El universo adulto, crecer, la manida maduración es un tema complejo que posiblemente requeriría un curso superior. Cuando Epicuro dice algo así como «Al partir, el humano debe ser otra vez como un recién nacido» está expresando una verdad rotunda, aunque a los occidentales nos cueste.
¿Qué sabían los griegos que nosotros hemos olvidado? En el fondo, no vamos a ningún lado más que a completar un círculo, el de una singularidad que a la fuerza, por no tener equivalencia externa, sólo puede medirse con la muerte, ha de ser mortal. «Llega a ser lo que ya eres», insisten Píndaro, los estoicos y Nietzsche. Esto significa, se crea o no en el destino, que no hay forma de escapar al origen, pues éste permanece enterrado, lo queramos o no, como una meta irrebasable. Lo cual también quiere decir que la infancia (verdad que recoge en su estilo intrincado el psicoanálisis) no es una etapa cronológica más, que se pueda dejar atrás, sino una sombra que siempre nos acompaña. Incluso, a veces, una sombra que se adelanta al cuerpo y nos puede servir de guía, de sherpa o de anfitrión.
Lo que mamamos en la infancia nunca nos dejará. Más vale tomar esto como una promesa, antes que una amenaza. Más vale hacerse a la idea de que la infancia (si se quiere, la adolescencia) no es una edad más, sino la crisis de toda edad, los temblorosos virajes que escanden una vida. La infancia es ese momento de vacilación infinitamente adolescente (han dicho varios clásicos del siglo XX) que vuelve en cada momento crucial. En esas encrucijadas que nos cambian la vida, en esos momentos de verdad donde el tiempo se junta y todo vuelve.
Instantes de revelación como en Boyhood, mínimos en magnitud y máximos en importancia. No es tan extraño que la información espectacular que nos rodea no sepa nada de esto. Por eso la gente, al dejar de tener el valor de ser niños, se pudre enseguida. La raíz de nuestra manida corrupción es esta depresión crónica, una completa invalidez frente al rumor y el viento del tiempo.
Lo gracioso del caso es la posibilidad de que los humanos que intentar ser morales, y guardar fidelidad al temblor de lo vivido, permanecen siempre jóvenes e inmaduros. Por tanto,»inmorales» para la sociedad biempensante. Permanecen como retenidos por una especie de síndrome de Peter Pan que les impide crecer, ser serios, no tener oscilaciones ni dejar de ser tentados por la aventura.
No veo por qué no decirlo hoy abiertamente. Toda persona que se precie debe aprender a estar sola y a conservar, incluso con descaro y agresividad, el niño asustando y juguetón que somos por dentro. Nunca sabemos lo suficiente. Siempre nos desbordan el mundo y los sentimientos, por fuera y por dentro. Para algunos de nosotros, y así entendemos incluso la virilidad, es una obligación moral y política seguir siendo pequeños. Lo cual significa, estar armados, hacer de nuestros defectos una herramienta de combate.
Aunque sea bueno, un niño jamás es del todo pacifista, menos aún pogresista. En todo caso, sólo una pequeña y constate guerra puede defender la infancia del mundo, ese juego soterrado que es la vida bajo el estruendo de la Historia. ¿Es el mito de la Democracia moderna la forma más perversa (masivamente consensuada) que la historia ha inventado para desactivar la verdad, esa violenta infancia del mundo? Sí, es posible, y esto explicaría por qué (a pesar de Marx) la democracia, como forma de dominio, resiste todos los embates.
Bajo esa metafísica triunfal de la historia, apostar por la verdad impolítica de la vida tiene hoy cien connotaciones, bíblicas y orientales, laicas y religiosas. E implica muchas cosas, no todas ellas gravosas. El uso del humor como arma masiva, de construcción y de destrucción, según los casos, es una de ellas. La obligación de ser jóvenes también para poder morir, para alcanzar una muerte propia y libre, es otra. Permanecer en una especie de constante celo sexual es otra de ellas.
Y naturalmente, una simpatía irreprimible por los extranjeros y las culturas bárbaras de las afueras. En relación a lo que se dice vivir –sentir, amar, odiar, percibir, viajar, comer, cambiar– las culturas atrasadas, y los humanos primitivos que permanecen entre nosotros, mantienen una superioridad difícil de no envidiar. Y ello porque, sencillamente, respiran lejos de nuestra religión de la seguridad. Saben que la tierra jamás cambiará en su sagrada y diabólica inestabilidad.
En fin, como se puede comprender, estas verdades elementales son un poco difíciles de casar con esta sociedad senil, estúpidamente puritana por la derecha y por la izquierda. Pero tal postura existencial (que comparten los jóvenes del Comité Invisible, cuyo libro es casi imprescindible para pasar este verano) incluye un jovial desprecio por nuestra religión histérica de lo social, lo informativo, lo público y la omnipresencia de la política. Pero subsiste una certeza moral y médica que nos ayuda. Comparado con el juego de niños de los humanos que se mantienen pegados al suelo, a esa infancia que está detrás de la historia, lo otro es siempre una coreografía de cadáveres, un espectáculo de muertos vivientes.