La primera vez que leí a Alberto Moravia fue hace mucho tiempo, tanto que no me acuerdo demasiado bien y eso que si de algo presumo es de tener buena memoria. No se me olvidan en cambio ciertos detalles, como que era verano y que estábamos en la casa de la playa. Tampoco que era uno de esos días serenos de agosto, radiantes en el que la tranquilidad del mar invitaba a las confidencias y a las conversaciones en voz baja.
Sentados en la terraza, mi padre y yo hablábamos de libros y de escritores, de novelas que nos habían gustado, de cómo el tiempo había hecho mella en otras hasta deslucirlas. Hablamos de muchas cosas aquel día, incluso me animó a que escribiera también yo, de eso me acuerdo bien. ¿Por qué no escribes un cuento? podrías intentarlo -me insinuó- Y de cómo no sin cierta timidez le respondí que tal vez me faltara el talento preciso, que tan solo era una aprendiza en esto de juntar letras, que escribir “de verdad” lo dejaba para los grandes, que me faltaba aún mucho camino por recorrer, que tan solo emborronaba cuadernos y a veces ni eso.
Después de un silencio por mi parte, me tendió el libro. Léelo –me dijo- ya verás cómo te gusta. Se trataba de un librito titulado El viaje a Roma. Solo por el título ya me sentí interesada; tenía muy reciente por lo demás mi viaje a Roma, mi primer gran viaje, un viaje iniciático con mi mejor amiga: un viaje lleno de descubrimientos, salpicado de vivencias y referente de otros tantos que vendrían y vendrían después.
Reconozco que abrí el libro llena de curiosidad. Es más, mentiría si dijera que no empecé a leerlo allí mismo pero fue lo que sucedió. Ni siquiera pude esperar a terminar el que tenía entre manos desde hacía varios días. Me entregué a la lectura desde ese mismo instante.
Ya desde el principio, desde siempre, desde las primeras líneas me sentí atraída. El libro trataba de un joven estudiante y poeta en ciernes que viaja a Roma para conocer a su padre. Hablaba de engaños, traiciones, equívocos y de una mujer tan fascinante como promiscua. En la solapilla, el propio autor definía El viaje a Roma como una fabula en la que la moral tradicional es sustituida por la moral freudiana y en el que las obsesiones pueden convertirse en un juego peligroso cuando uno no está preparado para enfrentarse a ellas ni siquiera en sueños.
No sabría decir que fue, tal vez ese erotismo tan sutil como elegante con el que escribe el autor, esa sensualidad de la que hacen gala los personajes tan alejada de la zafiedad de la que estamos acostumbrados, ese mundo de sueños que terminan mezclándose con la realidad. Como digo, no lo sé… El caso es que lo leí de un tirón sin poder dejarlo pero al mismo tiempo evitando llegar al final, retrocediendo, volviendo a empezar, recreándome en los detalles, en las palabras, disfrutando de cada línea, sintiéndome también yo un personaje que pasea por esos barrios romanos decadentes de la mano de Moravia.
Debo confesar que hasta ese momento poco sabía de este escritor, si no nada, tan solo que había estado casado con Elsa Morante, que le gustaban demasiado las mujeres y que había escrito La Romana. Y sin embargo poco importaba, aquello fue el principio de un gran idilio literario por mi parte, no lo puedo negar.
Con el tiempo leí casi todas sus obras, disfruté con Agostino, con El Desprecio, con sus Cuentos Romanos, con El amor conyugal… En todas ellas, temas recurrentes como la sexualidad, la seducción, el subconsciente, el erotismo, los celos, el arte, la sublimación, la fe…, la mujer eran abordados desde su peculiar punto de vista llamando cada cosa por su nombre sin olvidar ese toque obsceno suyo tan característico y sugerente de su prosa que me había cautivado como la primera vez.
Hace poco volví a releer El viaje a Roma, lo encontré por casualidad en la Biblioteca y de nuevo volví a sentir la misma sensación. Me perdí nuevamente entre sus líneas, disfruté de la morbosa disponibilidad del protagonista para aceptar cualquier experiencia que la vida le ofreciera y deseé una vez más haber vivido en aquella Roma que describía tan bien su autor, esa Roma costumbrista como salida del neorrealismo y porque no, precisamente por no serlo, ser también yo tan descarada, impúdica y decidida como cualquiera de sus arquetipos femeninos.
He buscado este libro en cada uno de mis viajes a Italia, he recorrido librerías y no he sido capaz de encontrarlo. Lo he buscado en Nápoles, en Turín, en Bolonia, en la misma Roma. Lo he buscado por internet sin éxito. Es un libro difícil de encontrar, ya descatalogado, se diría que maldito y que sin embargo ironías de la vida, como estos milagros que de vez en cuando suceden, mi memoria vuelve a regalármelo como aquella tarde en la que sentada con mi padre viajamos los dos a Roma sin movernos de aquella terraza.
Foto: Gina Lollobrigida en La Romana.