«Tarde de verano: tarde de verano; para mí siempre han sido las dos palabras más bellas del idioma inglés», escribía Henry James. El verano era una aventura cada día: días enteros en bikini en casa de las amigas, a toda velocidad sobre las dos ruedas de la BH de mis hermanos cuando tocaba reponer víveres. La piel blanca por la sal aún pegada oliendo a mar. Amanecer descalza oliendo a hierba recién cortada y a siesta con el Tour de Francia de fondo. Y a cítricos. Limón. Mi infancia, el territorio de la felicidad infantil, estaba en los caballitos de mar del Mar Menor. Tomar baños de sol en sus Balnearios y el crujido de los tablones de madera al pasar. Madrugar para acompañar al jefe de la casa a comprar pescado a la Lonja. Los granizados de limón con mis hermanos. El recuerdo del olor a sal por la ventanilla a medida que el coche de mi padre se iba acercando al mar. El recuerdo de momentos maravillosos rodeada de mis familiares, muchos de ellos ya desaparecidos y el recuerdo de unas vacaciones laaaaargas y llenas de risas. Vida en estado puro. Y las noches llenas de verano contando historias. Diversiones tan artesanales que nos las teníamos que fabricar nosotros, como irnos por la noche al embarcadero toda la pandilla, «a ver, decidme una palabra» e inventar una historia. Allí, tumbados boca arriba, mirando las estrellas mientras yo me paseaba entre frases empezando a narrar. Me imagino que serían historias lamentables… pero ya decía Cheever: «Un cuento o un relato es aquello que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras esperas a que te saquen una muela».
Qué fácil es ahora olvidar lo efervescentes y eternos que nos sentíamos todos. Hoy, con melancólica incertidumbre, compruebo que los días siguen pesando. Mis cervicales y mi espalda dan fe. Cuando todo se nos vestía de desaliento, cerraba los ojos con la esperanza rabiosa de pasear de nuevo por las calles de mi vida, aunque antes maldijera cada atasco. Volver a la frutería de mi barrio. Llamar a P. desde Chamberí al terminar una entrevista y preguntarle «¿por dónde paras?» y de paso que bajase a tomar algo conmigo. Y arrepentirme porque dejé pasar, otra vez por horarios imposibles, un estreno en el Teatro Real. Una comprueba que el tiempo huye irreparablemente, como decía Virgilio. Cuando aún no tenemos muy claro que pasará, sí sabemos ahora que muchas cosas pueden esperar pero la vida, no. Y vuelve el deseo de encontrarme con la gente a la que quiero. Porque «de qué sirve el calor del verano, sin el frío del invierno para darle dulzura», apuntaba John Steinbeck en Viajes con Charley: en busca de Estados Unidos.
En esta España nuestra que nos duele constantemente sobrevuela algo de optimismo y ya deja una puerta abierta a la esperanza. Hacia un paisaje distinto que nos muestra que la vida sigue. Avanzo. Intento. Sigo abriendo ventanas y sigo dejando salir ese olor a nostalgia y tristeza que este confinamiento nos ha dejado impregnado en la piel… y en la memoria. Porque, estad seguros, conoceremos gente nueva, llegarán amistades y de nuevo nos enamoraremos. Porque estamos a cinco minutos de que llegue el verano, donde el tiempo parece que te regala una prórroga y se funde como aquellos relojes de Dalí. Se rebajan las obligaciones. Las prisas tornan intrascendentes. Y las conversaciones alrededor de un vino se alargan como si el universo pactara contigo un espacio de respiro en el tiempo, donde habita el deseo de que ocurra algo especial. Y así, «con la luz del sol y las grandes ráfagas de hojas que crecen en los árboles, así como las cosas progresan en las películas rápidas, tuve esa convicción familiar de que la vida comenzaba de nuevo con el verano», leía en El gran Gatsby. Porque con la apertura de sus museos, Madrid huele a Velázquez. Y a Goya. Y volveré a la costa a entregarme a las gambas y el caldero de Lo Pagan y al arroz perlines en Cabo de Palos. Y volveré a Huelva donde comí el mejor salmorejo que he probado nunca, en un restaurante de El Rompido. Y cuando el bolsillo se reponga volveré a Kaspia, en Place Madeleine, en París; o a Rubaiyat, en Madrid, y a Hertford St., en Londres. Porque cuando ya estamos al límite de falsas promesas y falsas expectativas toca poner de fondo a Springsteen y Waiting for a sunny day; a Bob Dylan y Like a RollingStone; The Fratellis con Whistle for the choir o a Passenger y Let her go… sin olvidar en la maleta Informe al Greco, de Nicos Casandsakis (Cátedra).
Verano tan distinto. Tan imprevisto. Ahora sí, toca priorizar. Lo que antes te reclamaban en el trabajo «para ayer» se ha reordenado, al menos en nuestra cabeza, y toca buscar plan B. Y equivocarte. Y atreverte a pulsar la tecla correcta. Y meditar sobre de dónde vienes y dónde vas. En el dossier de la última exposición de Calder, en el Centro Botín de Santander, leías un apunte del artista: «Sueño cosas que, seguramente, ya no podrán ser». Y, precisamente, su mujer explicaba en una entrevista que se casó con él porque sabía que sólo Calder iba a hacer que su vida mereciera la pena. Eso sí es saber priorizar. De pronto, me impresionan y me emocionan más cosas que antes, y lloro. No lo puedo evitar. Ni quiero. Así tengo la sensación de que aún sigo viva. Porque por mucho que nos quieran fastidiar la existencia, una cena entre amigos o los besos robados al aire. Y las risas. Haremos lo de siempre, «porque el verano seguirá teniendo sus moscas como siempre», decía Emerson.