta. Entre todas las piedras, y exclusivamente como invitadas, crecían las plantas.

 

En los primeros tiempos de residencia en su elevada Quinta de Santiago, Faba bautizó a su terraza como Huerta del Retiro, gracias a los dos azulejos de cuerda seca granadina, que lucieron en su día en la mismísima Vega de Granada, (y que también recuperara Faba -en sus tiempos de universitario granadino- antes de ser demolida la entrada a aquel solar, donde iba a construirse una torre de 12 plantas), y que presidían el muro principal de la terraza.

 

Tras su amago de muerte primera, y su reciente afición no sólo al coleccionismo de piedras, si no a la iniciación en su conocimiento a través de la convivencia, decidió Faba cambiar el nombre a su huerta metafórica, y renombrarla como Ryoanjiziví, en honor al templo budista de Kyoto, con el Jardín Seco más famoso del mundo, el de Ryo-an-ji, o dragón sereno en el templo. Si los jardines minerales japoneses despiertan en sus visitantes la nostalgia de una belleza que no es de este mundo, la petroglífica terraza colgante de Faba se recicló en un santuario doméstico, visitado y habitado por las aves y los pájaros urbanos, y quién sabe cuantos más espíritus del aire.

 

En una ocasión tuvo la oportunidad de contemplar en su terraza, a un mirlo zampándose deleitosamente los rojos madroños de una rama quebrada del árbol, (que igualmente había rescatado Faba del suelo de la calle Mayor para su terraza), bajo la luz miel de un frío atardecer de noviembre. La imagen del mirlo con su pico abierto, sosteniendo la bola encarnada del madroño, podía haber formado parte de un sensual jardín pintado por Fray Angélico.

 

Sin contar con los faroles romanos de latón, la campana de barco de cobre, el soplillo de azufrar de Palencia, las jaulas para grillos atenienses, los siete candiles de Estambul, el Shiva danzante, la Virgen del Carmen de yeso, el gran Buda blanco, el dios pájaro antropomórfico, o la misa de demonios de barro de México, las plantas también convivían con los numerosos esmaltes cerámicos que colgaban de las paredes, y las conchas y caracolas que reposaban junto a las fuentes.

 

Plantadas en sendas jardineras de terracota roja, dos viejas y altas adelfas proyectaban sombras de palmera sobre el suelo de la terraza. Por un silvestre emparrado trepaban enredaderas de campanillas malvas y pasionarias, plantadas en papeleras de cinc que lo fueron de la barra de un bar de Montera; y en latas del mismo material, donde se habían guardado patatas fritas en un puesto del Mercado de la Cebada.

 

En un balde metálico -procedente de una hojalatería de la Plaza Mayor- crecía y se derramaba el diente de león, enviado a Faba por una amiga florista de Siena, que lo había recolectado en las islas Eólicas, vecinas a la costa siciliana. La pasada primavera dieron su primera cosecha de flor de cuchillo violeta. Y a parte de unas heredadas diefembaquias, que se pasaban casi todo el año en el interior de la vivienda, las plantas de la terraza se reducían a pitas, chumberas, cactus y plantas crasas, que no por ascéticas dejaban de sorprender a Faba con espectaculares floraciones, entre campana de cala y perfil estrellado de dalia.

 

Pues todo este padrón e inventario de habitantes de la terraza de Faba, ha sido el único que ha viajado este verano en esta casa. Todos andan revueltos como locos, pues se han dirigido a diferentes destinos, y por primera vez en estas décadas de convivencia, están pudiendo pasar una temporada separados.

 

Las más felices son las plantas que han salido al amplio rellano de la escalera, iluminado por cuatro grandes ventanales, donde se abren las puertas de otras seis viviendas. La luz está garantizada, pero no el impacto directo del sol sobre sus hojas y ramas. Las adelfas han tornado sus flores fucsias en blancas, anémicas de clorofila, exquisitas como una marquesita tuberculosa, que podría haber sido pintada por el mismísimo Goya. El tronco de Brasil -más alto ya que un ser humano- ha respirado feliz en tan amplio espacio, ufano como si presidiera un vestíbulo de Banco. Por último hay que añadir que todas ellas están fascinadas por el trasiego de rostros nuevos. El desfile constante de albañiles, carteros, porteros de guardia, cobradores del ayuntamiento, fámulas del vecindario y los habitantes de las otras casas, tienen entretenidísimas a las plantas.

 

El resto de macetas ha conquistado la terracilla interior de la casa -trasera de la cocina- que se ha limpiado para recibirlas, y que se ha llenado de finas cañas de bambú para que trepen las campanillas y la pasionaria. El suelo se ha cubierto de pequeñas tiras de granito, y piedras que surgen de los tiestos. Y para que no estén solas, se ha ido a vivir con ellas su hermano el canario tordo, que canta como un gallito desesperado desde el alba. Se ha convertido en el hilo musical del otrora tristón y galdosiano ojo de patio.

 

Las piedras han desfilado montadas sobre carros por el interior de la casa, como si fueran Santos o Reinas de la belleza, paseadas en procesión por todo lo alto. Los zócalos de azulejos han desembocado en el cuarto de baño, que se ha convertido en un paraíso tropical con tanta explosión de colorido alhambrino. ¡Consuela tanto al alma humana empapada, pisar piedra seca tras haber pasado por el agua! Aunque la más feliz de todas es la lápida de Quevedo, que está pasando su primer veraneo -tumbada en el suelo- tras cuatro centurias de haber estado colgada en los muros de una iglesia templaria.

 

Acumular tantos objetos -por muy extravagante o atractivo que resulte- es una pesada tarea en tiempos de traslado. Hay veranos que son de mudanza sin salir de casa, como hay viajes que se realizan sin traspasar el umbral de nuestras viviendas. Son viajes interiores, por supuesto, pero no por ello resultan menos apasionantes. Nos dan la oportunidad de reconocernos en cada uno de estos viejos objetos, que teníamos arramblados y olvidados a la intemperie, en la cara oculta de nuestra memoria.

 

Poseer es conocer y convivir, mirar y tocar, cuidar y recibir. Un desaforado afán consumista del viaje, devuelve a los intrépidos veraneantes a sus casas, necesitados de unas nuevas vacaciones para descansar del agotamiento físico, mental y emocional de sus largos trayectos y trashumancias, cada vez más lejanas. Como si a mayor distancia viajada, más gozosa tuviera que resultar la experiencia. Atrevámonos a viajar por el paisaje interior de nuestro cerebro, sin salir de casa. Pueden resultar unas vacaciones igualmente sorprendentes. ¿O, no es acaso el arte, un gran viaje interior de la mente en torno a ciertos materiales?

 

 

 

 

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